Stop. Y ahora déjame exponer la conclusión de mi razonamiento.
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Cuando me desespero, no siempre veo las apocalípticas escenas por las que he empezado el discurso. Los cuerpos que caen a docenas por las ventanas de los pisos ochenta y noventa y cien, la primera Torre que implosiona y se engulle a sí misma, la segunda que se funde como si fuese una barra de mantequilla… A veces sobre las imágenes de las dos Torres que ya no existen se superponen las de los dos milenarios Budas que el régimen Talibán destruyó en Afganistán en marzo de 2001. Así las dos Torres y los dos Budas se entrelazan, se unen. Se convierten en la misma cosa y pienso: ¿Se ha olvidado la gente de ese crimen? Yo, no. De hecho, cuando miro la pareja de pequeños budas que tengo en mi casa de Nueva York y que un viejo monje perseguido por los jemeres rojos me regaló en Pnomh Penh durante la guerra de Camboya, mi corazón se encoge. Y en lugar de ios pequeños bu-veo los inmensos Budas que engastados en la roca estaban en el valle de Bamiyán: el sitio por el cual hace miles y miles de años transitaban las caravanas provenientes del Imperio Romano y que se dirigían a Extremo Oriente y viceversa. La encrucijada por la cual pasaba la legendaria Ruta de la Seda: amalgama de todas las culturas. (Culturas de verdad). Los veo porque de ellos lo se todo. Que el más antiguo (siglo III) medía treinta y cinco metros de altura, el otro, (siglo IV), casi cincuenta y cuatro. Que ambos tenían el dorso pegado a la roca y estaban cubiertos de estuco policromado. Rojo, amarillo, azul, verde, violeta Que tenían el rostro y las manos pintadas de oro, de tal forma que al sol brillaban de manera deslumbrante, parecían mastodónticas joyas. Que en el interior de los nichos, ahora vacíos como órbitas vacías, las paredes lisas contenían frescos exquisitos y aún intactos…
Mi corazón se encoge porque a las obras de arte yo les dedico el mismo culto que los musulmanes le dedican a la tumba de Mahoma. Para mí una obra de arte es tan sacra como para ellos es sacra La Meca. Y cuanto más antigua, mas sacra. Además, para mí cada objeto del Pasado es sacro. Un fósil, una terracota, una monedita, cualquier testimonio de lo que fuimos e hicimos. El Pasado inflama mi curiosidad más que el Futuro y nunca me cansaré de decir que el futuro es una hipótesis, una conjetura, una suposición. Una no realidad. A lo máximo, una esperanza a la cual intentamos dar cuerpo con los sueños y las fantasías. El Pasado, por el contrario, es una certeza. Una concreción, una realidad establecida. Y una escuela de la que no se prescinde porque si no se conoce el Pasado no se comprende el Presente, no se puede influir o tratar de influir en el Futuro con los sueños y las fantasías. Además, cada objeto sobreviviente del Pasado es sacro. Es precioso porque trae en sí mismo una ilusión de eternidad. Porque representa una victoria sobre el Tiempo que consume y deteriora y anula. Una derrota de la Muerte. Y como las Pirámides, como el Partenón, como el Coliseo, como una hermosa iglesia o una hermosa sinagoga o una hermosa mezquita o un árbol milenario, por ejemplo una milenaria secuoya de Sierra Nevada, los dos Budas de Bamiyán me daban esto. Y esos hijos de puta, esos Wakiles Motawakiles, me los han destruido. Me los han matado.
Mi corazón se encoge también por la manera como me los han matado. Por la conciencia y Ia complacencia con las que han cometido la infamia. De hecho no los han matado en un ímpetu de locura, un imprevisto e incontrolable ataque de demencia. Lo que la ley llama «incapacidad de entender y querer». No se han comportado con la irracionalidad de los maoístas que en 1951 destruyeron Lhasa, irrumpieron en los monasterios, luego en el palacio del Dalai Lama, y como búfalos enloquecidos arrasaron los vestigios de aquella civilización. Quemaron los pergaminos milenarios, quebrantaron los altares, rasgaron las vestiduras de los monjes, y los budas de oro o de plata los fundieron para hacer lingotes: que la vergüenza los sofoque ad saecula saeculorum amén. La infamia de Lhasa, en efecto, no fue precedida por un proceso y una sentencia. No tuvo el carácter de una ejecución basada en normas o presuntas normas jurídicas. Además, y aquí está el meollo de la cuestión, ocurrió sin que nadie lo supiese ni pudiese intervenir para impedirlo. En el caso de los Budas de Bamiyán, al contrario, hubo un auténtico proceso. Hubo una auténtica sentencia, una ejecución basada en normas o presuntas normas jurídicas. Una infamia premeditada, pues. Razonada, intencionada, y ocurrida ante los ojos del mundo que se puso de rodillas para impedirlo. «Os rogamos, señores Talibanes. Os suplicamos, no lo hagáis. Los monumentos arqueológicos son patrimonio universal y esos dos Budas no molestan a nadie». Se pusieron de rodillas la Onu, la Unesco, la Unión Europea. Se pusieron de rodillas también los países vecinos o colindantes: Rusia, India, Tailandia y la misma China que tenía sobre su conciencia el pecadillo de Lhasa. Pero no sirvió de nada y, ¿recuerdas el veredicto que la Corte Suprema del Tribunal Islámico de Kabul emitió el 26 de lebrero de 2001? «Todas las estatuas preislamicas serán abatidas. Todos los símbolos preislámicos serán destruidos. Todos los ídolos condenados por el Profeta serán exterminados…» Fue el día en el cual ese Tribunal autorizó los ahorcamientos públicos en los estadios y quitó a las mujeres los últimos derechos que les quedaban. (El derecho a reír. El derecho a llevar zapatos de tacón alto. El derecho a estar en casa sin las cortinas negras en las ventanas…). ¿Recuerdas las sevicias que ese día los dos Budas comenzaron a subir? ¿Las ráfagas de ametralladora que golpeaban las dos cabezas, las dos caras? Las mandíbulas que desaparecían, las mejillas que se partían. ¿Recuerdas las desvergonzadas declaraciones del ministro Oadratullah Jamal? «Como tememos que los cañones y las granadas y las toneladas de explosivos que hemos colocado a los pies de los ídolos no sean suficientes, hemos pedido la ayuda de expertos demoledores de un país amigo. Y como las cabezas y las piernas ya han sido derruidas, esperamos que en tres días la sentencia pueda ser completamente ejecutada». (Por expertos-demoledores se entiende, creo, Osama bin Laden. Por país amigo, Pakistán). Y, en fin, ¿recuerdas la ejecución definitiva? Aquellas detonaciones secas. Aquellas nubes enormes. Parecían las nubes que seis meses después se levantaron de las dos Torres de Nueva York. Y yo recordé a mi amigo Kon-dun.
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Sabes, en 1968 entrevisté a un hombre adorable. El hombre más pacífico, más benigno, más tolerante, más sabio que jamás haya conocido en mi vida de trotamundos. El actual Dalai Lama, el tibetano que los budistas llaman el Buda Viviente. En aquel tiempo él tenía treinta y tres años, no muchos menos que yo, y desde hacía nueve era un soberano destronado, un papa o, mejor dicho, un dios en exilio. Como tal vivía en Dharamashala, pequeña ciudad cerca del Kashmir, donde el gobierno indio lo hospedaba junto a una docena de monjes y algunos miles de fieles que sobrevivieron a la bestialidad maoísta. Fue un largo, inolvidable encuentro. Un día entero permanecí con él en la modesta villa a los pies del Himalaya, de las blancas montañas, de los azules glaciares afilados como espadas, y en el armonioso jardín besado por el viento y las flores. El, hablando. Yo, escuchando encantada su voz fresca y resonante. ¡Oh! Lo había comprendido a primera vista, mi joven dios, que su invitada era una mujer poco proclive a las reverencias. Una mujer sin divinidades. Sus ojos almendrados y aguzados por las lentes de sus gafas doradas me habían observado bien mientras que llegaba. Y a pesar de eso me tuvo a su lado un día entero. Me trató como a una amiga, me cortejó con garbo e inocencia. Porque al cabo de algunas horas hizo una cosa que nunca he contado. Fue a cambiarse de ropa y en lugar del austero mantón amaranto con el cual se cubría el tórax desnudo, ¿adivinas qué se puso? Una T-shirt, una camiseta, con la imagen de Popeye. Sí, Brazo de Hierro, Popeye. El personaje de los cómics, el marinero que tiene siempre la pipa en la boca y devora siempre espinacas. Y cuando agotada por las risas le pregunté quién le había dado tal prenda y por qué se la había puesto, repuso seráfico: «La compré en el mercado de Nueva Delhi. Y me la he puesto para complacerla».
La entrevista fue preciosa. Me habló, por ejemplo, de su infancia sin preocupaciones y sin alegrías. Una infancia vivida sólo con los maestros y los libros, así que a los seis años ya estudiaba sánscrito y astrología y literatura. A los diez, dialéctica y metafísica y astronomía. A los doce, el arte de dirigir y gobernar… Me habló de su adolescencia infeliz. Una adolescencia gastada en el esfuerzo de llegar a ser un monje perfecto, dominar las tentaciones, sofocar los deseos. (Y para sofocarlos se iba al huerto de su cocinero, allí cultivaba coles gigantes. «Un metro de diámetro, ¿eh?»). Me habló de su amor por la mecánica y la electricidad. Me confesó que si hubiese podido elegir una profesión, habría sido mecánico o electricista. «En Lhasa me gustaba mucho arreglar el generador eléctrico, desmontar los motores, volverlos a montar. En el garaje de palacio un día descubrí tres viejos automóviles regalados a mi predecesor, el decimotercer Dalai Lama. Eran dos Baby Austin del 1927, uno azul celeste, otro amarillo, y un Dodge naranja del 1931. Los tres, oxidados. Con gran trabajo los arreglé y aunque en Lhasa existiesen sólo veredas y senderos, aprendí a conducirlos». Sin rencor me habló también de Mao Tse Tung que, con el pretexto de celebrar su décimo octavo cumpleaños, lo había invitado a Pekín y prácticamente secuestrado ocho meses. «Me dejé secuestrar con la esperanza de salvar el Tíbet y en cambio… Pobre Mao. Tenía algo triste, Mao. Algo que enternecía. Llevaba siempre los zapatos sucios, fumaba siempre un cigarrillo tras otro, y platicaba exclusivamente de marxismo. Una sola vez tocó el asunto del budismo, reconoció que era una buena religión. Pero nunca decía estupideces». De nuevo, sin rencor o resentimiento, me habló también de las atrocidades que los maoístas habían cometido en el Tíbet. Los monasterios saqueados o quemados, los monjes torturados o degollados, los campesinos expulsados o masacrados. Y finalmente me habló de su propia huida. La huida de un joven monje que vestido como un soldado sale del palacio, se arrastra en la oscuridad, se mezcla con la gente aterrorizada y llega a la periferia de Lhasa. Aquí salta sobre un caballo y, perseguido por un avión chino que vuela a baja altura, galopa semanas y semanas. Se oculta en las cuevas y galopa. Se esconde en los matorrales y galopa. De pueblo en pueblo llega a la India donde el Pandit Nehru lo recibe generosamente, pero ahora es un rey sin reino. Un papa sin iglesia. Un dios sin Olimpo. Y puesto que sus seguidores se hallan esparcidos por India y Nepal y el Sikkim, a su muerte será sustancialmente imposible buscar el sucesor: con muchas probabilidades estoy pasando un día con el último Dalai Lama. Así que en ese punto lo interrumpí, le pregunté: «Santidad, ¿podrá alguna vez perdonar a sus enemigos?». Me miró aturdido. Sorprendido, puede ser que ofendido, aturdido. Luego con aquella voz fresca y resonante, exclamó: «¿Enemigos? ¡Yo nunca los he considerado enemigos! ¡Yo no tengo enemigos! Un budista no tiene enemigos».
Sabes, a Dharamashala yo había llegado desde Vietnam. Y en Vietnam aquel año había vivido en mi piel la Ofensiva del Tet, la Ofensiva de Mayo, el asedio de Khe Sanh, la batalla de Hué. Venía de un mundo donde la palabra enemigo-enemy-enneminemico se pronunciaba cada dos segundos. Formaba parte de nuestra vida, era un sonido como el sonido de nuestra respiración. Así al oír las palabras yo-no-tengo-enemigos, un-budista-no-tiene-enemigos, sentí una especie de vértigo. Casi me enamoré de aquel joven dios con los ojos almendrados y la camiseta de Popeye, Brazo de Hierro. Cuando partí le di mis números de teléfono, exclamé: «Si viene a Florencia o a Nueva York llámeme, Santidad». Invitación a la cual repuso sonriente: «Lo haré a condición de que no me llame de nuevo Santidad. Mi nombre es Kon-dun». Luego nuestras vidas tomaron caminos totalmente distintos, totalmente alejados… Lo volví a ver solo en la televisión, donde noté que estaba envejeciendo como yo, nunca tuve la ocasión de llamarlo Kon-dun, y el perfume de la nostalgia lo sentí sólo el día en que un amigo me dijo: «He visto al Dalai Lama y me ha preguntado cómo estás». Pero aquellas palabras permanecieron en mi alma. Pensando en Kon-dun en estos años he leído sobre su religión y he averiguado que, contrariamente a los musulmanes que tienen el Ojo-por-Ojo-y-Diente-por-Diente, contrariamente a los cristianos que hablan siempre de perdón pero han inventado la historia del Infierno, los budistas no pronuncian jamás el vocablo «enemigo». No quieren jamás la venganza, creen de verdad en el perdón. He averiguado que jamás han hecho prosélitos con la violencia, jamás han hecho conquistas territoriales en nombre de Buda, y el concepto de Guerra Santa ni siquiera lo comprenden. Algunos críticos lo desmienten. Niegan que el budismo sea una religión pacífica y sostienen su tesis poniendo cual ejemplo a los antiguos monjes guerreros de Japón. De acuerdo: cada familia tiene gente de mal carácter. Pero además, esos críticos reconocen que el mal carácter de los monjes guerreros nunca fue empleado para hacer prosélitos, y admiten que en la historia del budismo no hay feroces Saladinos. No hay papas como León IX o Urbano II o Inocencio II o Pío II o Julio II, es decir, Dalai Lamas que con la armadura y la espada guíen a la soldadesca y en nombre de Buda maten al prójimo. No obstante eso, los hijos de Alá también atormentan a los budistas. Hacen saltar por los aires sus estatuas, les impiden practicar su religión. Pues pregunto: ¿A quién le toca, a quién le tocará, ahora que los Budas de Bamiyán han sido destruidos como los rascacielos de Nueva York? ¿Quieren solamente la conquista de Occidente los hijos de Alá?
La cuestión vale incluso si Osama bin Laden se convierte al budismo y los Talibanes se vuelven liberales. Porque Osama bin Laden y los Talibanes, no me cansaré nunca de repetirlo, son sólo la más reciente manifestación de una realidad que existe desde hace mil cuatrocientos años y que en nuestra época se manifiesta desde hace por lo menos veinte años. Querido mío, hace veinte años yo he visto a los hijos de Alá que sin Osama bin Laden conducían a la Guerra Santa. Los he visto destruir las iglesias, quemar los crucifijos, ensuciar las Madonas, orinar contra los altares y transformarlos en cagaderos. Los he visto en Beirut. Aquella Beirut que era tan civilizada y que hoy, por su culpa, no existe más. Aquella Beirut donde habían sido acogidos por los libaneses como los tibetanos habían sido acogidos por los indios de Dharamashala y donde, contrariamente a los tibetanos de mi Kon-dun, se habían apropiado de la ciudad y luego del país entero. Dirigidos por ese Arafat que hoy se hace la víctima, que descaradamente reniega de su pasado (y de su presente) de terrorista, habían construido un Estado dentro del Estado y robado el Líbano a los libaneses. Si no lo recuerdas, hojea los periódicos o relee mi
Insciallah
. Es una novela, sí, pero construida sobre una verdad histórica que miles de personas han vivido y que centenares de periodistas han narrado en todas las lenguas. La historia no se puede borrar. Se puede falsear como el Big Brother, el Gran Hermano de la novela de Orxvell, y como Arafat. Se puede ignorar, se puede olvidar, como lo hacen los incultos y los hipócritas con mala te. Pero no se puede borrar. Y a propósito de quien, en la soi-disant izquierda, finge ignorarla u olvidarla: ¿nadie se acuerda del santo eslogan lanzado por Lenin, «La religión es el opio de los pueblos»? ¿Nadie tiene en cuenta que todos los países islámicos tienen un régimen teocrático, que todos son copias o aspirantes a copias de Afganistán y de Irán? ¡Por Dios, no hay ni un solo país islámico que esté gobernado de forma democrática o, al menos, laica! ¡Incluso aquellos sojuzgados por una dictadura militar como Irak y Libia y Pakistán, incluso aquellos tiranizados por una monarquía absolutista como Arabia Saudí y Yemen, hasta aquellos regidos por una monarquía más razonable como Jordania o Marruecos, todos están bajo el yugo de una religión que regula cada momento y cada aspecto de sus vidas! Dígame, pues: ¿por qué estos olvidadizos o falsamente olvidadizos se irritan tanto con los sionistas de Israel? ¿Por qué, y en base a qué derecho, condenan a los sionistas con el sombrero negro y la barba y los tirabuzones à la Dame aux Camélias? ¡Ese derecho lo tengo yo que soy laica y que con sólo oír la palabra Estado Teocrático me estremezco! ¡No lo tienen los santurrones de la falsa izquierda, los explotadores y traidores de la palabra Progreso! Miradme a los ojos, cigarras de lujo y de no lujo: ¿adónde ha ido vuestro laicismo? ¿Adónde ha ido el Sol del Porvenir, la libertad, la justicia, la repulsa de la injerencia ejercitada por las autoridades eclesiásticas en la vida del ciudadano? La tolerancia religiosa, primer punto de todos los principios civiles, no anula el laicismo. Al contrario, es el laicismo que la garantiza. ¿Sí o no? Y con eso pasamos a Italia. Cosa que no gustará a muchos porque en Italia, o mejor en Europa, defender la propia cultura se ha convertido en un pecado mortal.