La quinta mujer (69 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La quinta mujer
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A eso siguió una descripción de lo que, para Wallander, fue lo más horroroso de todo. Hasta ese momento, trataba de entenderla sin permitir que prevalecieran sus sentimientos. Pero ya no fue posible. Ella contó con toda tranquilidad cómo desnudó a Gösta Runfeldt, cómo le ató y le hizo entrar en el viejo horno de amasar. Cuando ya no podía controlar sus necesidades, le quitó la ropa interior y le puso sobre un plástico.

Luego le llevó al bosque. Él no tenía ya fuerza ninguna, le ató a un árbol y luego le estranguló. Fue en ese momento cuando, a los ojos de Wallander, Yvonne Ander se convirtió en un monstruo. Daba igual que fuera hombre o mujer. Era un monstruo al que se alegraba de haber logrado detener antes de que tuviera tiempo de matar a Tore Grundén o a cualquier otro de la macabra lista que había confeccionado.

Ése fue también el único error que había cometido. No quemar la libreta en la que hacía sus borradores antes de pasarlos al cuaderno principal. Al registro, que no tenía en Ystad, sino en Vollsjö. Wallander no se lo había preguntado. Pero ella lo confesó de todas maneras. Era el único de sus actos que no podía entender.

Wallander pensó con posterioridad si eso no significaba que, en realidad, quería dejar un rastro. Que en lo más hondo de sí misma deseaba que la descubrieran y que le impidieran seguir matando.

Pero no estaba seguro. A veces pensaba que era así y otras, lo contrario. No consiguió nunca esclarecer este punto.

Sobre Eugen Blomberg no tenía mucho que decir. Ya había contado cómo barajaba unos trozos de papel entre los que había uno con una cruz. El azar decidía el que salía. Exactamente igual que el azar había matado a su madre.

Ésa fue una de las contadas ocasiones en las que él entró en su relato. Por lo general, la dejaba hablar libremente, se limitaba a hacerle preguntas de apoyo cuando ella no sabía cómo continuar. Pero entonces la interrumpió.

—Hacías, pues, lo mismo que los que mataron a tu madre. Dejabas que el azar eligiera a tus víctimas. La casualidad era la que mandaba.

—No se puede comparar —contestó ella—. Todos los nombres que yo tenía merecían la muerte. Con mis papeles, yo les daba tiempo. Prolongaba su vida.

Él no insistió porque vio que, de alguna manera oscura, ella tenía razón. Pensó, en contra de su voluntad, que estaba en posesión de una verdad insondable y completamente suya.

También pensó, al leer las anotaciones en limpio, que lo que tenía en las manos era, ciertamente, una confesión. Pero era también una narración, aunque muy incompleta aún. Era la narración que podría explicar el verdadero contenido de la confesión.

¿Llegó a conseguir su propósito? Wallander fue siempre muy parco al hablar de Yvonne Ander. Remitía a sus informes. Pero en ellos, como es natural, no estaba todo. La secretaria que los pasó a limpio se quejó a sus colegas de que resultaban a veces dificilísimos de leer. Pero lo que sí se deducía, lo que quedó como testamento de Yvonne Ander, fue el relato de una vida con experiencias terribles en la niñez. Wallander no podía dejar de pensar que la época que le había tocado vivir, casi la misma que la de Yvonne Ander, giraba en torno a una sola y decisiva cuestión: ¿qué es lo que estamos haciendo con nuestros hijos?

Ella contó que su madre había sufrido los malos tratos constantes del padrastro, el hombre que ocupó el lugar de su padre biológico que, a su vez, había empalidecido y desaparecido en su memoria como una fotografía borrosa e inexpresiva. Pero lo peor era que el padrastro había obligado a su madre a abortar. Ella no pudo disfrutar nunca de la hermana que su madre llevaba en su seno. No llegó a saber si era verdaderamente una hermana, tal vez fuera un hermano, pero para ella era una hermana abortada brutalmente, contra la voluntad de su madre, en su propia casa, una noche a principios de la década de los cincuenta. Recordaba aquella noche como un infierno de sangre. Y cuando estaba contándole justamente eso a Wallander, levantó la vista de la mesa y le miró derecho a los ojos. Su madre yacía encima de una sábana extendida sobre la mesa de la cocina, el médico que iba a practicar el aborto estaba borracho, el padrastro, encerrado en el sótano, probablemente borracho también, y a ella se le privó de su hermana y quedó marcada de forma indeleble para ver el futuro como unas tinieblas, con hombres amenazadores acechando en todas las esquinas, violencia agazapada detrás de cada sonrisa amable, de cada respiración.

Luego, puso barricadas a sus recuerdos en un espacio interior secreto. Estudió, se hizo enfermera, y tuvo siempre la vaga idea de que era obligación suya vengar un día a la hermana que no llegó a tener, a la madre que no pudo alumbrarla. Recogió historias de mujeres maltratadas, buscó mujeres muertas en campos de barro y en lagos de Småland, esbozó pautas, anotó nombres en un registro, jugó con sus papeles.

Y, después, asesinaron a su madre.

Ella se lo describió a Wallander casi poéticamente. «Como un lento maremoto», dijo. «No fue más que eso. Comprendí que había llegado el momento. Pasó un año. Planifiqué, perfeccioné el horario que me permitió sobrevivir todos aquellos años. Luego fui cavando una fosa por las noches».<

Luego fue cavando una fosa por las noches.

Exactamente esas palabras. «Luego fui cavando una fosa por las noches».al vez ésas eran las palabras que mejor resumían la experiencia de Wallander después de las muchas conversaciones con Yvonne Ander aquel otoño.

Pensó que era como un retrato de la época en que vivía.

¿Qué fosa estaba cavando él mismo?

Sólo quedó una pregunta sin respuesta. Por qué, de pronto, a mediados de los años ochenta, se había reciclado como jefa de tren. Wallander sabía que el horario era la liturgia que seguía, el manual de la regularidad. Pero no vio nunca motivo suficiente para profundizar en ello. Los trenes se convirtieron en su mundo propio. Tal vez el único, tal vez el último.

¿Se sentía culpable? Per keson se lo preguntó. Muchas veces. Lisa Holgersson, menos; sus colegas casi nunca. La única, aparte de Per keson, que insistió verdaderamente en saberlo, fue Ann-Britt Höglund. Wallander contestó la verdad: no lo sabía.

—Yvonne Ander es una persona que hace pensar en un muelle tenso —le contestó—. No sé expresarlo de otra manera. Si hay culpa. O si no la hay.

El 4 de diciembre, terminaron los interrogatorios. Wallander no tenía nada más que preguntar; Yvonne Ander, nada más que decir. El pliego de confesión estaba preparado. Wallander había llegado al fondo del largo descenso. Ahora podía dar un tirón a la cuerda invisible que llevaba en la cintura, y volver arriba. El examen psiquiátrico forense iba a empezar, los abogados, que olisqueaban sensacionalismo en torno al juicio contra Yvonne Ander, ya estaban preparándose y sólo Wallander adivinaba lo que iba a ocurrir.

Yvonne Ander volvería a callar. Con la decidida voluntad que sólo tiene el que sabe que no hay nada más que decir.

Cuando estaba a punto de irse, le preguntó dos cosas sobre las que aún no había obtenido respuesta. Una era un detalle que ya no tenía ninguna importancia y era más bien una expresión de su curiosidad.

—Cuando Katarina Taxell llamó a su madre desde la casa de Vollsjö se oían golpes. Nunca conseguimos descifrar de dónde procedía el ruido. Ella le miró sin entender. Luego su severa fisonomía se abrió en una sonrisa que fue la única que vio Wallander a lo largo de todas las conversaciones que mantuvieron.

—A un labrador se le estropeó el tractor en la finca de al lado. Estuvo golpeando con un martillo para soltar algo de la parte de abajo. ¿Es posible que se oyera por teléfono?

Wallander asintió con la cabeza.

Ya estaba pensando en su última pregunta.

—El caso es que me parece que nos hemos visto antes. En un tren.

Esta vez fue ella la que asintió.

—¿Al sur de Ålmhult? Te pregunté a qué hora llegaríamos a Malmö.

—Yo te reconocí. Por los periódicos. De este verano.

—¿Te diste cuenta ya entonces de que íbamos a detenerte?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Un policía de Ystad que se sube a un tren en Ålmhult. ¿Qué iba a hacer allí, sino seguir la pista de lo sucedido a la esposa de Gösta Runfeldt?

Ella sacudió la cabeza.

—No se me ocurrió. Pero debería haberlo pensado, claro.

Wallander no tenía nada más que preguntar. Ya sabía lo que quería saber. Se levantó, murmuró unas palabras de despedida y se fue. Por la tarde, Wallander pasó, como de costumbre, por el hospital. Ann-Britt Höglund estaba dormida cuando llegó. La tenían en la unidad de vigilancia después de someterse a la última operación. Todavía no había despertado, pero Wallander obtuvo la confirmación que buscaba hablando con un médico. Todo había ido bien. Dentro de medio año podría reincorporarse al trabajo.

Wallander salió del hospital poco después de las cinco. Ya había oscurecido, dos o tres grados bajo cero, no hacía viento. Condujo hasta el cementerio y fue hasta la tumba de su padre. Las flores, marchitas, se habían helado y estaban pegadas al suelo. No habían pasado ni tres meses desde que salieron de Roma. El viaje se le hizo muy presente allí, junto a la tumba. Se preguntó qué pensaba su padre en realidad cuando hizo su escapada nocturna a la Piazza de España, a las fuentes, con aquel brillo en los ojos.

Era como si Yvonne Ander y su padre hubieran estado cada uno en una orilla de un río haciéndose señas con la mano. A pesar de que no tenían nada en común. ¿O sí lo tenían? Wallander se preguntó qué tenía él mismo en común con Yvonne Ander. No hubo respuesta, naturalmente. Aquella tarde, junto a la tumba, en el oscuro cementerio, finalizó también la investigación. Todavía quedaban papeles que tendría que leer y que firmar. Pero no quedaba nada que investigar. El caso estaba resuelto, terminado. El examen psiquiátrico forense la declararía en posesión de sus cinco sentidos. Si conseguían que dijera algo. Luego, sería condenada y encerrada en la cárcel de Hinseberg. La investigación de lo ocurrido cuando murió su madre en Argelia, proseguiría. Pero eso no tenía nada que ver con su trabajo.

La noche del 5 de diciembre durmió muy mal. Al día siguiente decidió ir a ver una casa que estaba justo al norte de la ciudad. Además visitaría un criadero de perros en Siöbo donde tenían a la venta varios cachorros negros de labrador. El 7 de diciembre tenía que viajar a Estocolmo para contar, al día siguiente, su manera de entender el trabajo policial en unos cursos de la Academia de Policía. No sabía por qué había dicho que sí, de repente, cuando Lisa Holgersson volvió a pedirle que diera aquellas charlas. Y ahora, allí en la cama, sin poder dormir, preguntándose de qué coño iba a hablar, no entendía cómo logró convencerle.

Pero sobre todo pensó en Baiba aquella inquieta noche del 5 de diciembre. Se levantó varias veces a mirar por la ventana de la cocina el movimiento de la farola.

Justo a la vuelta de Roma, a finales de septiembre, acordaron que ella vendría, y además pronto, no más tarde de noviembre. Iban ya a decidir en serio si ella dejaría Riga para trasladarse a Suecia. Pero, de pronto, a ella le fue imposible venir, el viaje se aplazó, primero una vez, luego otra. Había siempre razones, razones excelentes incluso, para que no pudiera venir, no todavía. Wallander la creía, desde luego. Pero en algún lugar experimentaba una inseguridad. ¿Existía ya entre ellos, imperceptible, una grieta que no había visto? Y en ese caso, ¿por qué no la veía? ¿Porque no quería?

Ahora, en todo caso, iba a venir. Se encontrarían en Estocolmo el 8 de diciembre. Él iría directamente a esperarla al aeropuerto de Arlanda cuando saliera de la Academia. Por la noche estarían con Linda y al día siguiente bajarían a Escania. No sabía cuánto tiempo podía quedarse. Pero esta vez iban a hablar seriamente del futuro, no sólo de su próximo encuentro.

La del 5 de diciembre fue una larga y prolongada noche en vela. El tiempo era algo más templado. Pero los meteorólogos anunciaban nieve. Wallander peregrinaba como un alma en pena entre la cama y la ventana de la cocina y tomaba algunas notas en un intento vano de encontrar una forma de empezar lo que tenía que decir en Estocolmo. Al mismo tiempo, pensaba constantemente en Yvonne Ander y en su relato. Ella era lo más presente en su conciencia y tapaba incluso los recuerdos de Baiba.

En quien pensaba muy poco era en su padre. Quedaba ya muy lejos. Wallander había notado que a veces le resultaba difícil recordar todos los detalles de su arrugado rostro. Entonces se veía obligado a coger una fotografía y mirarla bien para que la imagen del recuerdo no desapareciera completamente. En el mes de noviembre fue a ver a Gertrud algunas noches. La casa de Löderup estaba muy vacía. El taller, frío y poco acogedor. Gertrud daba siempre una impresión de serenidad. Pero también de soledad. A él le parecía que se había reconciliado con la idea de que era un hombre mayor el que había muerto. Y que, además, había tenido una muerte preferible a irse apagando en una enfermedad que, poco a poco, le habría privado del juicio.

Tal vez durmiera unas horas de madrugada. Tal vez se pasara toda la noche en blanco. A las siete de la mañana, sin embargo, ya estaba vestido. A las siete y media fue a la comisaría en el coche, que renqueaba sospechosamente. Esa mañana estaba todo muy tranquilo. Martinsson se había acatarrado, Svedberg estaba, muy en contra de su voluntad, en misión de servicio en Malmö. El pasillo aparecía desierto. Se sentó en su despacho y leyó las notas, ya pasadas a limpio, de la última conversación con Yvonne Ander. En su mesa había también una copia del interrogatorio que Hansson hiciera a Tore Grundén, el hombre al que ella pensaba empujar a la vía del tren en la estación de Hässleholm. En su pasado existían los mismos ingredientes que en todos los demás nombres del macabro registro de la muerte. Tore Grundén, un empleado de banco, incluso estuvo en la cárcel por malos tratos a mujeres. Cuando Wallander leyó el papel de Hansson, notó que éste le había dejado muy claro, y muy intencionadamente, que había estado a punto de ser hecho pedazos por un tren en marcha.

Wallander observó que entre sus colegas había cierta comprensión respecto a lo que Yvonne Ander había hecho. Eso le resultaba sorprendente. Que hubiera esa comprensión. A pesar de haber disparado contra Ann-Britt Höglund. A pesar de haber atacado y matado a hombres. No acababa de entender por qué. Como norma, un grupo de policías estaba muy lejos de constituir un coro de partidarios de una mujer como Yvonne Ander. Se podría preguntar incluso si en el cuerpo de policía había una actitud especialmente favorable hacia las mujeres. Sobre todo, cuando carecían de la especial capacidad de resistencia que tanto Ann-Britt Höglund como Lisa Holgersson tenían.

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