La radio de Darwin (67 page)

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Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
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—Felicity está aquí —dijo Mitch, y su rostro, flotando justo frente a ella, mostraba alivio. Pero la doctora Galbreath y el doctor Chambers discutían, y el anestesista también estaba de por medio.

—Nada de epidural —dijo Galbreath—. Quítenle la pitocina ahora mismo. ¿Cuánto hace? ¿Qué cantidad?

Mientras Chambers miraba la máquina y leía cifras, Mary Hand hizo algo con los tubos. La máquina lanzó un pitido. Kaye miró el reloj. Siete y media. ¿Qué significaba ese número? Tiempo. Claro.

—Tendrá que hacerlo sin ayuda —dijo Galbreath. Chambers respondió con irritación, palabras duras bajo la horrible mascarilla, pero Kaye no le prestó atención.

No le darían calmantes.

Felicity se inclinó sobre Kaye y entró en su campo visual. No llevaba mascarilla. El enorme foco quirúrgico estaba conectado y Felicity no llevaba mascarilla, bendita mujer.

—Gracias —dijo Kaye.

—Puede que no me lo agradezcas más tarde, querida —dijo Felicity—. Si quieres este bebé, no podemos hacer nada más con drogas. Nada de pitocina, nada de anestésicos. Me alegra haber llegado a tiempo. Los mata, Kaye. ¿Lo comprendes?

Kaye hizo una mueca.

—Un maldito insulto tras otro, ¿no, querida? Son tan delicados estos nuevos bebés.

Chambers se quejó por la interferencia, pero Kaye oyó las voces de Jack y Mitch, voces que se alejaban mientras le sacaban de la habitación.

—El CCE vale para algo, cariño —le contó Felicity—. Enviaron un boletín especial sobre nacimientos vivos. Nada de drogas, especialmente anestésicos. Ni siquiera aspirina. Estos bebés no pueden soportarlas. —Hizo algo durante un momento entre las piernas de Kaye—. Episiotomía —le dijo a Mary—. Sin anestesia local. Aguanta, cariño. Esto va a doler, es como volver a perder de nuevo la virginidad. Mitch, ya sabes lo que debes hacer.

Empujar hasta diez. Expulsar aire. Aguantar, soplar, empujar hasta diez. El cuerpo de Kaye era como un caballo que supiese cómo correr pero aún así apreciase la presencia de un guía. Mitch frotando vigorosamente, de pie junto a ella. Apretó su mano y luego su brazo hasta que Mitch hizo una mueca de dolor. Aguantó, empujar hasta diez. Expirar.

—Vale. Veo la cabeza. Aquí está. Dios, ha llevado tanto tiempo, ha sido un camino tan largo y extraño, ¿eh? Mary, aquí está el cordón. Ése es el problema. Un poco oscuro. Uno más, Kaye. Hazlo, cariño, ahora.

Así lo hizo y algo salió, un movimiento impetuoso, como semillas de calabaza entre los dedos apretados, un estallido de dolor, alivio, más dolor, daño. Las piernas le temblaban. Un calambre en la pantorrilla, pero apenas se dio cuenta. Sintió un ataque súbito de felicidad, de delicioso vacío, luego una puñalada en el cóccix.

—Aquí está, Kaye. Está viva.

Kaye oyó un gemido débil y algo similar a un silbido musical.

Felicity le enseñó a la niña, rosada y ensangrentada, con el cordón colgando entre las piernas de Kaye. Miró a su hija y no sintió nada durante un momento, y luego algo enorme y suave, inmenso, le rozó el alma.

Mary Hand depositó a la niña en una manta azul sobre el abdomen de Kaye y la limpió con gestos rápidos.

Mitch miró la sangre, a la niña.

Chambers regresó, todavía con la mascarilla, pero Mitch no hizo caso de su presencia. Estaba centrado en Kaye y en la niña, tan pequeña, agitándose. Lágrimas de cansancio y alivio recorrieron las mejillas de Mitch. Le dolía la garganta por lo que sentía. El corazón le resonaba. Abrazó a Kaye, y ésta le devolvió el abrazo con asombrosa fuerza.

—No le pongas nada en los ojos —fueron las instrucciones de Felicity para Mary—. Es algo completamente diferente.

Mary asintió feliz tras la mascarilla.

—Placenta —dijo Felicity. Mary le ofreció una bandeja de acero.

Kaye nunca había estado segura de si sería una buena madre. Ahora, nada de eso importaba. Miró cómo ponían a la niña en la báscula y pensó: «No pude verle bien la cara. Estaba toda arrugada.»

Felicity usó una gasa con alcohol y una enorme aguja quirúrgica entre las piernas de Kaye. A Kaye no le gustó, pero se limitó a cerrar los ojos.

Mary Hand realizó todo el conjunto de pruebas y terminó de limpiar a la niña mientras Chambers extraía sangre del cordón. Felicity le mostró a Mitch dónde cortar el cordón y luego le llevó la niña a Kaye. Mary le ayudó a levantarse la bata y le colocó a la niña.

—¿Se le puede dar el pecho? —preguntó Kaye con una voz que era poco más que un susurro ronco.

—Si no fuese así, nos podríamos olvidar de todo el experimento —dijo Felicity con una sonrisa—. Adelante, cariño. Tienes lo que necesita.

Le mostró a Kaye cómo acariciar la mejilla del bebé. Los pequeños labios rosa se abrieron y se cerraron sobre el enorme pezón moreno. Mitch estaba boquiabierto. Kaye quería reírse de su expresión, pero volvió a centrarse en el pequeño rostro, deseosa por saber cómo era su hija. Sue permaneció a su lado e hizo soniditos de felicidad para madre e hija.

Mitch miró a la niña y la vio chupar del pecho de Kaye. Sentía una calma casi religiosa. Ya estaba; era sólo el comienzo. En cualquier caso, aquello era algo a lo que aferrarse, un centro, un punto de referencia.

El rostro de la niña estaba rojo y arrugado, pero el pelo era abundante, fino y sedoso, de un pálido castaño rojizo. Tenía los ojos cerrados, los párpados apretados, preocupada y concentrada.

—Cuatro kilos —dijo Mary—. Ocho en el apgar. Un buen apgar. —Se quitó la mascarilla.

—Oh, Dios, ya está aquí —dijo Sue llevándose la mano a la boca, como si de pronto hubiese comprendido lo que sucedía. Mitch le sonrió como un tonto, luego se sentó junto a Kaye y la niña y apoyó la barbilla sobre el brazo de Kaye, con el rostro a pocos centímetros de su hija.

Felicity terminó de limpiar. Chambers le dijo a Mary que pusiese todos los trapos y desechables en una bolsa especial de residuos para quemarlos. Mary lo hizo en silencio.

—Es un milagro —dijo Mitch.

La niña intentó volver la cabeza en dirección a su voz, abrió lo ojos e intentó localizarle.

—Tu papaíto —dijo Kaye. De su pezón fluía un espeso y amarillo calostro. La niña agachó la cabeza y volvió a chupar con un ligero empujón del dedo de Kaye—. Ha levantado la cabeza —dijo Kaye maravillada.

—Es hermosa —dijo Sue—. Felicidades.

Felicity le habló a Sue durante un momento mientras Kaye, Mitch y la niña ocupaban el punto de brillo solar bajo la lámpara quirúrgica.

—Ya está aquí —dijo Kaye.

—Ya está aquí —afirmó Mitch.

—Lo hemos hecho.

—Vaya si lo hemos hecho —dijo Mitch.

Una vez más, su hija levantó la cabeza, abrió los ojos, en esta ocasión por completo.

—Mirad eso —dijo Chambers. Felicity se inclinó, golpeando casi la cabeza de Sue.

Mitch miró fascinado a su hija. Tenía pupilas leonadas salpicadas de oro. Se inclinó.

—Aquí estoy —le dijo a la niña.

Kaye volvió a indicarle el pezón, pero la niña se resistió, desplazando la cabeza con sorprendente fuerza.

—Hola, Mitch —dijo su hija, con una voz como el maullido de un gatito, no mucho más que un gritito, pero muy clara.

Mitch sintió que se le erizaba el vello del cuello. Felicity Galbreath se quedó boquiabierta y retrocedió como si le hubiesen pegado.

Mitch se apoyó en el borde de la cama y se quedó quieto. Se estremecía. La niña que descansaba sobre el pecho de Kaye le pareció por un momento más de lo que podía soportar; no sólo inesperada, sino incorrecta. Quería salir corriendo. Aún así, no podía apartar la vista de la pequeña. Sintió calor en el pecho. La forma de su pequeño rostro se convirtió en una especie de centro. Parecía que intentaba hablar de nuevo, sus labios moviéndose y desplazándose a un lado, pequeños y rosáceos. En la comisura de su boca apareció una pequeña burbuja láctea. Pequeñas motas pardas, leonadas, se destacaron por sus mejillas y frente.

Movió la cabeza y miró al rostro de Kaye. Unas arrugas de perplejidad ocuparon el espacio entre sus ojos.

Mitch alargó la enorme mano huesuda y sus dedos callosos para tocar a la niña. Se inclinó para besar a Kaye, luego a la niña y le acarició la sien con toda suavidad. Tocándola con un pulgar, guió sus labios de color rosa de vuelta al pezón. Con un suspiro, un sonido silbante, y con una contorsión, agarró la tetilla de su madre y chupó con fuerza. Sus pequeñas manitas flexionaron deditos perfectos de un color moreno dorado.

Mitch llamó a Sam y Abby en Oregón y les comunicó la noticia. Apenas pudo prestar atención a lo que le decían; la voz temblorosa de su padre, el grito de alegría y alivio de su madre. Hablaron un rato y luego les dijo que apenas podía tenerse en pie.

—Necesitamos dormir —dijo él.

Kaye y la niña ya estaban dormidas. Chambers les dijo que deberían quedarse allí dos días más. Mitch pidió que le pusiesen un camastro en la habitación, pero Felicity y Sue le persuadieron de que todo iría bien.

—Ve a casa y descansa —le dijo Sue—. Estarán bien.

Mitch se movió con incomodidad.

—¿Me llamarán si hay problemas?

—Te llamaremos —dijo Mary Hand al pasar con una bolsa de ropa de cama.

—Haré que dos amigos se queden en el exterior de la clínica —dijo Jack.

—Necesito un sitio para dormir esta noche —dijo Felicity—. Quiero ver cómo están mañana.

—Quédate en nuestra casa —le propuso Jack.

A Mitch apenas le sostenían las piernas mientras caminaba de la clínica al Toyota.

En la caravana, durmió toda la noche y toda el día. Cuando despertó, anochecía. Se arrodilló en el sofá y miró por la inmensa ventana a la maleza, la grava y las lejanas colinas.

Se duchó, se afeitó y vistió. Buscó más cosas que Kaye y la niña pudiesen necesitar y que hubiesen olvidado.

Se miró en el espejo del baño.

Lloró.

Regresó a la clínica caminando a solas, disfrutando del crepúsculo. El aire estaba limpio y claro y traía olores a salvia, hierba, polvo y agua del riachuelo. Pasó junto a una casa en la que cuatro hombres retiraban el motor de un viejo Ford, empleando un roble y una grúa de cadena. Los hombres le saludaron y apartaron la vista con rapidez. Sabían quién era; sabían lo que había sucedido. No se sentían cómodos ni con él ni con el acontecimiento. Apresuró el paso. Le dolían las cejas, y ahora las mejillas. La máscara estaba muy suelta. Pronto se caería. Podía sentir la lengua contra los lados de la boca; tenía un tacto diferente. Sentía la cabeza diferente.

Más que nada, quería ver a Kaye de nuevo, y a la niña, su hija, para asegurarse de que era real.

88. Arlington, Virginia

El banquete de bodas ocupaba la mayor parte del medio acre del patio trasero. El día se presentaba cálido y neblinoso, alternando momentos de sol con nubes ligeras. Mark Augustine permaneció en la línea de recepción con su prometida durante cuarenta minutos, sonriendo, dando la mano, abrazando con amabilidad. Senadores y congresistas recorriendo la línea, charlando amigablemente. Hombres y mujeres vistiendo libreas unisex negras y blancas llevaban bandejas de champaña y canapés desplazándose sobre el césped de un verde campo de golf. Augustine miró a su prometida con una sonrisa forzada; sabía lo que sentía en su interior, amor, alivio y triunfo, todo ligeramente frío. El rostro que mostraba a sus invitados, a los pocos periodistas que habían ganado en la lotería de prensa, era de calma, calidez, dedicación.

Sin embargo, algo había ocupado su mente durante todo el día, incluso durante la ceremonia. Se había equivocado durante la sencilla declaración, provocando risitas en las primeras filas de la capilla.

Los bebés nacían con vida. En los hospitales de cuarentena, en clínicas comunitarias designadas por el Equipo Especial, e incluso en hogares privados. Los nuevos bebés llegaban.

Se le había ocurrido momentáneamente la posibilidad de que estuviese equivocado, de pasada, como un picor, hasta que oyó que la hija de Kaye Lang había nacido con vida, asistida por un médico que trabajaba a partir de los boletines de emergencia emitidos por el Centro para el Control de Enfermedades, el mismo equipo de estudio epidemiológico que se había establecido siguiendo sus órdenes. Procedimientos especiales, precauciones especiales; los bebés eran diferentes.

Hasta ahora, veinticuatro niños SHEVA habían sido depositados en clínicas comunitarias por madres solteras o padres que el Equipo Especial no seguía.

Niños abandonados, vivos y anónimos, ahora bajo su cuidado.

La recepción llegó a su fin. Con los pies doloridos en los ajustados zapatos negros de vestir, abrazó a su novia, le susurró al oído y le indicó a Florence Leighton que se uniese a él en la casa principal.

—¿Qué nos ha enviado Alergias y Enfermedades Infecciosas? —le preguntó.

La señora Leighton abrió la cartera que había llevado durante todo el día y le pasó un fax.

—He estado esperando una oportunidad —le dijo—. El presidente llamó antes, envía sus mejores deseos, y le quiere en la Casa Blanca esta noche, lo más pronto posible.

Augustine leyó el fax.

—Kaye Lang tuvo su niña —dijo, mirándola y arqueando las cejas.

—Eso he oído —dijo la señora Leighton. Mantenía una expresión profesional, atenta, sin revelar nada.

—Deberíamos enviar nuestras felicitaciones —dijo Augustine.

—Lo haré —respondió la señora Leighton.

Augustine agitó la cabeza
.

—No, no lo harás —dijo—. Todavía tenemos un procedimiento a seguir.

—Sí, señor —dijo ella.

—Dile al presidente que estaré allí a las ocho.

—¿Qué pasa con Alyson? —preguntó la señora Leighton.

—Se ha casado conmigo, ¿no? —preguntó Augustine—. Sabe en qué se ha metido.

89. Condado de Kumash, este de Washington

Mitch sostenía a Kaye por un brazo mientras caminaba de un lado a otro de la habitación.

—¿Cómo vais a llamarla? —preguntó Felicity. Estaba sentada en la única silla, de vinilo azul, de la habitación, acunando a la niña dormida entre sus brazos.

Kaye miró a Mitch expectante. Algo relacionado con darle nombre a la niña hacía que se sintiese una mujer vulnerable y pretenciosa, como si se tratase de un derecho que ni siquiera una madre se mereciese.

—Tú hiciste la mayor parte del trabajo —dijo Mitch con una sonrisa—. El privilegio es tuyo.

—Debemos estar de acuerdo —dijo Kaye.

—Ponme a prueba.

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