La pirámide (3 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La pirámide
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«¡El estrépito!», se dijo. «¡Lo que oí fue un disparo!»

El joven Wallander empezó a sentirse mareado. Había visto ya muchos cadáveres: de personas que se habían ahogado, incluso de ahorcados, carbonizados o aplastados hasta lo irreconocible en algún accidente de tráfico. Pero él seguía sin acostumbrarse.

Echó un vistazo a su alrededor. El apartamento de Hålén era igual que el suyo, pero con la disposición invertida. El mobiliario era de lo más austero: no había allí flores ni motivos decorativos de ninguna clase. Y la cama estaba sin hacer.

Wallander observó una vez más el cadáver. Parecía que se había disparado en el pecho. Y, sin lugar a dudas, estaba muerto, de modo que no fue necesario tomarle el pulso para comprobarlo.

Regresó a su apartamento y llamó a la policía. Se presentó como un colega y refirió lo sucedido. Después, salió a la calle para esperar al coche patrulla.

La policía y la ambulancia llegaron casi al mismo tiempo. Cuando los compañeros salieron del coche, Wallander los saludó con un gesto, pues los conocía a todos.

—¡Vaya!, ¿qué es lo que te has encontrado? —inquirió uno de los policías, que se llamaba Sven Svensson, de Landskrona, aunque nadie lo llamaba por su nombre. En efecto, en una ocasión, durante la persecución de un ladrón, cayó en una zarza cuyas espinas se le clavaron en los genitales, de modo que nadie aludía jamás a él con otro nombre que el de Taggen.
[2]

—Es mi vecino —explicó Wallander—. Se ha pegado un tiro.

—Hemberg está en camino —aclaró Taggen—. Esto es cosa del grupo de homicidios.

Wallander asintió. Él ya lo sabía: la policía debía investigar siempre los casos de muerte en el domicilio, por naturales que pareciesen sus causas.

Hemberg era hombre de cierta fama, no siempre positiva. De hecho, era proclive a estallar en crueles arrebatos de mal humor que volcaba en sus colaboradores. Pero era, además, un virtuoso de su profesión hasta el punto de que nadie osaba contradecirlo. Wallander notó que empezaba a ponerse nervioso. ¿No habría cometido algún fallo? Hemberg lo detectaría al instante. Precisamente Hemberg, el inspector de la brigada judicial bajo cuyas órdenes él comenzaría a trabajar tan pronto como consiguiese el ascenso.

El joven agente permaneció aguardando en la calle, hasta que un Volvo de color oscuro aparcó junto a la acera y Hemberg hizo su aparición. Venía solo y le llevó unos segundos reconocer a Wallander.

—¿Qué coño haces tú aquí? —quiso saber Hemberg.

—Vivo aquí —respondió Wallander—. Es mi vecino quien se ha pegado un tiro y fui yo quien dio el aviso.

Hemberg alzó las cejas con curiosidad.

—¿Lo has visto?

—¿Cómo que si lo he visto?

—Que si lo has visto pegarse el tiro.

—Claro que no.

—Y, entonces, ¿cómo estás tan seguro de que fue un suicidio?

—Pues porque el arma está junto al cuerpo.

—Ya, ¿y qué?

Wallander sabía lo que iba a decirle el inspector.

—Tienes que aprender a formular las preguntas adecuadas si quieres empezar en homicidios —le advirtió Hemberg—. Tengo ya bastantes colaboradores que no piensan como debieran. Y no quiero más de lo mismo.

Dicho esto, cambió el tono por otro más amable.

—Pero, en fin, si tú dices que se trata de un suicidio, seguro que tienes razón. ¿Dónde está?

Wallander señaló el portal del edificio y los dos hombres entraron.

Wallander seguía con atención los movimientos de Hemberg, su manera de trabajar. Observó cómo, acuclillado junto al cadáver, discutía con el forense sobre el orificio de entrada del proyectil y cómo estudiaba la posición del arma y de la mano. Después, el inspector examinó el apartamento, los cajones del escritorio, los armarios y la ropa.

Tras poco menos de una hora, cuando ya había terminado, le indicó a Wallander que lo acompañase a la cocina.

—Bueno, pues sí que parece un suicidio —declaró Hemberg mientras alisaba distraído la quiniela que había sobre la mesa.

—Oí un estrépito que supongo fue el disparo —aclaró Wallander.

—¿Y no oíste nada más?

Wallander decidió que sería mejor decir la verdad.

—Bueno, yo estaba durmiendo la siesta y el ruido me despertó.

—Y, ¿después? ¿No oíste pasos acelerados por la escalera?

—No.

—¿Lo conocías?

Wallander le reveló lo poco que sabía.

—¿No tenía familiares?

—Nadie, que yo sepa.

—Bien, eso tendremos que investigarlo.

Hemberg permaneció en silencio unos minutos.

—Aquí no hay ninguna fotografía familiar —prosiguió—. Ni en el escritorio ni en las paredes. Tampoco hay nada en los cajones, salvo dos viejos libros de registro de una compañía naviera. Lo único interesante que he encontrado ha sido un escarabajo multicolor conservado en una cajita. Es más grande que un ciervo volante. ¿Tú sabes lo que es un ciervo volante?

Wallander no tenía la menor idea.

—El mayor escarabajo europeo —aclaró Hemberg—. Pero está en vías de extinción.

El inspector dejó la quiniela sobre la mesa.

—Bien. El caso es que este hombre tampoco dejó ninguna carta de despedida —retomó Hemberg—. Un anciano que, harto de todo, se despide del mundo con un pistoletazo. Según el forense, apuntó bien: directo al corazón.

Un agente entró en la cocina con una cartera que entregó a Hemberg. El inspector la abrió y sacó un documento de identidad, expedido por la oficina de Correos.

—Artur Hålén —leyó Hemberg—. Nacido en 1898. Tenía muchos tatuajes, como corresponde a un lobo de mar de la vieja escuela. ¿Sabes qué hacía en alta mar?

—Creo que era maquinista.

—En uno de los libros figura como maquinista. Pero en el anterior aparece como marino. O sea, que desempeñó varios oficios a bordo. Por lo visto, estuvo enamorado de una joven llamada Lucia, porque tenía el nombre tatuado en el hombro derecho y en el pecho. Si quisiéramos elucubrar, podríamos incluso pensar que pretendía atravesar ese bello nombre con su disparo.

Hemberg guardó el carnet de identidad y la cartera en una bolsa.

—Ni que decir tiene que el forense tendrá la última palabra. Y nosotros someteremos el arma y la bala al examen habitual. Pero lo más probable es que se trate de un suicidio.

Hemberg echó una nueva ojeada a la quiniela.

—Artur Hålén no estaba muy enterado de la liga inglesa —comentó—. Si hubiese ganado con esta quiniela, habría sido el único premiado.

El inspector se puso en pie cuando los ayudantes del forense ya habían empezado a retirar el cuerpo y se alejaban conduciendo la camilla con extremo cuidado por el angosto pasillo.

—Cada vez hay más gente mayor que se quita de en medio ella sola. Lo que no es tan frecuente es que lo hagan pegándose un tiro. Y, desde luego, menos aún con un revólver —afirmó Hemberg pensativo—. Pero supongo que eso es algo en lo que tú ya habías reparado, ¿no?

Wallander quedó sorprendido ante la pregunta.

—¿Cómo?

—Digo que tú ya habrás pensado en que es muy extraño que tuviera un revólver. Hemos registrado el escritorio, pero no había ninguna licencia de armas.

—Pues lo compraría durante alguno de sus viajes por alta mar.

Hemberg se encogió de hombros.

—Sí, eso será.

Wallander lo acompañó hasta la calle.

—Puesto que eres su vecino, se me ha ocurrido que podrías quedarte con la llave. Así que cuando los demás hayan terminado, te la entregarán a ti. Y procura que nadie entre hasta que no estemos seguros de que ha sido un suicidio.

Wallander volvió a entrar. En la escalera, se encontró con Linnea Almqvist, que iba camino de la calle con una bolsa de basura en la mano.

—¿Qué es todo este alboroto y tanto subir y bajar escaleras? —le preguntó disgustada.

—Por desgracia, Hålén ha fallecido —aclaró Wallander solícito.

La mujer quedó manifiestamente conmocionada ante la noticia.

—Sí, estaba demasiado solo, creo yo —opinó la señora Almqvist—. El caso es que yo intenté invitarlo a café varias veces, pero siempre se excusaba diciendo que no tenía tiempo. Aunque, a mi entender, era tiempo, precisamente, lo que tenía.

—Yo apenas si lo conocía —admitió Wallander.

—¿Ha sido el corazón?

Wallander asintió.

—Sí, eso parece.

—Bueno, esperemos que no sean unos jóvenes alborotadores quienes vengan a ocupar su apartamento —observó la mujer antes de despedirse.

Wallander regresó al apartamento de Hålén. Le resultaba menos desagradable estar allí ahora que el cadáver había desaparecido. Uno de los técnicos criminalistas estaba guardando el instrumental en el maletín. La mancha de sangre había adquirido un tono más oscuro sobre el suelo de linóleo. Taggen aguardaba órdenes mientras se limpiaba las uñas.

—Hemberg ordenó que me hiciese cargo de las llaves —informó Wallander.

Taggen señaló un llavero que había sobre el escritorio.

—Me pregunto quién será el propietario del edificio. Mi novia está buscando apartamento.

—Pues aquí se oye todo. Te lo digo para que lo sepas —le advirtió Wallander.

—¡Bah!, ¿es que no has oído hablar de las nuevas y exóticas camas de agua? Ésas no hacen ruido —bromeó Taggen.

Hasta las seis y cuarto de la tarde, Wallander no pudo cerrar la puerta del apartamento de Hålén. Faltaban aún varias horas para su cita con Mona, de modo que entró en su casa y se preparó un café. Había empezado a soplar el viento. Cerró la ventana y se sentó en la cocina. Por supuesto que no le había dado tiempo de ir a comprar nada de comer; las tiendas habían cerrado ya y no había por allí cerca ninguna que abriese por la noche. Así que pensó que no tendría más remedio que invitar a Mona a comer en un restaurante. Tenía la cartera sobre la mesa y la abrió para ver si llevaba dinero suficiente. A Mona le gustaba mucho comer fuera, pero él opinaba que aquello era malgastar el dinero.

La cafetera empezó a silbar, de modo que apagó la placa eléctrica, se sirvió un café con tres terrones de azúcar y, mientras aguardaba a que se enfriase, notó que la preocupación se apoderaba de él.

Ignoraba de dónde procedía aquella sensación.

Pero, de repente, la sintió con enorme intensidad.

Desconocía el porqué de su zozobra, aunque tenía la certeza de que estaba relacionada con Hålén. Revisó mentalmente lo sucedido: el estrépito que lo despertó; la puerta entreabierta; el cuerpo sin vida sobre el suelo de la habitación. Un hombre se había suicidado. Y daba la casualidad de que era vecino suyo.

Pero en todo aquello había algo que no encajaba. Wallander entró en la habitación y se tumbó en la cama, intentando rememorar el sonido del estallido. ¿No habría oído algo más? Quizás antes, o después. ¿No habría penetrado sus sueños algún sonido anómalo? Por más que rebuscó en su memoria, no halló nada. Y, aun así, estaba convencido de que había pasado por alto algún detalle. Continuó buscando entre un mar de sugerencias, pero sólo obtuvo silencio. Se levantó de la cama y regresó a la cocina. El café ya estaba frío.

«Esto no son más que figuraciones mías», se dijo. «Yo mismo lo vi. Y Hemberg, y todos los demás. Un hombre viejo y solo que no podía más.»

Pese a todo, era como si hubiese visto algo sin lograr comprender qué era exactamente.

Al mismo tiempo, se dio cuenta de que, naturalmente, aquella idea resultaba muy atractiva, el que él hubiese observado algo que le hubiese pasado inadvertido al propio Hemberg, pues con ello aumentarían sus posibilidades de ascender a agente de la brigada judicial.

Miró el reloj y comprobó que aún tenía tiempo antes de ir a recoger a Mona al puerto. Dejó la taza en el fregadero, tomó las llaves y entró en el apartamento de Hålén. Una vez en la habitación, constató que todo estaba tal y como él lo había encontrado cuando descubrió el cadáver, con la única excepción de que el cuerpo ya no se encontraba allí. Pero la habitación era la misma, claro. Wallander miró despacio a su alrededor. «¿Cómo se hará esto?», se preguntó. «¿Cómo descubre uno qué es lo que ve, aunque no lo vea realmente?»

Algo había, de eso estaba convencido.

Pero no lograba identificar qué era.

Fue a la cocina y se sentó en la silla que un rato antes había ocupado Hemberg. Allí seguía la quiniela. Wallander no sabía mucho de la liga inglesa de fútbol. En realidad, no sabía casi nada de fútbol en general. Si alguna vez compraba un boleto, era de lotería.

La quiniela correspondía a los resultados del sábado siguiente, según vio. Y Hålén había escrito incluso su nombre y su dirección.

El joven Wallander volvió a la habitación y se colocó junto a la ventana para obtener otra perspectiva. Su mirada se detuvo en la cama. Hålén estaba vestido cuando se quitó la vida, pero la cama estaba sin hacer pese a que en el resto de la vivienda reinaba un orden exquisito. «¿Por qué no habría hecho la cama?», se preguntó. «No creo que se acostase a dormir vestido para luego despertarse y pegarse un tiro sin hacer la cama. Y, ¿por qué dejaría una quiniela rellena sobre la mesa de la cocina?»

Decididamente, aquello era muy extraño. Pero no había motivo para pensar que ese hecho tuviese mayor importancia. Hålén podía haber tomado la decisión de acabar con todo de forma repentina. Y tal vez hubiese comprendido lo absurdo que sería hacer la cama por última vez.

Wallander se sentó en el único sillón de la sala, que tenía el asiento hundido y estaba muy gastado. «Esto no son más que invenciones mías», insistió para sí. «El forense certificará que fue un suicidio, la investigación técnica confirmará que el proyectil pertenece al arma y que el disparo se produjo por mano del propio Hålén.»

El joven inspector decidió salir del apartamento. Ya era hora de lavarse un poco y de cambiarse de ropa para ir a buscar a Mona. Pero algo lo retenía. Finalmente, se dirigió al escritorio y empezó a abrir los cajones. Encontró enseguida los dos libros de registro de una compañía naviera: Artur Hålén había sido, en su juventud, un hombre apuesto. El cabello claro y una sonrisa amplia y franca. A Wallander le costaba hacerse a la idea de que aquella foto retratase al mismo hombre que, en la más absoluta y silenciosa quietud, había vivido sus últimos días en el apartamento de Rosengård Y mucho menos verosímil le pareció que fuese la foto de una persona que, un buen día, pudiese quitarse la vida. Sin embargo, él sabía que su razonamiento era erróneo y que los suicidas jamás podían caracterizarse según patrones preestablecidos.

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