Lucas oye la radio continuamente, hasta el día en que la música clásica sustituye a las informaciones.
Lucas mira por la ventana. En la plaza principal se sitúa un carro de combate del ejército extranjero.
Lucas sale de casa para comprar un paquete de cigarrillos. Todas las tiendas están cerradas. Lucas tiene que ir hasta la estación. Ve otros tanques por el camino. Los cañones de los tanques se vuelven en su dirección y le siguen. Las calles están desiertas, las ventanas cerradas, los postigos atrancados. Pero la estación y sus alrededores están llenos de soldados del país, de guardias de frontera, sin armas. Lucas se dirige a uno de ellos:
—¿Qué ocurre?
—No sé nada. Nos han desmovilizado. ¿Quería coger el tren? No hay tren para los civiles.
—No, no quería coger el tren. Sólo he venido a comprar cigarrillos. Las tiendas están cerradas.
El soldado le tiende un paquete de cigarrillos a Lucas:
—No puede entrar en el edificio de la estación. Tome este paquete y váyase a casa. Es peligroso andar por la calle.
Lucas vuelve. El niño está levantado y oyen juntos la radio.
Mucha música y algunos discursos breves:
—Hemos ganado la revolución. El pueblo ha conseguido la victoria. Nuestro gobierno ha pedido la ayuda de nuestro gran protector contra los enemigos del pueblo.
Y también:
—Permanezcan tranquilos. Toda reunión de más de dos personas está prohibida. La venta de alcohol está prohibida. Los restaurantes y cafés deben permanecer cerrados hasta nueva orden. Los desplazamientos individuales por tren o autocar están prohibidos. Respeten el toque de queda. No salgan después de anochecer.
Más música, más recomendaciones y amenazas:
—Se debe reiniciar el trabajo en las fábricas. Los obreros que no se presenten en su lugar de trabajo serán despedidos. Los saboteadores serán conducidos ante los tribunales de excepción. Se les aplicará la pena de muerte.
El niño dice:
—No entiendo nada. ¿Quién ha ganado la revolución? ¿Y por qué está todo prohibido? ¿Por qué son tan malos?
Lucas apaga la radio:
—No hay que oír más la radio. No sirve para nada.
Aún hay resistencia, algunos combates, huelgas. También hay arrestos, detenciones, desapariciones, ejecuciones. Presa del pánico, doscientos mil habitantes abandonan el país.
Algunos meses más tarde reinan de nuevo el silencio, la calma, el orden.
Lucas llama a casa de Peter:
—Ya sé que has vuelto. ¿Por qué te escondes de mí?
—No me escondo de ti. Sólo pensaba que ya no me querrías ver nunca más. Esperaba que dieras tú el primer paso.
Lucas se ríe.
—Pues ya está hecho. En resumen, todo está como antes. La revolución no ha servido para nada.
Peter dice:
—La historia juzgará.
Lucas vuelve a reír:
—Qué frase más grandilocuente. ¿Qué te ha pasado, Peter?
—No te rías. He atravesado una profunda crisis. Primero entregué mi dimisión en el partido, después me dejé convencer para volver a ocupar mi puesto en esta ciudad. Me gusta mucho. Ejerce un cierto poder sobre el alma. Cuando se ha vivido aquí, ya no se puede dejar de volver. Y también estás tú, Lucas.
—¿Es una declaración de amor?
—No. De amistad. Ya sé que no puedo esperar nada de ti. ¿Y Clara? ¿Ha vuelto?
—No, Clara no ha vuelto. Hay otras personas viviendo en su casa.
Peter dice:
—Ha habido treinta mil muertos en la capital. Incluso dispararon contra una manifestación en la que iban mujeres y niños. Si Clara participó en algo de eso...
—Ella, ciertamente, participó en todo lo que pasaba en la capital. Creo que ha ido a reunirse con Thomas, y así está bien. Ella no dejaba de hablar de Thomas. No pensaba más que en Thomas, no amaba más que a Thomas, estaba enferma de Thomas. De una forma u otra, habrá muerto de Thomas.
Después de un silencio, Peter dice:
—Muchas personas han atravesado la frontera durante este periodo turbulento en que no había vigilancia. ¿Por qué no has aprovechado para reunirte con tu hermano?
—No se me ha ocurrido ni por un solo instante. ¿Cómo iba a dejar solo al niño?
—Podrías habértelo llevado contigo.
—Uno no se embarca en una aventura semejante con un niño de esa edad.
—Uno se embarca en cualquier cosa en cualquier momento y con quien quiere, si quiere de verdad. El niño no es más que un pretexto.
Lucas baja la cabeza:
—El niño debe seguir aquí. Espera el regreso de su madre. No habría venido nunca conmigo.
Peter no responde; Lucas levanta la cabeza y mira a Peter:
—Tienes razón. No quiero ir a reunirme con Claus. Es él quien debe volver, porque él se fue.
—Alguien que no existe no puede volver.
—¡Claus existe y volverá!
Peter se acerca a Lucas y le aprieta el hombro:
—Cálmate. Debes contemplar la realidad por fin cara a cara. Ni tu hermano ni la madre del niño volverán, lo sabes muy bien.
Lucas murmura:
—Sí, Claus sí.
Cae hacía adelante desde el sillón y se hiere en la frente con el borde de la mesita baja, y queda tirado en la alfombra. Peter lo levanta hasta el sofá, moja un trapo y refresca el rostro de Lucas, empapado de sudor. Cuando Lucas vuelve en sí, Peter le hace beber y le tiende un cigarrillo encendido:
—Perdóname, Lucas. No volveremos a hablar de estas cosas.
Lucas pregunta:
—¿De qué estábamos hablando?
—¿Cómo que de qué?
Peter enciende otro cigarrillo:
—Pues de política, claro.
Lucas se ríe.
—Debía de ser bastante aburrido para que me durmiese en tu sofá.
—Sí, eso es, Lucas. La política siempre te ha aburrido, ¿verdad?
El niño tiene seis años y medio. El primer día de colegio Lucas quiere acompañarlo, pero el niño prefiere ir solo. Cuando vuelve, al mediodía, Lucas le pregunta si todo ha ido bien, y el niño dice que sí, que todo ha ido muy bien.
Los días siguientes, el niño dice que todo va bien en la escuela. Sin embargo, un día vuelve con una herida en la mejilla. Dice que se ha caído. Otro día lleva unas marcas rojas en la mano derecha. Al día siguiente, las uñas de esa mano se le ponen negras, a excepción de la del pulgar. El niño dice que se ha cogido sin querer los dedos en una puerta. Durante semanas se ve obligado a usar la mano izquierda para escribir.
Una tarde el niño vuelve con una brecha en el labio y la boca tumefacta. No puede comer. Lucas no le pregunta nada y vierte algo de leche en la boca del niño, y después pone encima de la mesa de la cocina un calcetín lleno de arena, una piedra puntiaguda y una navaja. Dice:
—Éstas eran nuestras armas cuando debíamos defendernos de los demás niños. Cógelas. Defiéndete.
El niño dice:
—Vosotros erais dos. Yo estoy solo.
—Aunque estés solo, hay que defenderse.
El niño mira los objetos que están encima de la mesa.
—No puedo. Nunca podría golpear a nadie ni herir a nadie.
—¿Por qué? Los demás te golpean y te hieren.
El niño mira a Lucas a los ojos.
—Las heridas físicas no tienen importancia cuando las recibo yo. Pero si tuviera que infligirle yo una a alguien, se convertiría en otro tipo de herida para mí, que no sé si podría soportar.
Lucas pregunta:
—¿Quieres que hable con tu maestro?
El niño dice:
—¡De ninguna manera! ¡Te lo prohíbo! ¡No hagas eso jamás, Lucas! ¿Acaso me quejo? ¿Te he pedido ayuda? ¿Te he pedido armas?
Quita de la mesa los objetos de defensa:
—Soy más fuerte que todos ellos. Más valiente y sobre todo más inteligente. Sólo eso cuenta.
Lucas echa la piedra y el calcetín lleno de arena en el cubo de basura. Cierra la navaja y se la guarda en el bolsillo:
—La llevo todavía encima, pero ya no la uso.
Cuando el niño está acostado, Lucas entra en su habitación y se sienta al borde de su cama:
—Ya no me volveré a meter en tus asuntos, Mathias. No te volveré a hacer preguntas. Cuando quieras dejar el colegio, me lo dirás, ¿verdad?
El niño dice:
—Nunca dejaré el colegio.
Lucas pregunta:
—Dime, Mathias, ¿a veces lloras por la noche cuando estás solo?
El niño dice:
—Estoy acostumbrado a estar solo. Yo no lloro nunca, ya lo sabes.
—Sí, lo sé. Pero tampoco te ríes nunca. Cuando eras pequeño te reías todo el tiempo.
—Eso debía de ser antes de la muerte de Yasmine.
—¿Qué dices, Mathias? Yasmine no está muerta.
—Sí. Está muerta. Lo sé desde hace mucho tiempo. Si no, ya habría vuelto.
Después de un silencio, Lucas dice:
—Aun después de la partida de Yasmine, tú seguías riendo, Mathias.
El niño mira al techo.
—Sí, quizá. Antes de que nos fuésemos de casa de la abuela. No tendríamos que habernos ido de casa de la abuela.
Lucas coge el rostro del niño entre sus manos:
—Quizá tengas razón. Quizá no habríamos debido pensar en dejar la casa de la abuela.
El niño cierra los ojos, Lucas le besa en la frente:
—Duerme bien, Mathias. Y cuando tengas demasiado dolor, demasiado pesar, y si no quieres contárselo a nadie, escríbelo. Eso te ayudará.
El niño dice:
—Ya lo he escrito. Lo he escrito todo. Todo lo que me ha pasado desde que vivimos aquí. Mis pesadillas, la escuela, todo. También tengo mi cuaderno grande, como tú. Tú tienes varios, yo sólo uno, todavía es delgado. Nunca te dejaré leerlo. Tú me has prohibido que lea los tuyos, y yo te prohíbo que leas el mío.
A las diez de la mañana entra en la librería un hombre anciano y barbudo. Lucas ya lo había visto. Es uno de sus mejores clientes. Lucas se levanta y pregunta, sonriendo:
—¿Qué desea, señor?
—Tengo todo lo que necesito, gracias. He venido a hablarle de Mathias. Soy su profesor. Le he enviado varias cartas para rogarle que viniese a verme.
Lucas dice:
—Yo no he recibido ninguna carta.
—Sin embargo, las ha firmado usted.
El profesor saca del bolsillo tres sobres y se los tiende a Lucas.
—¿No es ésta su firma?
Lucas examina las cartas:
—Sí y no. Es mi firma hábilmente imitada.
El profesor sonríe, volviendo a guardarse las cartas.
—Es lo que he acabado por pensar también. Mathias no quiere que hable con usted. También he decidido venir durante las horas de clase. He rogado a un alumno mayor que vigile la clase durante mi ausencia. Mi visita será un secreto entre nosotros, si usted lo desea.
Lucas dice:
—Sí, creo que sería lo mejor. Mathias me ha prohibido que hable con usted.
—Es un niño muy valiente, incluso orgulloso. También es, sin ningún género de dudas, el alumno más inteligente de la clase. A pesar de ello, el único consejo que puedo darle es que retire al niño del colegio. Yo firmaré los papeles necesarios para que lo haga.
Lucas dice:
—Mathias no quiere abandonar la escuela.
—¡Si supiera lo que tiene que aguantar! La crueldad de los niños sobrepasa todo lo comprensible. Las niñas se burlan de él. Le llaman «la araña», «el jorobado», «el bastardo». Se sienta en primera fila y nadie quiere sentarse a su lado. Los niños le pegan, le dan patadas, puñetazos. Su vecino de la derecha le cerró el pupitre encima de los dedos. Yo he intervenido muchas veces, pero eso no ha hecho más que enconar las cosas. Hasta su propia inteligencia se vuelve contra él. Los demás niños no soportan que Mathias lo sepa todo, que sea el mejor en todo. Sienten celos y le hacen la vida insoportable.
Lucas dice:
—Lo sé perfectamente, aunque él no habla jamás de ello.
—No, no se queja nunca. Ni siquiera llora. Tiene una fuerza de carácter enorme. Pero no puede soportar eternamente tantas humillaciones. Sáquelo del colegio y yo vendré todas las tardes a darle clase aquí, para mí será un auténtico placer trabajar con un niño tan dotado.
Lucas dice:
—Se lo agradezco mucho, señor, pero esto no depende de mí. Es Mathias quien insiste por encima de todo en asistir normalmente al colegio, como los demás niños. Para él, abandonar el colegio significaría reconocer su diferencia, su invalidez.
El profesor dice:
—Lo comprendo. Sin embargo él es diferente, y será necesario que lo acepte algún día.
Lucas se calla y el profesor da una vuelta observando los libros que hay en los estantes:
—Es un local muy espacioso. ¿Qué diría si instalásemos unas mesas con unas cuantas sillas e hiciéramos una sala de lectura para los niños? Yo podría aportar libros usados, que ya no sé dónde meter. Así, los niños cuyos padres no poseen ningún libro, y son muchos, créame, podrían venir aquí y leer en silencio durante una hora o dos.
Lucas mira al profesor:
—Usted cree que eso podría cambiar las relaciones entre Mathias y los demás niños, ¿verdad? Sí, vale la pena probarlo. Quizá sea buena idea, señor profesor.
Son las diez de la noche. Peter llama a casa de Lucas. Lucas le lanza la llave de la puerta de entrada por la ventana. Peter sube y entra en la habitación:
—¿No te molesto?
—En absoluto. Al contrario. Te he buscado, pero habías desaparecido. Incluso Mathias se ha inquietado por tu ausencia.
Peter dice:
—Qué amable. ¿Está durmiendo?
—Está en su habitación, pero no sé si duerme o si hace otra cosa. Se despierta a cualquier hora de la noche y se pone a leer, a escribir, a reflexionar y a estudiar.
—¿Puede oírnos?
—Puede si quiere, sí.
—En ese caso, prefiero que vengas a mi casa.
—De acuerdo.
En su casa, Peter abre las ventanas de todas las habitaciones y se deja caer en un sillón:
—Este calor es insoportable. Ponte algo de beber y siéntate. Llego de la estación, llevo todo el día de viaje. He tenido que cambiar de tren cuatro veces con unas esperas extraordinariamente largas entre las correspondencias.
Lucas sirve algo de beber:
—¿De dónde vienes?
—De mi ciudad natal. He sido convocado urgentemente por el juez de instrucción con relación a Victor. Estranguló a su hermana en una crisis de delirium tremens.
Lucas dice:
—Pobre Victor. ¿Le has visto?
—Sí, le he visto. Está en un hospital psiquiátrico.