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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (55 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Giorgios fue el encargado de comunicarle a Pablo de Samosata la sentencia; la reina Zenobia no quería volver a ver al responsable de uno de sus problemas.

—Te avisamos varias veces de que esto podría ocurrir, Palilo. La reina te ordenó que evitaras causar cualquier tipo de alteraciones, y no lo has hecho. Te has obcecado en imponer lus ideas al resto de la comunidad de cristianos y has desencadenado un grave conflicto en el peor momento para Palmira, justo cuando más necesitamos la unión de todos los habitantes de esta ciudad para afrontar la amenaza que se nos viene encima desde Roma.

—Yo sólo he pretendido que triunfe la causa justa, la verdad que nos enseñó Jesucristo, no las patrañas que han inventado esos herejes trinitarios.

—Pues te has equivocado de estrategia. No has dejado otra opción que expulsarte de aquí; y da gracias porque no te haya encarcelado. Si de mí dependiera, tus huesos se pudrirían en ima mazmorra por mucho tiempo.

—Esos malditos herejes no han respetado mi dignidad de patriarca; no han dejado de insultarme y de acosarme —protestó Pablo.

—Debiste comportarte de otro modo; la reina no tenía otra alternativa ante la sentencia condenatoria del tribunal que expulsarte de Palmira —le anunció Giorgios.

—Quiero verla, ella lo entenderá —suplicó.

—Olvídate de eso. No quiere volver a verte. Tienes suerte de que te deje marchar con vida, pues lo que hiciste suele castigarse con la lapidación, de modo que agradécele su conmiseración y aléjate cuanto antes y lo más lejos que puedas de aquí; no vuelvas a poner los pies en esta ciudad, porque si lo haces, perderás la cabeza.

—Intercede por mí, general. Tú sabes que tengo razón, que los trinitarios son heréticos, que…

—Me importan muy poco vuestras discrepancias teológicas. Yo estoy al servicio de Palmira y de Zenobia y te aseguro que, si vuelvo a verte por aquí, tu pellejo no tardará mucho tiempo en confundirse con las arenas del desierto.

—¿Crees que he sido justa con Pablo de Samosata?

Zenobia acababa de hacer el amor con Giorgios, al cual se mantenía abrazada en el lecho bajo una cálida manta de suave lana. Aquella noche, la última del año romano, hacía frío, aunque el agua de las charcas no había llegado a helarse.

—Sí, lo has sido. Ese Pablo no era sino una constante fuente de problemas. Tipos como él no saben hacer otra cosa que complicar todo aquello en lo que se meten. El exilio ha sido la mejor solución a este caso —respondió el ateniense.

—Los cristianos andan muy alterados y cada día se muestran más hostiles a cuanto no esté conforme a sus creencias. En Roma y en otras grandes ciudades del Imperio se están negando a participar en las grandes ceremonias públicas y muchos condenan el culto al emperador, lo que les ha causado no pocos conflictos. Y pese a ello, y a que algunos han sido duramente represaliados, su número no cesa de crecer. Si es cierto lo que me han informado, ya son mayoría entre los legionarios que integran la III Legión Augusta, destinada en África; incluso algunos generales han mostrado en público su condición de cristianos y han hecho alarde de ello.

—Es verdad que su número crece rápido. Lo he podido comprobar en Damasco y en Alejandría, pero la mayor parte de sus integrantes procede de la gente más pobre de esas ciudades. Los esclavos reciben con gusto el bautismo porque su hombre-dios les aseguró que en la otra vida, en su paraíso, alcanzarán la libertad y la riqueza, y los pobres porque los cristianos más ricos los convencen con limosnas y con la promesa de que, si se convierten según su rito iniciático, algún día heredarán la tierra y sus frutos.

—Sus sacerdotes les prometen la liberación de la pobreza y de la esclavitud… en la otra vida, sí, pero tantas conversiones tal vez tengan algo que ver con la veracidad de su dios —supuso Zenobia—. Pero también son cristianos algunos ricos senadores de Roma y no pocos miembros del orden ecuestre.

—Supongo que en esos casos se trata de una moda pasajera o de una excentricidad a la que tan aficionados son algunos aburridos ricachones. En el fondo, su dios no es tan diferente al resto de los dioses. También se enfada con sus fieles y los premia o castiga según se porten con él.

—Asegura el filósofo Plotino que Platón y Aristóteles, tus ilustres conciudadanos, creían en un único dios, aunque no lo expresaron abiertamente en sus obras ni en sus enseñanzas para no ser condenados por ir en contra de las creencias de los dioses de Grecia. Yo misma he leído en uno de los
Diálogos
de Platón que ese dios único, al que nombra como el Uno, es quien ha engendrado el espíritu de los hombres, y Aristóteles creía que ese único dios era el que insuflaba el alma en la malcría. Quizá sea ese dios el mismo al que ellos adoran.

—Atenas ha sido una ciudad de sabios, pero, a veces, los hombres sabios también se equivocan. En mi juventud allí asistí a lecciones de filosofia en una de las escuelas en la que se debatía constantemente sobre estas cuestiones, citando siempre como referencia a Platón y a Aristóteles, para continuar sus observaciones sobre la naturaleza de las cosas. Y en algunas tesis la opinión de los dos sabios era diferente, y aun contraria; por tanto, y siguiendo el razonamiento de ambos, uno de los dos estaba equivocado.

—¡Vaya!, siempre habías dicho que no entendías de filosofía y que sólo eras un soldado.

—Todos los atenienses nos hemos encontrado alguna vez con la filosofía, es inevitable. Aunque se han cerrado algunas y ya no son tan numerosas ni están tan frecuentadas como antaño, en mi ciudad todavía siguen existiendo varias escuelas a imitación de la Academia de Platón o del Liceo de Aristóteles, donde se puede aprender la ciencia de los antiguos; aún se conmemora todos los años con gran solemnidad una fiesta dedicada a Platón, en la que durante tres días se leen en público sus discursos y se celebran competiciones de oratoria y de retórica.

»Hasta los romanos han intentado imitar al gran Platón. ¿Sabes que el emperador Galieno pretendió reconstruir una villa abandonada en la región de Campania para fundar allí una ciudad para los filósofos?

—Sí, me lo ha contado Longino; la habrían llamado Platonópolis, en honor a Platón, y en ella imperarían las leyes que el filósofo ateniense planteó en su tratado sobre
La República. Pero ese proyecto no se llegó a ejecutar y la ciudad de los filósofos jamás se construyó.

—¿Sabes? Nunca llegarán a entenderse —afirmó Giorgios.

—¿A quiénes te refieres? —quiso saber Zenobia.

—A los cristianos y a los filósofos, claro. Esos dos grupos de gente contemplan el mundo con ojos muy diferentes. Los cristianos jamás aceptarán que su religión sea tratada como una más y los filósofos no consentirán que se imponga la fe ciega de los acólitos de Jesucristo sobre la razón de sus conciencias y la lógica de sus deducciones. No existe acuerdo posible: la razón y la fe son irreconciliables, y llegará un momento en el que el mundo tendrá que optar por una de las dos.

—Ahora no pareces un soldado, y tampoco hablas como un soldado —dijo Zenobia.

—Entre tus brazos sólo soy un pobre enamorado que cuando está contigo suplica en vano a los dioses que no pase el tiempo para que nunca llegue el momento de tener que dejarte.

Giorgios apretó a Zenobia contra su pecho y la besó. Los ojos negros de su amada brillaban en la penumbra de la habitación y sus pupilas emitían destellos dorados, reflejos de las tenues brasas que se consumían en dos pebeteros.

A la mañana siguiente Giorgios debía partir hacia Persia para convencer a los sasánidas de la conveniencia de firmar un tratado de alianza y de colaboración militar contra Roma.

Pero, hasta entonces, toda la belleza del mundo estaba en sus manos.

CAPÍTULO XXX

Ctesifonte, en Mesopotamia, principios de 271;

1024 de la fundación de Roma

El amplio valle del Éufrates se extendía hacia el sur como una interminable cinta esmeralda surcando un paisaje ocre y gris. El general Giorgios había salido de Palmira diez días atrás y había embarcado en el pan talán de la ciudadela de Dura Europos en un bote que navegaba río abajo a través de la región de Mesopotamia, la tierra más fértil del mundo.

La embajada palmirena, encabezada por Giorgios, desembarcó en el muelle de piedra de un pequeño poblado unas treinta millas aguas arriba de Babilonia. El general pagó el peaje al barquero judío y ordenó a sus hombres que desembarcaran los caballos.

Giorgios portaba un salvoconducto emitido por la reina Zenobia y lo acompañaban en su embajada seis soldados, dos secretarios y una docena de criados y sirvientes.

Era la tercera vez que descendía el gran río; las dos primeras lo había hecho encabezando el ejército de Palmira al lado de Odenato, dispuesto a conquistar Ctesifonte para entregarla al emperador. Ahora lo hacía en busca de una alianza militar que aunara a persas y palmirenos para la defensa mutua contra los romanos.

Mientras atravesaba a caballo la zona de tierra de Mesopotamia en la que los cauces del Tigris y el Eufrates más se aproximan, Giorgios reflexionaba sobre lo fútil de la vida; hacía apenas cuatro años se había plantado ante las inmensas murallas ocres de la capital de los persas persiguiendo a Sapor en defensa de las fronteras de Roma y ahora volvía a hacerlo para demandar ayuda de ese mismo soberano al que había considerado su mayor enemigo.

Tras dos días de marcha alcanzaron a vislumbrar las murallas de Ctesifonte. La vista de aquellos muros le pareció ahora bien distinta.

Una patrulla de la caballería sasánida salió al encuentro de los embajadores palmirenos. En la capital se sabía que Giorgios estaba en camino; desde que embarcara cerca de Dura, los persas habían controlado los movimientos del general y de sus acompañantes mediante señales de humo.

—Sed bienvenidos al imperio del rey de reyes. Mi nombre es Ardavan, capitán del trigésimo regimiento de catafractas de la guardia imperial. Tengo la misión de escoltaros hasta Ctesifonte —les dijo el jinete que encabezaba la patrulla en un perfecto arameo, aunque con un marcado acento oriental.

—Yo soy Giorgios, embajador de Palmira y delegado de la reina Zenobia en misión de paz y amistad.

—Mi rey me ordena que te escolte. Han preparado una cómoda residencia para que descanses del viaje y aguardes el momento de la audiencia real con tus compañeros.

—¿Cuándo me recibirá? —demandó Giorgios.

—La etiqueta que se aplica en el palacio real es tremendamente estricta y meticulosa; deberás aguardar una semana al menos.

—¡Una semana…! Demasiado tiempo; el mensaje que traigo es muy urgente.

—Lo siento, embajador, pero es el tiempo mínimo de espera que se requiere para una visita al rey de reyes —aclaró Ardavan—. Claro que, entre tanto, te entrevistarás con el señor Kartir, el consejero real. Me ha encargado que te comunique que te espera pasado mañana en su palacio de gobierno.

—Allí estaré.

Atravesaron los fosos y los canales que rodeaban Ctesifonte, los mismos que habían hecho imposible su conquista, y entraron en la ciudad por la puerta del Este. Dos enormes batientes compuestos por varios troncos del tamaño de una columna mediana, trabados al interior por cuerdas tan gruesas como el brazo de un hombre robusto y chapeados con gruesas placas de hierro y clavos de bronce en la cara exterior se enmarcaban entre dos torreones de piedra de al menos cien pies de alto unidos por un puente almenado desde el cual podía alcanzarse a cualquier asaltante que intentara acercarse con intenciones hostiles.

Ya dentro de los muros, Ctesifonte le pareció más grande que Palmira pero menos hermosa. El espacio protegido por las murallas, los fosos, las trincheras y los canales era enorme; un hombre a pie tardaría al menos medio día en recorrer todo el perímetro defensivo, calculó Giorgios. En el interior de las murallas se agrupaban barrios de casas miserables, poco más que cabañas de paredes de barro y techumbre de paja y hojas de palmera secas, donde se hacinaban miles de campesinos, sirvientes y trabajadores de los talleres de metal, madera, cerámica y textiles. Conforme se acercaba al centro de la ciudad, el aspecto de los edificios iba cambiando: las casas eran cada vez más grandes y lujosas, construidas con enormes bloques de piedra, muchas de ellas con fachadas decoradas con frisos de cerámica esmaltada y relieves de piedra tallados con escenas de toros, caballos y aves diversas.

Las calles estaban atestadas de gentes procedentes de todas las provincias del enorme Imperio de los sasánidas, que hablaban en decenas de lenguas, se movían como hormigas en busca de semillas y gesticulaban como almas poseídas por un genio maléfico.

Por todas partes había tiendas abiertas en la planta baja de los edificios y puestos de venta de todo tipo de mercancías, improvisados en medio de las calles y plazas, levantados con cuatro postes, unos tablones y un toldo.

Entre los barrios ricos y los más pobres se extendían huertos de frutales, palmeras datileras y jardines plagados de arbustos olorosos y plantas aromáticas.

—Los mejores dátiles del mundo. —Ardavan señaló orgulloso los palmerales.

—En Damasco dicen lo mismo de los suyos, pero he probado ambos y tienes razón: éstos son más jugosos —reconoció Giorgios para agrado de su anfitrión.

Tras recorrer media ciudad llegaron ante unas tapias de barro gris recién levantadas que unos operarios estaban forrando con azulejos de cerámica barnizados en color azul y amarillo.

—Hemos llegado. Esta será tu residencia mientras permanezcas en Ctesifonte. Es uno de los palacios del consejero Kartir, el sumo sacerdote y consejero real, que te desea que te sientas aquí como en tu propia casa. Antes perteneció a un mercader de esclavos que se hizo inmensamente rico castrando muchachitos que luego vendía para que sirvieran en el gineceo del palacio real. Educaban a sus emasculados para convertirlos en los mejores eunucos, pero con uno de ellos se cometió un tremendo error. Según parece, le amputaron los testículos, pero le dejaron el pene intacto. El muchacho fue vendido al rey, que lo destinó a su harén. Una vez adulto, su miembro se le empinaba como una palmera en presencia de las concubinas reales y durante algún tiempo satisfizo a muchas de ellas, hasta que fue descubierto y denunciado. El rico mercader, acusado de fraude, fue condenado y despellejado vivo; salaron su cuerpo, todavía palpitante y sanguinolento, y le clavaron en el ano una estaca de madera del tamaño del brazo de un hombre adulto. El rey se quedó con este palacio para satisfacer los daños que se le habían causado y luego lo regaló a su consejero principal.

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