La ramera errante (71 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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Marie le acarició el brazo a modo de disculpa y le sonrió con picardía.

—El Emperador no ha partido aún. Id mañana con algunos de vuestros hombres a la misa temprana de la catedral y preparaos para intervenir. Yo me encargaré de producir el milagro.

El conde entrecerró los ojos, examinó a Marie y pareció llegar a la conclusión de que ella hablaba en serio.

—Muy bien, pequeña. Si logras captar la atención del Emperador e interesarlo a favor de nuestra causa, te entregaré tu peso en oro.

—Yo aportaré mi granito de arena para que así sea.

Marie hizo una reverencia como para despedirse del conde. Pero al ver la expresión de desilusión en su rostro, se quitó el vestido y se dejó caer sobre la cama. Era mejor que Eberhard afrontase el día siguiente relajado y satisfecho.

Capítulo VI

A la mañana siguiente, cuando el emperador Segismundo cabalgó con su séquito a misa, una multitud de prostitutas confluyó en la catedral y se reunió en los dos patios de la entrada. Al principio, nadie les prestó atención, pero cuando comenzaron a ser cada vez más y bloquearon los portales de la entrada por su gran número, los guardias de la ciudad se inquietaron. Su comandante, el caballero Bodman, envió a algunos guardias para que ordenaran a las prostitutas despejar inmediatamente el acceso al portal principal.

Madeleine se plantó frente a los hombres con los brazos en jarras.

—Queremos hablar con el Emperador.

Los guardias intentaron imponer sus órdenes con insultos y gestos violentos, pero las mujeres se amontonaron aún más, con una expresión tan resuelta en sus rostros que uno de los hombres regresó con el comandante.

Cuando le transmitió a este las palabras de Madeleine y le pidió que le impartiera nuevas órdenes, el rostro de Bodman enrojeció de ira. Comenzó a hacer subir las escalinatas a su caballo, pero retrocedió enseguida al ver que la multitud de mujeres que afluían amenazaba con encerrarlo, y empezó a gritarles, enfurecido. Sin embargo, las prostitutas sabían tan bien como él que no disponía de suficientes hombres como para detenerlas. Alguien propuso llamar a la infantería del conde palatino. Pero ninguno de los palatinos estaba a la vista, y los hombres que salieron a buscarlos tampoco pudieron encontrarlos.

Una de las prostitutas soltó una risita y le tocó el hombro a Marie.

—Acabo de ver pasar a tu amigo retirándose con toda su compañía. Un gesto muy amable de su parte.

Marie asintió satisfecha. Michel había podido cumplir su promesa. Intervendría en el momento oportuno, pero no de la forma en que Bodman imaginaba. Marie sabía que su amigo de la infancia estaba jugándose el pellejo, ya que si las cosas llegaban a salir mal y Ruppert triunfaba, le costaría la cabeza.

Cuando un grupo bastante numeroso de rabizas avanzó calle arriba en dirección a la catedral, el caballero Bodman ordenó a sus guardias que les cerraran el paso. Algunas de las cortesanas que estaban de pie en las escaleras corrieron al encuentro de sus compañeras, franquearon el paso a los guardias y los cubrieron de insultos obscenos. Incluso algunas de ellas se levantaron la falda y les enseñaron a los hombres sus traseros desnudos.

Ante la mirada atónita del comandante, las mujeres que estaban acercándose se metieron entre las filas de los guardias y se unieron a sus compañeras. El caballero Bodman se puso visiblemente nervioso, ya que, a juzgar por el coro que se oía, la misa estaba llegando a su fin. Volvió a guiar su caballo hacia donde estaban las prostitutas, se incorporó sobre los estribos y levantó los brazos para captar la atención de las mujeres.

—¿Qué es todo este alboroto? El Emperador está a punto de salir de la catedral. ¿Acaso queréis que os tome por una horda de salvajes y os arroje fuera de la ciudad?

Madeleine le dedicó una caída de ojos y sonrió con dulzura. Pero las palabras que pronunció trasformaron ese gesto en una expresión en burla.

—¡Nos quedaremos aquí hasta que el Emperador nos haya oído!

El caballero tragó saliva.

—¡Pero no podéis franquearle el paso al Emperador! ¡Sed razonables y desapareced de aquí, o haré que mis guardias os echen al diablo!

Madeleine se le rió en la cara.

—Si aquí ya no quedasen prostitutas, sería un problema para las cositas que tú y tus hombres tienen colgando entre las piernas. Así que dile a tus soldados que aquel que golpee o lastime a alguna de nosotras, en el futuro tendrá nuestras puertas cerradas para siempre.

—¿Tratas de chantajearme, mujer? —Bodman alzó el puño como si quisiera golpear a Madeleine, pero luego volvió a dejarlo caer con un gesto de impotencia.

El caballero hubiese querido dar la orden de ahuyentar a las mujeres con la fuerza de las armas. Pero si sus hombres llegaban a atacar a las prostitutas con lanzas y alabardas, quedaría expuesto para siempre a las burlas de sus colegas. Además, después del anuncio que Madeleine había hecho en voz alta, no podía confiar en todos sus hombres.

—Os lo advierto. El Emperador estará furioso —gritó amenazante, aunque solo recibió unas risitas irónicas a modo de respuesta.

Poco después se oyó el último "Amén" en el interior de la catedral, y a continuación se abrieron las imponentes hojas del portal principal. De dentro salieron unos pajes vestidos con túnicas blancas seguidos por seis soldados de la guardia imperial enfundados en brillantes armaduras. Llegaron hasta el pie de las escaleras, donde los retuvieron las prostitutas, que estaban pegadas unas a otras. Sin saber qué hacer, ellos se dieron la vuelta y miraron al Emperador, que salía en ese momento de la iglesia encabezando la comitiva de pajes y de notables de la ciudad.

El rostro del Emperador adoptó una expresión primero asombrada y después malhumorada. Estaba acostumbrado a encontrar mucha gente en la puerta. Hasta entonces, todos solían inclinarse respetuosamente ante su presencia y hacerle un pasillo por el que él y su séquito podían avanzar como en una procesión. Pero esta vez se vio rodeado de mujeres enardecidas que ni lo saludaron como correspondía a alguien de su investidura ni hicieron ademán alguno de dejarle libre el paso. Su mirada se paseó por el mar de cabezas ondulantes para finalmente detenerse llena de reproches en Bodman. El caballero hizo un gesto impotente y señaló hacia sus hombres, al tiempo que gritaba que aquel puterío solo podría dispersarse con la fuerza de las armas. Entre tanto, Madeleine se había abierto paso entre sus compañeras de lucha y se había plantado enfrente del Emperador. Hizo una donosa reverencia y luego lo miró con una sonrisa en parte de disculpa y en parte desafiante.

—Tenemos que hablar con vos, Majestad.

El Emperador echó un vistazo a su escote abierto, hizo un gesto de asco y se sacudió confundido su lujoso abrigo, cuya tela púrpura estaba adornada con bordados de oro. Luego se plantó bien erguido y miró con desdén a Madeleine, como si se tratara de un gusano asqueroso que se había atrevido a arrastrarse en su camino.

—¿Qué quieres, mujer?

La pregunta de Segismundo revelaba que ya estaba dispuesto a abrirse camino haciendo pequeñas concesiones. Al advertir ese hecho, Madeleine esbozó una fina sonrisa.

—Nosotras, las cortesanas, tenemos múltiples motivos para quejarnos. Pero vuestro gobernador se ha negado a acusar recibo de nuestras quejas, de modo que no nos ha quedado más remedio que molestar a Su Majestad con nuestros asuntos.

—¿Tenéis motivos para quejaros? Pero si pedís tanto dinero por vuestros servicios que hasta mis fieles vasallos se sienten saqueados.

El Emperador había escuchado demasiadas veces los versos burlescos de Oswald von Wolkenstein como para tomar en serio a Madeleine.

La prostituta francesa alzó la cabeza y le clavó al Emperador una mirada penetrante.

—Sí, sí tenemos motivos para quejarnos. Vos creéis que exigimos tanto dinero por pura codicia. Pero no es así…

—Ah, ¿no? ¡Ha llegado a mis oídos que os comportáis como arpías y que apenas si os dais por satisfechas con el doble de los precios fijados por la ciudad!

Alban Pfefferhart, miembro del Consejo de la Ciudad, se interpuso entre el Emperador y Madeleine y los interrumpió excitado. Al parecer, no quería exponer al monarca del Sacro Imperio Romano a tener que seguir hablando con una prostituta.

Madeleine examinó con un gesto de desprecio a aquel hombre que, aunque se había puesto su mejor traje, en medio de los elegantes miembros de la nobleza parecía una perdiz entre faisanes dorados.

—Vuestros panaderos y carniceros tampoco se atienen a los precios fijados cuando ven venir a una prostituta, sino que nos exigen el cuádruple por una hogaza de pan o una salchicha. El precio máximo fijado por vos solo les garantiza un bajo costo de vida a los nobles. Nosotras las cortesanas tenemos que pagar lo que nos exigen si no queremos morirnos de hambre.

Pfefferhart frunció los labios.

—Yo me encargaré de que no traten de sacar ventaja de vosotras.

El consejero creyó que con esas palabras iba a callar a Madeleine. Sin embargo, la prostituta volvió a dirigirse al Emperador.

—Ese solo era el primer punto de nuestra lista de quejas, y uno de los menos importantes. En realidad, lo que más nos preocupa a las cortesanas es la competencia desleal de las mujeres de aquí, que se levantan las faldas para los miembros del concilio y sus séquitos y de ese modo nos arruinan los precios. A muchas de las cortesanas las declararon indecentes por crímenes menores y las condenaron al oficio de la prostitución. A otras las vendieron a los rufianes cuando aún eran niñas, como si fuesen un saco de harina, y lo pagan de por vida con el desprecio de sus semejantes. Entonces queremos saber por qué las criadas y las burguesas de Constanza pueden ganarse su dote o un dinero extra fornicando sin que por ello dejen de considerarlas respetables.

El Emperador miró a Pfefferhart como si quisiera responsabilizarlo de aquella penosa situación.

—¿Es eso cierto?

El rostro del consejero pasó del púrpura anterior a la palidez extrema.

—Sí, seguramente habrá alguna que otra criada que se acueste con un monje o un soldado por un par de peniques. Es muy difícil hacer algo para evitarlo.

Madeleine se burló de Pfefferhart en su propia cara.

—¿Alguna que otra criada, decís? Hay más mujeres de Constanza dedicadas a la prostitución que cortesanas en los burdeles, y además en muchos casos lo hacen incluso con la anuencia de sus esposos y sus padres. Como los gastos de ellas son más bajos que los nuestros, pueden ofrecer mejores precios que nosotras y atraer así a más hombres.

Una rabiza mayor que se había deslizado junto a Madeleine se subió el vestido hasta dejar la espalda al descubierto, mostrándole al Emperador su torso surcado de cicatrices blancas.

—¡Esto me lo hicieron cuando me pescaron en la cama con un hombre que no era mi esposo! Después me arrojaron fuera de la ciudad sin un centavo en el bolsillo, y estuve a punto de morir en una zanja. Si ahora esas mujeres de Constanza que se dicen tan respetables me quitan la posibilidad de ganarme el pan, este invierno me darán como alimento a los perros.

El Emperador se quedó mirándole el trasero, que no era precisamente bello, y a juzgar por la indignación en el tono de su voz, también pareció querer echarle la culpa de ello al consejero.

—¿Es cierto que aquí hay burguesas y doncellas respetables que se entregan a la prostitución?

Pfefferhart levantó las manos en un gesto de impotencia.

—Perdonadme, Su Majestad. No tengo conocimiento de nada semejante.

—Entonces deberíais agudizar un poco el oído, señor consejero —le aconsejó Madeleine—. Echad un vistazo en la posada "La espiga", en la Ringwilgasse. Allí se fornica con particular desenfreno.

Pfefferhart resopló.

—El burgués Balthasar Rübli instaló allí un burdel absolutamente oficial.

—¡Y hace trabajar allí a su mujer, sus hijas y sus criadas! —gritó desde atrás una de las compañeras de lucha de Madeleine.

—La mujer que practica la prostitución ya no puede considerarse respetable. —Las palabras del Emperador expresaban todo el desprecio de un noble hacia el estamento inferior de la sociedad—. Entiendo vuestras quejas y ordeno que todas las mujeres y jóvenes de Constanza de quienes se compruebe que han ejercido la prostitución también sean tratadas como prostitutas, sean burguesas o criadas. Serán azotadas y expulsadas de la ciudad sin derecho a volver a pisarla.

Antes de que Segismundo terminara de pronunciar esa frase, las prostitutas estallaron en gritos de júbilo, alabando sus sabias palabras. Ahora que las burguesas y doncellas de la ciudad tenían algo más que perder además de su reputación, ya no se abrirían de piernas tan alegremente. Aunque a muchas de ellas las tentara la idea de ganar dinero con facilidad, la vida de una prostituta errante no las atraería en absoluto.

Mientras tanto comenzaron a agolparse otras personas que también habían concurrido a esa misa y salían de la catedral para ver qué estaba demorando tanto la partida del Emperador. Marie reconoció a Lütfried Muntprat, el burgués más rico de toda Constanza, y junto a él a Ruppertus Splendidus y al abad Hugo von Waldkron. Mientras Ruppertus oía con expresión divertida las concesiones que el Emperador tenía que hacer frente a las prostitutas, al abad se le notaba que hubiese querido ordenarle a los soldados que desnudaran y azotaran a las mujeres en el acto.

Marie se estremeció al pensar que su prima había estado a punto de caer en las garras de aquel hombre, y supo que era el momento de actuar si es que quería que aquel tumulto que había puesto en escena cumpliera su cometido. Mientras el resto de las prostitutas comenzaban a abrirle paso al Emperador, se acercó a Madeleine y levantó la mano.

—Pero ¿y qué hay de las muchachas que han caído en manos de canallas miserables que les han hecho perder su virtud por la fuerza?

La voz de Marie hizo que las prostitutas volvieran a acercarse. Ella vio muchos rostros que la observaban expectantes, se puso bien erguida y subió las escaleras. Al hacerlo, su mirada se paseó por el rostro de Ruppert. Su antiguo prometido la había reconocido y la miraba como si la tierra se hubiese abierto ante sus ojos y escupido un demonio. Sin embargo, no era él el destinatario de su primer golpe.

Marie le dio la espalda a su antiguo prometido y se plantó delante de Alban Pfefferhart.

—Quiero que me informéis acerca del paradero de mi prima Hedwig Flühi, la hija del maestro tonelero Mombert Flühi.

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