—¿Tienes pruebas de lo que dices?
—No, claro que no. Pero en Roma, cuando sucede un caso de este tipo, siempre nos preguntamos a quién beneficia. Y es evidente que los más beneficiados con el asesinato de tu esposo fueron los persas. Ese pariente de Odenato no tenía la menor posibilidad de sucederlo en el trono; alguien lo utilizó para llevar a cabo el asesinato, y sólo pudo ser el rey de Persia.
—Cuando ordené que apresaran a Meonio estaba celebrando un banquete. ;No te parece una prueba concluyente?
—En Roma, cualquier abogado que hubiera defendido a Meonio ante pruebas tan endebles hubiera logrado su exculpación. Nuestro derecho nos garantiza la defensa en los tribunales de justicia. Tú no dejaste que se defendiera en un juicio y ordenaste su ejecución inmediata sin darle la oportunidad de hablar. Te precipitaste, pues con un interrogatorio inteligente hubieras obtenido datos de interés y tal vez tu decisión final hubiera sido diferente.
—No, estoy segura de que no me equivoqué. Meonio era culpable y pagó por ello.
—En Palmira sois muy expeditivos; en Roma no hacemos las cosas así.
—Sé muy bien cómo os las gastáis en Roma. Casi todos tus predecesores han sido asesinados ejerciendo el cargo de emperador y ha habido ocasiones en que no menos de una docena de generales se ha proclamado al unísono. Los romanos sois los menos apropiados para dar lecciones al respecto, augusto.
—Perdona, señora, no he pretendido molestarte. Sé que el recuerdo de tu esposo muerto no es agradable, te pido excusas por mi torpeza.
Aquel tipo, de aspecto rudo y poderoso, podía ser delicado y amable si se lo proponía, y aunque en el campo de batalla se mostraba como un implacable luchador, en los salones de los palacios era capaz de comportarse como el más elegante de los cortesanos.
—El tiempo es inusualmente bueno para esta época del año. Podemos seguir el rumbo, atravesar los estrechos y navegar por el Ponto hasta el delta del Danubio; si no nos detenemos y el tiempo sigue así, ganaremos un par de días al menos en este viaje —confirmó el almirante.
Ése era el plan trazado, pero Aureliano había recibido una inquietante noticia. Un mensajero llegado en un barco desde Atenas que había recorrido el Egeo en busca de su emperador le anunció que la tribu de los carpi, un pueblo semibárbaro asentado a orillas del Danubio, se había rebelado contra Roma y había atacado algunas guarniciones de la I Legión Itálica, una de las más prestigiosas del Imperio.
—Sigue rumbo al Ponto; nos aprovisionaremos en Bizancio en el menor tiempo posible, atravesaremos el Bósforo, navegaremos hasta las bocas del Danubio, lo remontaremos y caeremos sobre las espaldas de los carpi; no puedo presentarme en Roma con la frontera del norte en llamas y la Galia en rebeldía.
Cuando Zenobia fue informada de que iban a acelerar la marcha todo lo posible se inquietó. Protestó ante Aureliano y se quejó de que su hijo no mejoraba y de que la humedad del mar le había provocado un empeoramiento.
Uno de los médicos del emperador lo examinó y concluyó que el muchachito no tenía nada grave.
Pero aquella misma noche Vabalato tuvo un acceso de fiebre. Ardió empapado en sudor a pesar del frío. Zenobia lo abrigó con una manta de lana y le procuró calor con su propio cuerpo, pero el niño no dejaba de temblar y de sudar. Zenobia pidió de nuevo que trajeran al médico, que se presentó enseguida medio adormilado.
—Esta calentura es normal, señora; se trata de un simple enfriamiento que se le pasará en dos o tres días. Ten paciencia —le dijo.
—Hace varias semanas que presenta este aspecto.
—Es un muchacho fuerte, sanará.
A la mañana siguiente agonizaba.
La flota romana estaba a unas pocas millas de la embocadura del Helesponto, el estrecho que comunica el Egeo con el mar de Mármara. Justo a unas pocas millas del estrecho, Vabalato sufrió una subida de la fiebre y resultó afectado por convulsos temblores. A mediodía murió.
Zenobia no derramó una sola lágrima. Se limitó a mantener el cuerpo de su niño muerto junto a ella hasta que se enfrió y comenzó a ponerse rígido.
—La reina no quiere separarse del cadáver de su hijo, pero no podemos llevar con nosotros a un muerto. Galeno estimaba que muchas enfermedades se transmiten por inhalación; si ese sabio griego estaba en lo cierto, la enfermedad que ha matado a este muchacho podría extenderse a todos los que navegamos en esta trirreme —informó el médico al emperador.
—Hablaré con ella —resolvió Aureliano.
En la pequeña estancia de proa, Zenobia se mantenía aferrada al cuerpo de Vabalato, rígido y frío medio día después de que expirara.
Aureliano pidió permiso para entrar pero nadie respondió. Golpeó con sus nudillos la puerta del camarote de Zenobia pero no hubo respuesta alguna. Aguardó unos instantes y ante la persistencia del silencio abrió y se encontró a la reina recostada en la cama con el pequeño muerto entre sus brazos envuelto en una manta roja.
—Mi señora —habló el emperador—, tu hijo ha muerto. Nada puedes hacer ya por él. Debes permitir que su alma regrese al mundo de la luz. Estoy seguro de que Mitra lo recibirá con agrado.
Zenobia alzó los ojos y contempló a Aureliano, que procuraba mostrar su rostro más amable y conciliador.
—Mi hijo… —balbució.
—Está muerto y su cuerpo no puede seguir a bordo. Dice el médico que con esta humedad se descompondrá pronto y podría provocar graves enfermedades a los demás. Lo siento, debemos desprendernos de él. Déjame que lo coja.
Aureliano se acercó despacio y tomó el cuerpo muerto del muchachito con sus manos. Zenobia no se resistió y lo soltó.
—Mi hijo…
—Tendrá un funeral digno de un príncipe.
Sobre la cubierta de la trirreme imperial dos carpinteros construyeron una pequeña balsa en cuyo centro colocaron una pira de leña y sobre ella el cuerpecito de Vabalato envuelto en un sudario de lino blanco y en la manta de lana roja. Con ayuda de unas cuerdas, varios marineros bajaron la balsa hasta colocarla sobre las olas y la soltaron. Arqueros equipados con flechas incendiarias lanzaron las saetas sobre la balsa, que comenzó a arder con rapidez gracias a que habían embadurnado la pira con grasa y betún.
La trirreme se fue alejando hacia el norte, en busca de la embocadura del Helesponto, dejando atrás la balsa en llamas donde se consumía el cadáver del muchachito que un día fue proclamado augusto de Roma, faraón de Egipto y emperador de todo el Oriente, y cuyo rostro ilustraba algunas monedas de oro.
Zenobia no quiso mirar; se limitó a arrebujarse en su manto de cálida lana y a fijar sus ojos en las colinas que enmarcaban el estrecho. De aquel mundo con que tanto había soñado, de aquel efímero imperio que gobernó como regente de su hijo, de aquellos planes para convertir a Palmira en el centro del mundo ya no quedaba nada. Ahora se había convertido en una mujer sola en medio de una tormenta, y únicamente le quedaban los lejanos recuerdos de un pasado que parecía haber sido tan sólo un sueño.
Bizancio, orillas del Bósforo, principios de 273;
1026 de la fundación de Roma
La próspera ciudad de Bizancio había sido fundada muchos siglos atrás por colonos griegos de la ciudad de Megara. Rezaba una leyenda que el oráculo de Delfos, ante la consulta de los colonos sobre cuál sería el mejor emplazamiento para su nueva ciudad —pues estaban a punto de zarpar en busca de un lugar en el que establecerse—, auguró que la debían fundar «frente a la ciudad de los ciegos». Los de Megara no entendieron en principio el mensaje, pero navegaron por el Egeo siempre hacia el norte, atravesaron el Helesponto y cuando iban a salir del mar de Mármara divisaron una península en la orilla occidental del estrecho del Bósforo, justo enfrente de una colonia llamada Calcedonia. El caudillo de la expedición era Bizas, quien interpretó que «la ciudad de los ciegos» a la que había hecho alusión la sibila de Delfos no podía ser otra que Calcedonia, pues sus fundadores no se habían dado cuenta de que el mejor lugar para ubicar una ciudad en esa zona era precisamente la orilla que habían desechado. Bizas decidió fundar su nueva ciudad en esa península y la nueva ciudad se llamó Bizancio en reconocimiento a su agudeza.
Ubicada en la punta de una península, sobre siete colinas, como la propia Roma, desde su acrópolis se dominaba el paso del Bósforo, una larga y estrecha lengua de mar que unía el Ponto Euxino con el Mármara, punto estratégico fundamental en las rutas comerciales y militares porque allí confluían los caminos entre el norte y el sur y el este y el oeste de la mitad oriental del Imperio romano.
La flota imperial se fue acercando hacia el llamado Cuerno de Oro, un amplio estuario que por sus extraordinarias características se consideraba el mejor puerto de todo el Mediterráneo y el más seguro, pues estaba protegido de todos los vientos, no había corrientes marinas peligrosas y no le afectaban las mareas.
Decenas de barcos se alineaban en los malecones junto a los mercados de la ciudad, siempre rebosantes de mercancías procedentes de medio mundo.
—Fondearemos en Bizancio sólo el tiempo necesario para reponer suministros y seguir hacia el Danubio —anunció Aureliano a Zenobia, que había permanecido en silencio desde la muerte de su hijo.
—Tu éxito es tu condena.
—¿Qué significa eso?
—Que estás condenado a librar una guerra tras otra. Los romanos habéis construido un imperio sobre una única razón: la guerra. Y no os queda otro remedio que seguir eternamente en guerra si queréis mantenerlo. Y la historia demuestra que eso no puede ser. Si has leído a los grandes historiadores como Herodoto, habrás comprendido que todos los grandes imperios que en el mundo han sido han acabado descompuestos, y de algunos de ellos sólo quedan las ruinas de un pasado de esplendor o la memoria en los libros de historia.
—Recuerdo que cuando visité tu ciudad como embajador imperial alguno de tus cortesanos comentó algo parecido. Yo le respondí que Roma era eterna. Los romanos no somos como los asirios o como los egipcios, señora. El espíritu romano es el que nos hace fuertes. Hubo un tiempo en el que el temido Aníbal empujó a Roma hasta el mismo borde del abismo. En aquella extrema situación cualquier otro pueblo se hubiera rendido, pero Roma se resistió a ser vencida; a pesar de las derrotas, nuestros generales, nuestro Senado y nuestro pueblo juraron combatir hasta el final, hasta la última gota de sangre del último hombre romano. Pese al valor de Aníbal y a su audacia, ganamos aquella guerra y conseguimos alzarnos con la supremacía en el mundo. Desde entonces, y hace ya medio milenio de ello, Roma es la señora y dueña de este mundo. Los romanos solemos decir que es eterna porque cuando caiga Roma, todo caerá con ella.
—En eso os parecéis a los cristianos, que están convencidos de que un día, que ellos llaman el del Juicio Final, se producirá el fin del mundo…
—No tengo nada que ver con esos cristianos, y en cuanto a sus supercherías, no son otra cosa que falsos augurios para asustar a viejas, engatusar a esclavos y ganarse adeptos entre los más débiles de espíritu —asentó el emperador.
—A veces, ciertos augurios se cumplen; cuando te dirigías hacia Palmira con tus legiones se comentaba que a lo largo de tu vida hubo varios augurios que anunciaban que ibas a ser emperador.
—Sí, algo de eso he oído —ironizó Aureliano.
—Me gustaría saber si es cierto cuanto se decía sobre esos presagios y si se han cumplido.
—¿A cuáles te refieres?
—A la serpiente que se enroscaba en la palangana donde te lavaba tu madre cuando eras un niño y a la que nadie podía dar muerte.
—Si ocurrió así yo era demasiado pequeño; comprenderás que no lo recuerde. Pero sí, mi madre me dijo alguna vez que una serpiente inofensiva solía aparecer en el cuarto donde yo dormía y que acudía a esa palangana para beber su agua. En varias ocasiones los criados de mi madre intentaron matarla, pero siempre se escapaba y volvía una y otra vez; imagino que lo que buscaba era el agua caliente que allí colocaba mi madre para bañarme.
—También dicen que de niño vestías un manto púrpura, el color reservado a los emperadores de Roma.
—Sí, eso es cierto. Lo recuerdo bien. Era un manto de lana de muy buena factura y gran calidad. Fue un regalo de un emperador, creo que de Filipo, a mi madre. Se lo entregó en una ocasión en la que visitó el templo del Sol en el que ella era sacerdotisa. Se trataba de un manto pequeño, sólo útil para un niño, y mi madre me lo entregó para que me cubriera con él en invierno.
—¿Y el episodio del águila?
—Nunca he llegado a saber si aquello fue cierto. Se llegó a decir que a las pocas semanas de mi nacimiento, y estando fajado en mi cuna, una águila me cogió entre sus garras y, sin hacerme el menor daño, me depositó sobre el altar de un templo dedicado al dios Júpiter. Pero este episodio lo he escuchado siendo emperador y no antes de mi proclamación. Algunos de los que merodean alrededor de los poderosos sólo están pendientes de halagar nuestros oídos; son ésos los que han interpretado que esa águila era el mismísimo Júpiter.
—Los dioses domésticos tampoco dejaron de manifestar sus deseos de que fueras tú el futuro emperador, según he escuchado.
—Sí; cuando ya era general en mis establos nació en una ocasión un novillo completamente blanco a excepción de una mancha de color púrpura sobre la testuz en la que algunos creyeron leer la palabra «Ave». Bueno…
—Me refería a las rosas de oro —comentó Zenobia.
—Aquello no fue del todo como se cuenta. Es verdad que una primavera, siendo general de caballería de la III Legión, en el jardín de mi casa brotaron unas rosas cuyos pétalos eran de un color similar al púrpura, pero te aseguro que no eran de oro, como algunos han dicho.
—¿Y la pátera que te regaló el rey Sapor de Persia? Ese regalo es el que los persas reservan para los que consideran sus iguales, y tú sólo eras un tribuno delegado de Roma ante los sasánidas.
—Fue un gesto de Sapor para mostrar que no reconocía a Galieno como emperador de Roma. Todavía la conservo. Tiene un sol grabado en el centro, y hace tiempo que sólo rezo al Sol, es el único dios en el que creo. También me regalaron un elefante. Se dice en Roma que soy el único ciudadano romano propietario de uno, lo que se explicó como una señal más de que yo era el elegido para la púrpura. En realidad se trataba de una vieja hembra que tenía dificultades para caminar; ni siquiera valía para los juegos del circo, de modo que tuve que sacrificarla. ¿Y tú?, ¿también estuviste rodeada de señales antes de convertirte en reina de Palmira y de Egipto?