La quinta mujer (15 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La quinta mujer
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Se despertó sobresaltado a las seis de la mañana. Había soñado algo. Que Holger Eriksson estaba vivo. Que estaba en la pasarela encima del foso. Justo cuando se rompía se despertó Wallander. Se obligó a saltar de la cama. Fuera había empezado a llover otra vez. En la cocina descubrió que se había acabado el café. En su lugar se tomó un par de aspirinas y se quedó un buen rato sentado con la cabeza apoyada en la mano.

A las siete y cuarto llegó al edificio de la policía. Camino de su despacho cogió una taza de café.

Al abrir la puerta descubrió algo que no había visto la noche anterior. En la silla junto a la ventana había un paquete. Sólo al verlo más de cerca se acordó del aviso de correos que había cogido en el piso de Gösta Runfeldt. Ebba, por tanto, se había ocupado de que alguien recogiera el paquete. Se quitó la chaqueta y empezó a abrirlo. Muy fugazmente pensó si en realidad tenía derecho a hacerlo. Rompió los papeles de la envoltura y contempló el contenido con la frente fruncida.

La puerta del despacho estaba abierta. Martinsson pasó por delante.

Wallander le llamó.

Martinsson se quedó de pie en el umbral.

—Pasa —dijo Wallander—. Pasa y mira esto.

9

Estaban inclinados sobre la caja de Gösta Runfeldt.

A Wallander le parecía que todo aquello eran cables, relés de conexiones y minúsculos cajetines negros cuyo uso era incapaz de determinar. Pero para Martinsson estaba claro qué era lo que Gösta Runfeldt había encargado y la policía, por el momento, había pagado.

—Esto es un equipo de escucha avanzado —afirmó cogiendo uno de los cajetines.

Wallander le miró incrédulo.

—¿De verdad se pueden comprar equipos electrónicos avanzados por medio de una empresa de venta por correo de Borås? —preguntó.

—Por correo te puedes comprar lo que te dé la gana —contestó Martinsson—. Los tiempos en que la venta por correo se dedicaba a productos de segunda ya han pasado. Puede ser que aún existan. Pero todo esto es de primera calidad. Si es del todo legal o no, tendremos que investigarlo, sin embargo. La importación de estas cosas está muy reglamentada.

Abrieron la caja sobre la mesa de Wallander. Vieron que allí no había sólo material para pinchar conversaciones. Para su auténtico asombro encontraron también un envoltorio que contenía un pincel magnético y limaduras de hierro. Eso tan sólo podía significar una cosa: Runfeldt tenía la intención de tomar huellas dactilares.

—¿Cómo hay que interpretar esto? —preguntó Wallander.

Martinsson movió la cabeza.

—Parece muy raro —dijo.

—¿Para qué quiere un vendedor de flores un equipo de escucha? ¿Se va a poner a espiar a comerciantes de tulipanes de la competencia?

—Lo de las huellas dactilares es todavía más raro.

Wallander frunció el entrecejo. No entendía nada en absoluto. El equipo era caro. Con toda seguridad, de alta calidad técnica. Wallander confiaba en el juicio de Martinsson. La empresa que había envíado la mercancía se llamaba Secur y daba una dirección en Getängsvägen, en Borås.

—Vamos a llamar para preguntar si Gösta Runfeldt ha comprado más cosas —dijo Wallander.

—Sospecho que no van a estar muy dispuestos a entregar datos de sus clientes —contestó Martinsson—. Además hoy es sábado.

—Reciben encargos por teléfono las veinticuatro horas del día —replicó Wallander señalando el albarán de encima de la caja.

—Será sólo un contestador automático —dijo Martinsson—. Yo he comprado herramientas de jardinería a una empresa de venta por correo de Borås. Sé cómo funciona. Allí no hay ninguna telefonista que atienda día y noche, si eso es lo que crees.

Wallander miraba uno de los pequeños micrófonos.

—¿Es posible que esto sea legal? Tienes toda la razón, hay que enterarse de eso.

—Creo que puedo saberlo ahora mismo —sentenció Martinsson—. Tengo unos resúmenes en mi despacho que tratan precisamente del asunto.

Desapareció por el pasillo y no tardó en regresar. Traía en la mano unos folletos.

—La sección de información de la Jefatura de Policía. Mucho de lo que publican está muy bien.

—Yo lo leo siempre que tengo tiempo. Pero a veces me pregunto si no publican demasiado.

—Aquí tenemos algo titulado «La escucha de teléfonos como medida coercitiva de procesamiento penal» —leyó Martinsson poniendo uno de los folletos en la mesa—. Pero tal vez no es eso lo que nos interesa más. Éste en cambio sí: «Informe sobre equipos de escucha».

Martinsson hojeó el folleto. Leyó en voz alta:

—Según la legislación sueca es ilegal tener, vender e introducir en el país equipos de escucha. Lo que lógicamente debe significar que también está prohibido fabricarlos.

—Eso significa que tenemos que decir a nuestros colegas de Borås que se ocupen de esa empresa de venta por correo —señaló Wallander—. Se dedican a la venta ilegal. Y a la importación ilegal.

—Las empresas de venta por correo son, generalmente, serias. Me temo que ésta es una manzana podrida de la que el propio ramo preferiría librarse.

—Ponte en contacto con Borås. Hazlo cuanto antes.

Pensó en la visita que hizo al piso de Gösta Runfeldt. No había visto ningún equipo técnico como éste cuando registró los cajones del escritorio y los armarios.

—Creo que debemos pedirle a Nyberg que mire esto. Por ahora nos conformaremos con eso. Pero me parece que resulta raro.

Martinsson estuvo de acuerdo. Tampoco él podía entender para qué necesitaba semejante equipo de escucha un amante de las orquídeas. Wallander devolvió el contenido a la caja.

—Me voy a Lödinge —declaró.

—Por cierto, he encontrado a un vendedor de coches que trabajó para Holger Eriksson más de veinte años. Voy a verle en Svarte dentro de media hora. Él, mejor que nadie, podrá darnos una imagen de Holger Eriksson.

Se separaron en la recepción. Wallander llevaba la caja electrónica de Runfeldt bajo el brazo. Se detuvo junto a Ebba.

—¿Qué dijo mi padre? —preguntó.

—Me encargó que te dijera que, por supuesto, llamases sólo si tenías tiempo.

A Wallander le asaltó la desconfianza inmediatamente.

—¿Parecía irónico?

Ebba le miró con seriedad.

—Tu padre es un hombre muy amable. Tiene un gran respeto por tu trabajo.

Wallander, que sabía que la verdad era muy otra, se limitó a mover la cabeza. Ebba señaló la caja.

—La he pagado con mi propio dinero. La policía ya no tiene una caja para estas emergencias.

—Dame a mí la cuenta. ¿Te basta si tienes el dinero el lunes?

Ebba dijo que sí. Wallander salió del edificio. Ya no llovía y el cielo empezaba a despejarse. Iba a hacer un hermoso y claro día de otoño. Wallander puso la caja en el asiento de atrás del coche y salió de Ystad. Con el sol, el paisaje resultaba menos deprimente. Por un momento llegó a sentirse también menos preocupado. El asesinato de Holger Eriksson se presentaba como una pesadilla. Pero tal vez tuviera, a pesar de todo, una explicación lógica. Que Gösta Runfeldt también hubiera desaparecido no tenía por qué significar que había ocurrido algo grave. Aun cuando Wallander no pudiera entender en absoluto por qué había encargado esos aparatos de escucha, ello podía tomarse paradójicamente como prueba de que Gösta Runfeldt estaba vivo. A Wallander le había rondado la idea de que Runfeldt se hubiera suicidado. Pero rechazó la ocurrencia. La alegría de la que había hablado Vanja Andersson difícilmente podía hacer prever una dramática desaparición seguida de suicidio. Wallander conducía por el luminoso paisaje de otoño y pensó que a veces cedía con demasiada facilidad a sus demonios interiores.

Torció junto al patio de Holger Eriksson y aparcó el automóvil. Un hombre que Wallander conocía como periodista del diario
Arbetet
, se le acercó. Wallander tenía la caja de Runfeldt bajo el brazo. Se saludaron. El periodista hizo un gesto hacia la caja.

—¿Llevas encima la solución?

—Nada de eso.

—Sinceramente, ¿cómo va este asunto?

—Habrá una conferencia de prensa el lunes. Antes de eso no tenemos mucho que decir.

—Pero lo atravesaron con tubos de acero afilados.

Wallander le miró sorprendido.

—¿Quién ha dicho eso?

—Uno de tus colegas.

A Wallander le resultaba difícil creer que pudiera ser verdad.

—Tiene que haber un malentendido. No eran tubos de acero.

—Pero lo atravesaron.

—Eso sí.

—Suena como una cámara de tortura excavada en un campo de Escania.

—Ésas no son mis palabras.

—¿Cuáles son tus palabras?

—Que habrá una conferencia de prensa el lunes.

El periodista meneó la cabeza.

—Algo tienes que poder darme.

—Estamos al principio de la investigación. Sabemos que se ha cometido un asesinato. Pero no tenemos ninguna pista.

—¿Nada?

—Por ahora, prefiero no decir nada más.

El periodista se contentó de mala gana. Wallander sabía que escribiría lo que había dicho. Era uno de los pocos periodistas que nunca tergiversaba las declaraciones de Wallander.

Entró en el patio de adoquines. A lo lejos se agitaba el trozo de plástico abandonado en el foso. Todavía estaba acordonado. Un policía se divisaba junto a la torre. Wallander pensó que seguramente podían retirar la vigilancia. Justo cuando llegaba a la casa, se abrió la puerta. Era Nyberg, con fundas de plástico en los zapatos.

—Te vi por la ventana —dijo.

Wallander notó inmediatamente que Nyberg estaba de buen humor. Era una buena señal ante el trabajo que les esperaba.

—Te traigo una caja —dijo Wallander al entrar—. Quiero que le eches un vistazo a esto.

—¿Tiene algo que ver con Holger Eriksson?

—No. Tiene que ver con Runfeldt. El de las flores.

Wallander puso la caja en la mesa escritorio. Nyberg apartó el solitario poema para hacer sitio y desempaquetó la caja.

Sus comentarios fueron idénticos a los de Martinsson. Era realmente un equipo de escucha. Y era un equipo avanzado. Nyberg se puso las gafas y buscó el sello de procedencia.

—Aquí pone Singapur —anunció—. Pero debe de estar construido en otro sitio completamente distinto.

—¿Dónde?

—En Estados Unidos o en Israel.

—¿Por qué pone entonces Singapur?

—Una buena parte de estas empresas constructoras tienen un perfil exterior que es el más bajo que imaginarse pueda. Son empresas que forman parte, de diversos modos, de la industria armamentista internacional. Y no se revelan entre sí ningún secreto sin necesidad. Los componentes técnicos se fabrican en diferentes sitios de todo el mundo. El montaje se hace en otro lugar. Y la marca de procedencia corre a cargo de un tercer país.

Wallander señaló el equipo:

—¿Qué se puede hacer con esto?

—Puedes hacer una escucha en un piso. O en un coche.

Wallander sacudió la cabeza con desaliento.

—Gösta Runfeldt es comerciante de flores. ¿Para qué quiere esto?

—Encuéntrale y pregúntale —contestó Nyberg.

Devolvieron el contenido a la caja. Nyberg se sonó. Wallander se dio cuenta de que seguía muy acatarrado.

—Intenta tener un poco de paciencia. Debes dormir un poco.

—Fue ese maldito lodo —dijo Nyberg—. Me pongo enfermo si me coge la lluvia. No me explico que tenga que ser tan difícil construir una protección móvil que funcione también en las condiciones meteorológicas de Escania.

—Escríbelo en nuestra revista —propuso Wallander.

—¿Y de dónde saco el tiempo?

La pregunta se quedó sin respuesta. Recorrieron la casa.

—No he encontrado nada de particular —declaró Nyberg—. En todo caso, no hasta ahora. Pero la casa está llena de rincones.

—Yo me quedo un rato. Tengo que ver lo que hay por aquí.

Nyberg volvió junto a sus técnicos. Wallander se sentó junto a la ventana. Un rayo de sol le calentó la mano. Todavía estaba moreno. Echó una mirada por la gran habitación. Pensó en el poema. En realidad, ¿quién escribe poemas sobre un pico mediano? Cogió el papel y volvió a leer lo que había escrito Holger Eriksson. Se dio cuenta de que había formulaciones hermosas. En cuanto al propio Wallander, posiblemente había escrito algo en los libros de poemas de las compañeras de clase cuando era joven. Pero nunca había leído poesía. Linda se quejaba de que nunca hubo libros en el hogar donde había crecido y Wallander no pudo contradecirla. Dejó vagar la mirada por las paredes. «Un comerciante de coches adinerado. De casi ochenta años. Que escribe poemas. Y tiene interés por los pájaros. Tanto, como para salir tarde por la noche a observar aves migratorias casi invisibles. O al amanecer».a mirada vagaba. El rayo de sol seguía calentando su mano izquierda. De repente se acordó de algo que figuraba en la denuncia de robo que habían sacado del archivo. «Según Eriksson, la puerta exterior había sido forzada mediante una ganzúa o algo semejante. Según Eriksson, no pudo constatarse, sin embargo, que hubiera desaparecido nada».ambién había algo más. Wallander buscó en su memoria. Luego se acordó de lo que era: «La caja fuerte estaba intacta». Se puso de pie y fue a ver a Nyberg, que estaba en uno de los dormitorios de la casa. Wallander se quedó en el umbral.

—¿Has visto una caja fuerte? —preguntó.

—No.

—Pues la hay —dijo Wallander—. Vamos a buscarla.

Nyberg estaba de rodillas junto a la cama. Cuando se levantó, Wallander observó que se había puesto rodilleras.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó Nyberg—. Debería haberlo descubierto yo.

—Sí —contestó Wallander—. Hay una caja fuerte.

Buscaron metódicamente por toda la casa. Tardaron media hora en encontrarla. Fue uno de los colaboradores de Nyberg el que la descubrió detrás de una puerta de horno que había en la cocina. Tenía una cerradura de combinación.

—Me parece que sé dónde está la combinación —dijo Nyberg—. Holger Eriksson debía de tener miedo, a pesar de todo, de que la memoria le fallara cuando se hiciera viejo.

Wallander siguió a Nyberg hasta la mesa escritorio. En uno de los cajones Nyberg había encontrado una cajita que tenía una línea de cifras en un papel. Cuando la probaron en la caja fuerte, se separaron las barreras. Nyberg se apartó y Wallander pudo abrirla.

Wallander miró dentro de la caja. Luego se llevó un susto. Retrocedió un poco y pisó a Nyberg.

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