Era lógico, su cabaña era la más cercana, pero Cam no confiaba en que Price no intentara aprovecharse de la situación y la manejara en su interés. Estaba claro que Manny había avisado a Sawyer y Cam por voluntad propia más que por indicación de alguien. Tal vez aún estarían dormidos si el chico no hubiera tenido que mudarse de su cabaña tras discutir con sus compañeros de cama durante todo el invierno. No era la primera vez que Cam se alegraba de tener un espía en el campamento de Price.
Siguió a los demás hacia la puerta baja de la cabaña.
—¿Quieres entrar con todos? —gruñó Sawyer.
—No. Ese tipo va a dormir una eternidad.
Sawyer hizo una señal con la cabeza y a Cam le volvió a llamar la atención lo mucho que se parecía la cabeza de su amigo a una bala. Incluso Manny tenía más barba ahora que Sawyer se había obsesionado con afeitarse. Se hacía muescas en las largas mejillas con viejas navajas romas y un cuchillo afilado en una piedra de granito y tiraba el pelo que se le caía de forma prematura en un papel de lija negro, por ser material inerte donde los nanos supuestamente no podían vivir. Cam pensó que era un comportamiento muy fatalista para alguien que sabía tanto sobre la manera en que los nanos se introducían en el cuerpo.
Intentó sonreír.
—Vamos a calentarnos, ¿de acuerdo?
Sawyer lo miró, tal vez enfadado, luego miró a izquierda y derecha para ver si lo había oído alguien más.
Cam no intentó seguirle el paso a Sawyer a través del frío paisaje lunar que se extendía entre las cabañas. Era una manera tonta de romperse un tobillo.
De todos modos, nada de lo que dijera cambiaría la situación.
Sawyer se detuvo en la puerta. Miró al cielo, y Cam descubrió el punto pálido de un satélite que cruzaba el mar de estrellas. Apartó la mirada.
Las paredes de la cabaña estaban hechas de trozos, como un fuerte infantil. Sólo disponían de martillos y dos motosierras del servicio forestal para trabajar. Aun así, la cabaña había resistido el peso de la nieve y la fuerza del viento. La cubierta elevada que habían diseñado para el techo funcionaba bien, alimentaba el fuego al tiempo que permitía expulsar una parte del humo. Cam estuvo contemplando su hazaña con mucho orgullo durante toda una semana, hasta que la claustrofobia minó aquella agradable sensación.
Algunas voces protestaron cuando él y Sawyer irrumpieron en la hedionda penumbra. De apenas seis metros por tres de largo, la mayor parte del espacio estaba ocupado por cuatro camas amplias: bastidores de madera suavizados con mantas. Encajados en la zona restante había dos agujeros en el suelo que se utilizaban para almacenar comida, una lumbre protegida por piedras, un montón de leña, un orinal, recipientes de agua, mochilas, trampas de cartón a medio construir y otras herramientas... y ocho personas más sin lavar.
Erin estaba despierta y murmuraba.
—Me estoy congelando. —Sawyer se acercó al fuego y se la dejó a Cam.
Él se deleitó con la distracción que suponía aquello.
Disfrutaron de su pestilente calor corporal, moviéndose despacio para mantenerse cubiertos por las finas colchas mugrientas. Se rozaron hasta alcanzar un frenesí ya conocido. Ella primero. Él con los dedos rugosos. Erin levantó el trasero de la dura cama al mover la pelvis hacia arriba, arriba. Luego ella se lo bebió, anhelaba cualquier sustancia que sirviera de alimento. Erin le dejó cogerla de las orejas y empujar.
Eran más listos que la mayoría respecto al embarazo. Sólo utilizaban manos y bocas. Siempre manos y bocas, excepto ocho veces, cuando Sawyer encontró media caja de preservativos en un armario de esquíes. Todavía soñaban con aquellos coitos, tres cabezas juntas, ansiosas, añorantes, Erin tumbada entre los dos, dúctil y flexible.
Sí, a veces hubo seis manos juntas. Pocas veces, seis manos y nada más. Era su única vía de escape. El padre de Cam no le habría hablado durante años de haberlo sabido, pero estaba muerto. El mundo estaba muerto. ¿Por qué iba a importarle a nadie ahora?
Aquellos vientos de las tormentas de nieve les habían obligado a estar dentro durante una eternidad. Sin embargo, algunos de sus compañeros de cabaña no apartaban la vista, los imbéciles incapaces de buscarse una compañía sexual. Los celos alimentaron rumores malintencionados pese a todo lo que Cam y Sawyer habían hecho por ellos...
—Me estás haciendo daño —dijo Erin. Y sonrió.
En otra época, Erin D. Shifflet-Coombs debía de haber sido preciosa. Tenía unos ojos muy anglos, como dos joyas, como dos zafiros, y Cam soñaba a menudo con el aspecto que debió tener su trasero y sus muslos con pantalones cortos de tenis, faldas caras o un chándal con leves arrugas. Si hubieran ido a comer a casa de los padres de Cam, su padre se habría inflado como un pavo real y le habría insistido toda la noche con fuertes codazos viriles para que le contara los detalles.
Arturo Najarro había llamado a sus hijos Charlie —no Carlos—, Tony, Cameron y Greg. Los chicos eran estadounidenses de sexta generación y la madre sólo sabía decir en español poco más que «más cerveza».
Erin era universitaria, de tercer año, especializada en comunicación empresarial en la Universidad de California, Da— vis, y había ido a practicar un poco de
snowboard
entre semana con cinco amigos. Ahora se negaba a cortarse el pelo, obcecada en que la ayudaba a mantener el calor, y tenía el rostro siempre perdido en una maraña arenosa y rubia. Probablemente el hecho de dormir junto a aquella melena había sido la causa del nuevo hábito de Sawyer de afeitarse.
No cabía duda de que el cambio de aspecto de Erin había afectado a su estado de ánimo. El perfil de la mandíbula era un rastro de antiguas ampollas, tenía los muslos escuálidos, anoréxicos. Lo peor era la sonrisa, que siempre aparecía en el momento equivocado.
Como había ocurrido durante el desayuno.
—Pero ¿por qué?
Cam la había llevado a su barranco favorito, su preferido, porque nunca iba nadie. No pudieron soportar la imagen: la ciudad enclavada junto al río, allí abajo, a lo lejos, se parecía demasiado a su pasado, una cuadrícula de ángulos rectos y color en medio de un paisaje de bosque sombrío, formaciones de lava negra y granito gris. Por lo general comían con Sawyer, pero la noche anterior no lo habían visto irse a dormir y cuando despertaron no estaba.
—Si no tiene un antídoto —dijo ella—, ¿por qué dejó su campamento? —Se le torció la comisura de los labios—. ¿Crees que lo han expulsado?
Cam meneó la cabeza.
—No habrían utilizado toda esa madera para encender tantos fuegos.
Cuatro cuervos volaban en círculo a menos de un kilómetro al sur, siguiendo una corriente de aire caliente. Cam los observó para ver si se adentraban en el valle o se acercaban a su cima, aunque no tenían mucha carne. El último que habían capturado tenía sarna y estaba cambiando el plumaje. Sin duda los enjambres de insectos los atraían con frecuencia por debajo de los tres mil metros.
Lo que había sobrevivido del ecosistema estaba muy maltrecho, sólo quedaban lagartijas, serpientes, ranas y peces para mantener a raya la creciente población de insectos. En su último viaje por debajo de la barrera, Cam había atisbado lo que parecían bancos de niebla tóxica en la parte baja del valle. Bichos. Hasta entonces la altura había mantenido alejadas las especies que picaban, excepto a las pulgas, y hasta poco antes el frío invernal protegía a los equipos de búsqueda de comida que bajaban al valle. Ya no.
Aquel día no soplaba el viento y el sol matutino caía con fuerza suficiente para dejar la piel al descubierto. La sensación era tan limpia, tan erótica, que a Cam se le puso la piel de gallina, y Erin lo malinterpretó como una reacción al frío. Él tuvo que hacerle cosquillas para que por lo menos se subiera las mangas. Luego se quitó la camisa sin mirar si había alguien cerca, y Cam sintió un leve escalofrío. Las cabañas no permitían intimidad alguna, y ella había tenido relaciones con dos hombres durante casi un año, pero Erin Coombs nunca había sido una exhibicionista. De hecho, se enfrentaba al mal tiempo que tanto odiaba con tal de no orinar en el recipiente común. «El tintineo —decía ella—. Todo el mundo mira.»
A Cam le inquietó que de repente pareciera no importarle. Demasiados habían quedado mermados, abatidos por aquella experiencia. Cam se sentía más en sintonía con el entorno y consigo mismo que nunca. Se sentía salvaje y consciente.
Cam se había quedado todo lo pálido que podía estar un latino, pero Erin era puro marfil, excepto por las cicatrices violáceas. Cam lanzó miradas furtivas a su cuerpo y a sus pechos pequeños mientras compartían una pegajosa papilla hecha de de harina de huesos, liquen amargo y las motas que se desprendían de la roca al rascar el hongo naranja.
Cuando a él le dolía el diente malo, ella lo besaba una y otra vez, piel sobre piel caliente. Fue el mejor momento que habían tenido.
Cam rodeó con un brazo los hombros de Erin mientras estudiaba la cima de enfrente. Ella lo miró a la cara. Al final, hizo un gesto hacia el otro lado del valle y dijo:
—Llévame contigo.
El desconocido les dijo que se llamaba Hollywood, y sólo Price hizo un comentario al respecto.
—¡Ah, sí, yo tenía conocidos allí!
Cam pensó que Hollywood estaba frunciendo el ceño. Era difícil saberlo. Aquel joven había sido medio devorado vivo desde las entrañas, y la agonía le desencajaba el rostro. Le habían salido manchas y sarpullidos en las sienes. Además, tenía picaduras inflamadas, entre ellas, tres desagradables cúmulos blanquecinos en el cuello y la mejilla. Cam intentó imaginar cuántos centenares de insectos se necesitaban para ocasionar semejante daño.
—He venido para llevaros a todos al otro lado —anunció Hollywood. La cabaña se quedó en silencio. Volvió a torcer el gesto y levantó la mirada hacia los rostros congregados a su alrededor. Apenas tenía diecinueve años. Estaba en buena forma. Tenía rasgos japoneses, de ojos y pelo negros, un auténtico surfista de California que arrastraba las vocales y levantaba la barbilla para enfatizar cada pausa de su discurso.
Cam no pudo evitar pensar en sus hermanos, de piel morena pero iguales a sus vecinos. Allí, en la costa, había funcionado un crisol de culturas fundidas en una gracias a una libertad y riqueza sin precedentes.
—Me refiero al otro lado del valle —explicó Hollywood—. Tenemos un médico y algunos utensilios agrícolas. Y, por cierto, mucho más espacio.
—¿Por qué? —dijo Erin.
—Por pura suerte. —Hollywood esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Me refiero a por qué te importamos tanto como para jugarte la vida.
Se encogió de hombros, pero aquel movimiento le provocó un gesto de dolor. Debía de haberse imaginado aquella escena muchas veces.
—No podíamos dejaros aquí, sin más.
—¿Tenéis un equipo de radio? —preguntó Sawyer.
Cam miró a su alrededor, sorprendido. Aquella pregunta cabía esperarla de Price. ¿Qué más daba? Colorado no enviaría un avión aunque tuviera un sitio donde aterrizar.
—Sí. De onda corta —asintió Hollywood.
—¿De banda civil o de radioaficionado?
—De radioaficionado, creo.
—¿Cuántos sois allí? —continuó preguntando Sawyer, muy tranquilo. Cam pensó que las preguntas sobre la radio habían sido un intento de desenmascarar sus verdaderas intenciones. Cam trató de hacerle una señal, pero Sawyer parecía no ver nada más que la expresión de Hollywood.
—Nueve —contestó Hollywood—, incluido yo.
«Menos que nosotros», pensó Cam.
Sawyer no podía parar.
—¿Tenéis comida? ¿Casas?
—Hay una cabaña con una habitación y un enorme tanque de propano. Nos ayudó a pasar el invierno. Y queremos plantar el máximo de alimentos posible. Por eso necesitamos vuestra ayuda. Sólo hay cuatro adultos más.
Sawyer movió la mano y cerró el puño.
—En realidad estamos muy impresionados de que hayáis conseguido sobrevivir aquí, metidos en esta pequeña cima. Seguramente habéis hecho incursiones por debajo de la barrera, ¿no?
Demasiadas caras se dieron la vuelta, y Hollywood desvió la mirada hacia ellos, preocupado, pensativo.
—Sí, somos bastante fuertes —dijo Cam.
Hollywood volvió a sonreír.
—No podíamos dejaros aquí, sin más.
Después de Jorgensen mataron a Loomas —de nombre Chad, Chuck o algo así—, jefe de ventas, con el pecho peludo como un oso y un grueso anillo de platino en el pulgar. Cam distrajo a aquel holgazán hijo de puta con un grito mientras Sawyer se abalanzaba sobre él por detrás y le daba un martillazo en el cráneo. Loomas gimió y cayó a cuatro patas. Siempre lloriqueando. Cam se hizo daño en el pie y las espinillas dándole patadas a aquel hombre, hasta que Sawyer lo apartó de un empujón y acabó el trabajo.
Descuartizar el cuerpo fue más complicado. Había que guardar aquella nueva riqueza, repartirla en porciones exactas. Grasa dulce y sal.
Jim Price era el siguiente en la lista de Sawyer, pero Cam quería evitar una guerra. A nadie le gustaba Loomas, pero Price era el líder indiscutible de la mayor facción de la montaña, a algunos incluso les caía bien. Por eso estaban tratando de inventar una lotería justa que poder controlar en secreto, cuando se acabó la última pila y Nancy McAlgo se hizo un corte desde las muñecas hasta los codos.
Luego la señora Lewelling saltó del barranco preferido de Cam. Tal vez pensó que no podrían llegar hasta ella.
Algo se reventó dentro de Pete Czujko al regresar de una salida en busca de alimentos y luchar contra montones de nieve en polvo que les llegaban a las rodillas. Estuvo desangrándose durante ocho largos días, vigilándolos. Pero el miedo de sus ojos poco a poco se fue apagando.
Timmerman murió de neumonía.
Y, tras una expedición inútil por las cabañas que ya habían arrasado, Ellen Gentry se desplomó unos segundos después de alcanzar la seguridad de la cima. Pensaron que fue un ataque.
—Un ataque de suerte —dijo Sawyer, sin parar de reír.
Siete cuerpos eran carne suficiente para sobrevivir.
—¿Y si es una trampa? —Sawyer se acercó por detrás a Cam, al tiempo que observaba la línea irregular del horizonte.
—Vaya, aún me hablas. —La primera reacción de Cam fue disimular su alivio, intrigado, y enseguida se arrepintió de la broma. Últimamente Sawyer le daba un doble sentido a todo, y no servía de nada hacerle enfadar. Era absurdo tener que disculparse. Una pérdida de energía sin sentido.