—¿Han salvado la lanzadera?
Hernández se volvió con suavidad hacia Ruth, como si se lo hubiera preguntado ella.
—Sí, su equipo está todo a buen recaudo, doctora Goldman. Lo hemos sacado todo.
Hizo otro gesto sobrio y los llevaron a la entrada de cristal. Ruth miró a Ulinov a la cara, extrañada por aquella conversación con Hernández. ¿Por qué era importante para ellos hablar con él?
Estaban ocurriendo demasiadas cosas.
—¿Se pondrá bien Derek? —preguntó. No quería que nadie pensara que sólo le preocupaba su equipo.
Hernández caminó a su lado sin contestar, y Ruth se dio cuenta de que tal vez no sabía su nombre. Volvió a levantar la mirada para aclarárselo. El gesto tenso era auténtico, afectaba a sus ojos, oscuros y directos.
—Me temo que su piloto está muerto —les dijo.
Ruth meneó la cabeza.
—Pero he visto...
Deb, por detrás, muy cerca, la interrumpió en un tono cortante que Ruth interpretó como acusador. Como si ella pudiera haberlo previsto.
—Bill tiene heridas punzantes en la cadera izquierda, el brazo y el hombro, y un fuerte traumatismo en el abdomen y el muslo. Está sufriendo una hemorragia.
Y aun así Bill Wallace se había quedado ante su panel para completar la desconexión de emergencia.
Ruth volvió a menear la cabeza, sin saber qué estaba negando, si es que negaba algo. Tenía que redescubrir ese tipo de valor y dedicación en sí misma.
Soñó que se caía y se agarró a la estrecha cama de hospital con la mano sana y la incómoda escayola del brazo. Se revolvió en el colchón y presionó con los talones.
El oscuro techo de madera no formaba parte de la EEI. Ruth cogió aire y se tranquilizó.
Era extraño ver cómo la mente se resistía a que hubieran cambiado las cosas, aunque fuera de forma inconsciente. Su cuerpo tardaría mucho en adaptarse de nuevo a la gravedad, y, mientras descansaba, su cerebro no paraba de funcionar, atrapado en irregulares tornados de miedo.
Unas voces resonaban al otro lado de la puerta. Probablemente la habían despertado. Aunque no habían sido exactamente sus palabras, ya que el techo crujía con frecuencia y una mujer tosía sin parar en la habitación de detrás. Incluso dormida, Ruth había estado alerta.
Necesitaba ver una cara amable. Sólo esperaba que James no se presentara acompañado de un comité de bienvenida. También tardaría mucho en adaptarse a estar en presencia de mucha gente.
«¿Por qué habéis tardado tanto?» Ruth miraba a derecha e izquierda para ver si era de noche o de día, pensaba en impresionarle con un comentario educado. Por desgracia habían dividido aquella habitación en dos con rudimentarias planchas de contrachapado, y la ventana estaba en el otro lado. No había reloj, pero sí una bombilla de sesenta vados, en el techo, en un aplique pensado para cuatro. Sabía que era afortunada por tener algo de intimidad, pero un leve ataque de claustrofobia le hizo sentir que aún estaba atrapada en el sueño. Podía haber dormido durante una hora o cien años.
Tenía la vejiga llena, como una roca pesada que presionaba con fuerza. Le habían hecho beber todo lo posible. Pero aquel espacio dividido era la sala de estar de una de las suites del hotel, con las paredes oscuras, de una elegancia discreta, y no había lavabo. Sólo había un orinal, y parecía que los hombres de la puerta iban a entrar.
—... digo.
—Y yo se lo digo, doctor. Ni hablar.
¡El orinal! La enfermera lo había dejado a la vista, en una silla azul de terraza, el único mobiliario de aquel cuchitril, excepto por la cama. Ruth medio empujó el orinal, pero sólo había un sido donde esconderlo, debajo de las sábanas, donde se vería un bulto evidente. Mejor dejar aquel maldito objeto allí como testigo de la conversación.
Aún estaban en la puerta, tal vez intentaban despertarla. Sería propio de James. Era muy astuto, y muy educado, aunque no creía haberlo oído todavía.
—He dicho que no. Ahora apártate de mi camino.
—También es por su bien.
Tal vez su voz sonaba así cuando no hablaba por la radio. Ruth estuvo a punto de decir «estoy despierta», pero se tocó el pelo y frunció el ceño. Debía de estar horrible, sucia, mareada e hinchada de dormir, con los rizos en forma de espaguetis. Bien sabía que debería estar por encima de algo tan banal como su apariencia, pero al fin y al cabo ella era la chica nueva, y ese factor era importante para su éxito o fracaso. Necesitaba tener buena presencia.
Tenía mucho a su favor, la reputación por sus logros pasados, el halo de misterio por pertenecer a la estación espacial, el hecho de que los equipos científicos de allí se habían encontrado en un callejón sin salida.
Algunas personas se sentirían molestas con ella por esos mismos motivos, claro. Estaba acostumbrada. Habría quien buscaría cualquier excusa para distanciarse de ella, sembrar la duda, mantener o aumentar su estatus, y una primera impresión negativa podía ser lo único que necesitaban para iniciar su campaña. Eran mentes brillantes. Nadie era capaz de dejarte en el ridículo más hiriente.
Maldita sea, estaba prácticamente desnuda, sólo llevaba una camiseta y ropa interior. James debería haberlo pensado mejor antes de llevar a nadie sin que estuviera lista!
Ruth intentó incorporarse y quedarse sentada. Sin embargo, el brazo roto era como un maldito poste, en forma de ele por la gruesa escayola, y un estremecimiento de dolor le recorrió toda la extremidad hasta el hombro.
Habría sido mucho mejor soportar tres o cinco horas de desfiles, discursos, medallas, asfixiada dentro del fotogénico traje naranja de presión en una tribuna, con los otros astronautas y todos los peces gordos de la ciudad. Después debería ser el rey indiscutible... La reina... Lo que fuese.
Mareada, Ruth se pasó la mano sana por las piernas y alisó las mantas como si fueran un vestido.
Había pedido calmantes cuatro veces, pero se los negaban porque temían forzar más su sistema cardiovascular o respiratorio. Ahora se alegraba. Se había desmayado de nuevo cuando le recolocaron los huesos, era como si le arrancaran el brazo, pero aquella reunión era demasiado importante para parecer un ratón maltratado. Por lo menos no estaba aturdida por la morfina.
Ruth levantó la mirada y sonrió a medida que los pasos se acercaban a su cuchitril, pero no era James. No podía ser él. Sólo lo había visto en persona una vez, años atrás, y el hombre de enfrente parecía de la misma edad, cincuenta y tantos... pero James era de Seattle. Aquel hombre iba vestido como un cowboy, sombrero, pantalones vaqueros, una chalina sobre una camisa azul celeste. Iba recién afeitado.
El segundo hombre era demasiado joven para ser James, árabe y, al parecer, médico. Llevaba una máscara quirúrgica y otra en la mano. Habían estado discutiendo en la puerta sobre si el cowboy también tenía que cubrirse la nariz y la boca o no.
El cowboy le tendió una mano pequeña.
—Señora Goldman. Me alegra ver que está despierta.
Ruth miró primero al médico. No podía permitirse tener miedo. El médico tenía unas ojeras muy marcadas pese a ser de piel morena. Por el agotamiento.
—¿Está preparada para esto? —le preguntó él.
«No.»
—Por supuesto.
—No tengo ni un microbio, señora Goldman —dijo el cowboy con naturalidad—. He venido directamente a su habitación sin tocar nada.
Ella aceptó la mano pequeña y se arrepintió de la cautela que la había hecho dudar. Sin duda, era alguien importante.
—Es que... me gusta respetar las normas —dijo ella, un pequeño dardo para ver cómo reaccionaba.
—Bien. —Él sonrió sin mostrar los dientes—. Eso siempre está bien.
—¿Cinco minutos? —dijo el joven médico.
—Puede que más —contestó el cowboy— No se preocupe.
Ruth procuró mostrarse de acuerdo con él, y de forma inconsciente imitó su manera entrecortada de hablar.
—De verdad, estoy bien. —«Excepto porque voy a mearme encima.» Esperaba que no vieran que tenía los muslos juntos y prietos, pero se sentía expuesta en aquella cama elevada.
—Hasta luego, doctor —dijo el cowboy—. Sabré encontrar la salida.
El médico lanzó una mirada a la máscara que tenía en la mano, luego meneó la cabeza y se fue. A Ruth le habían sacado sangre, orina y mucosidades, para comprobar sus sistema inmunológico entre otros centenares de cosas, la función renal, los niveles de proteínas y calcio... y le preocupaba que hubieran obtenido malos resultados.
Se volvió hacia el cowboy. Él contempló la silla de plástico pero se quedó de pie. Ruth no creía que el orinal lo disuadiera. Simplemente no quería sentarse en un lugar más bajo que ella.
—Soy Larry Kendricks —dijo.
—Encantada de conocerlo. —Ruth era sincera.
El senador Lawrence N. Kendricks, republicano, de Colorado, ocupaba uno de los siete preciados asientos del consejo presidencial. Ruth tenía programado presentarse ante aquella junta de gobierno dos días después, tras las ceremonias públicas, una vez instalada, pero tal vez el accidente de la
Endeavour
había cambiado las cosas. Quizá Kendricks siempre había querido verla en persona, pero prefirió no quedar por radio para que no lo oyera todo el mundo.
—Siento no poderle ofrecer la suite del ático —dijo Ruth. Lo dijo en broma, para ser amable, pero Kendricks pensó que le estaba tomando el pelo.
Levantó la barbilla y el ancho sombrero blanco en un movimiento lento y solemne.
—Podría hacer algo por usted al respecto —dijo—. Conseguirle una ventana, por lo menos. ¿Algo más?
—No, no, se han portado muy bien. Es perfecto.
—Bien, el Año de la Plaga ha sido bastante duro aquí, entiéndalo. Trabajamos con lo que tenemos, pero la gente adecuada siempre recibe cuidados.
La miró, y ella asintió.
—Quiero que cuiden de usted —insistió—. Cualquier cosa que necesite... Todos tenemos muchas esperanzas.
—Sí.
—Todo depende de ustedes.
Ruth volvió a asentir, al tiempo que intentaba mantener el semblante tranquilo. No podía arriesgarse a que pensara que su rabia y su contrariedad iban dirigidas contra él. Maldita sea. Un comentario inocente y ya estaban inmersos en aquella desalentadora conversación.
Estaba demasiado cansada, muy incómoda. En realidad le dolía más la vejiga que los huesos rotos.
—¿Está segura de que está bien? ¿Cómo tiene el brazo? —dijo él.
Ruth lo miró a los ojos grises. Le intrigaba aquel giro hacia una conversación intrascendente. Él ya se había encargado de que supiera quién estaba al mando, por lo menos en eso no era torpe.
Ruth dijo obviedades.
—Están cuidando bien de mí. De verdad, se lo agradezco.
Por su atuendo, el sombrero, la chalina y todo lo demás, probablemente se hubieran reído de él en Washington, pero aquella era su tierra natal, y un gran porcentaje de los supervivientes eran paisanos suyos, tal vez una gran mayoría si se tenían en cuenta los refugiados de Arizona, Utah y el Medio Oeste. Gran parte de los militares supervivientes también tenían su base en aquel estado.
Ruth no creía que se hubieran celebrado elecciones, ni que se fueran a producir, pero todo político que se preciara quería ser popular, y debía de ser más fácil si uno se caricaturizaba. La gente quería que lo tradicional y lo familiar consolidaran una barrera contra aquella brutal marea de cambios.
—Bueno, debería dejarla descansar —dijo Kendricks—. El doctor tiene razón. Pero tenía que conocerla en persona.
—Gracias por cuidar de mí. —Estuvo a punto de decir «señor».
Kendricks no hizo ademán de marcharse. Volvió a esbozar aquella leve sonrisa.
—Mire, señorita Goldman, un montón de gente me ha estado diciendo que es usted un potro rebelde.
Ruth pensó en mostrarse sorprendida pero reaccionó con una sonrisa.
—Supongo que puedo ser muy testaruda.
Él volvió a levantar la cabeza en un movimiento lento.
—Aquí no va a haber mucho tiempo para eso. Necesitamos jugar en equipo, que todo el mundo vaya en el mismo barco.
Por eso había ido a verla.
—Lo comprendo, señor, no será...
—Necesitamos que colabore todo el mundo. Cada uno hace su parte, es la única manera de conseguir que las cosas se mantengan. —Se detuvo, tal vez esperaba interrumpirla de nuevo—. Ya ha tenido una muestra hoy de lo que ocurre cuando algunas personas van a su aire, trabajando unas contra otras.
Un recuerdo de los sonidos amenazantes en la radio que Gus había identificado como un equipo de grabación se removió en su interior. Eso hizo que se le pusieran los pelos de punta.
Era la misma sensación que tuvo en el instante de silencio antes de que el disparo del rifle estallara en sus oídos.
Ruth movió la cabeza arriba y abajo, asintió.
—Sí.
Kendricks lo repitió.
—Sí. —Era como sellar un acuerdo. Él dio una palmadita en la barandilla de la cama para recalcar la palabra, luego volvió a arrugar los labios con una sonrisa carente de sentido—. Descanse un poco. Coma algo. Mañana o pasado haremos que vuelva a trabajar y nos podrá enseñar su magia.
Siguió con aquella sensación una vez que se hubo ido, después de orinar, de acurrucarse de lado y cerrar los ojos con aquellas mantas sucias arrebujadas contra el pecho como un oso de peluche harapiento. Una presión fantasmal la envolvía, y sólo se le ocurría una solución: alguien que había flirteado con ella con prudencia durante meses.
Sabía dónde encontrar a Ulinov porque el comandante Hernández seguía haciendo un trabajo ejemplar para hacerles sentir como en casa. Y porque su enfermera estaba exaltada y muy habladora al tener a semejantes celebridades a su cargo.
Ruth había preguntado por qué estaban en un hotel en el centro de la ciudad y se enteró de que aquel edificio era para cuidar a personajes VIP. El único hospital de la zona era más bien una clínica, sólo tenía cuarenta camas.
—Sus amigos están muy bien —le informó la enfermera—. Tenemos un gran personal y buenos equipos.
Tenían unos medios excesivos. Habían llevado a la zona aparatos y médicos, tanto civiles como militares, en avión o coche durante los primeros días de la plaga y más tarde, tras las operaciones de rescate. Con ellos, proporcionaron un lugar seguro dentro de Leadville a toda persona con experiencia o formación médica.
Wallace estaba en lo que había sido el restaurante del hotel, en cuidados intensivos, y Deb y Gus, en observación, se encontraban justo detrás de Ruth, con la mujer que tosía sin parar.