Authors: Albert Sánchez Piñol
¿De qué me servía hacerme preguntas que no podía contestar? Estaba vivo. Podría estar muerto y estaba vivo. Sólo eso; nada menor: que eso. Podrían haberme arrancado los miembros uno a uno, mi cadáver debería estar pudriéndose en el fondo del Atlántico. Y en cambio estaba a su lado, haciéndole el amor sin límites, sin normas. Y, sin embargo, mis intentos de acercarme a ella no fructificaban.
¿Podían extrañarme tantas reservas después de su existencia en el faro? Y lo quisiera o no la historia de aquel hombre se encabalgaba con la mía. De hecho, fui partícipe de su crueldad. Pero por otra parte era obvio que nadie la retenía contra su voluntad. Parecía que no odiaba a Caffó por la violencia ejercida, ni lo admiraba por la protección dispensada. Como si aquel hombre rotundo que la poseía, denigraba y golpeaba fuese un mal necesario y nada más.
Después del amor se abría una puerta. Se lo podía leer en la cara. Me miraba a través de un cristal turbio, con una especie de énfasis que fácilmente confundiríamos con afecto. Unos estallidos de celo que, con todas las carencias, se acercaban al amor. Sólo era un espejismo. Pedirle caricias era arrancarle muelas. Cuando quería hablar con ella desde la complicidad de los dos amantes más solitarios del planeta, cuando la abrazaba en exceso, sus ojos la convertían en un pájaro moribundo.
Pero no hay que esforzarse en describir un escenario que no seguía ningún guión; el faro era patrimonio de lo imprevisible y nuestra historia avanzó por meandros mucho más sinuosos.
Un día, por fin, los niños no se presentaron a su cita diaria. A media mañana, cuando ya era evidente que no vendrían, el triángulo contemplaba el océano como un pequeño aguilucho. Pero la angustia no le duró demasiado. Poco después se agarraba a mi rodilla y hacía gestos de contorsionista. Cuando quería que jugáramos expresaba su impaciencia de este modo.
Quien más sufría el eclipse de los niños era yo. Ellos habían sido el único respiro en aquella tierra quemada por la pólvora. Aneris mantenía aquel silencio hermético tan suyo. Y Batís estaba poseído por un vitalismo feliz que podría parecer contradictorio. No lo era. Aunque nunca lo había confesado, se daba cuenta de que los niños significaban un mensaje. Ahora que habían desaparecido, su orden se restablecería. No se le pasó por la cabeza que a la retirada de los niños podría seguirle algún tipo de acontecimiento nuevo.
Le observaba mientras alineaba la munición, establecía nuevos blindajes, preparaba nuevas armas. Con las latas vacías había creado una especie de órgano lleno de tubos, dentro de los cuales introducía las bengalas que nos quedaban para utilizarlas como proyectiles. Estaba hablador y hasta risueño. La perspectiva de bombardear a los asaltantes con bengalas de colores le animaba extraordinariamente. Hacía chistes negros que yo no tenía ánimo para reírle.
Pero era ese último revivir que experimentan los agónicos. Teníamos la guerra perdida. Resistir hasta la última bala quizá justificaría su forma de entender la vida, pero nunca nos la salvaría.
Comimos juntos.
—Tal vez no esperen hasta la noche —dije.
—Tenga confianza en mí —decía él—. Se llevarán un buen susto.
Y se reía como un conejo.
—¿Y si no vienen a matarnos? ¿También disparará?
—¿Y usted? —dijo—. ¿No disparará si lo intentan?
Aneris estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Con los ojos abiertos pero sin mirar nada, inmóvil, como si durmiese despierta. Pensé que nuestras violencias giraban alrededor de ella como los planetas alrededor del sol. Batís se dejó caer sobre la cama. Los muelles chirriaron. Su gran abdomen se hinchaba y deshinchaba. No estaba ni dormido ni despierto, como Aneris. ¿Qué hacía yo con un fusil en las manos? La cabeza me decía que lo sostenía por precaución, el corazón me decía que lo hacía por obligación. Batís abrió los ojos. No parpadeaba. Miraba el techo sin moverse de la cama, y me dijo:
—¿Ha cerrado bien la puerta?
Adiviné a qué se refería. A su manera, era una forma de asumir que los citauca tal vez sí se expondrían a la luz del día. También me sugería otros detalles. Durante esos días había hecho la vista gorda con mi decisión de adoptar al triángulo. ¿Dónde estaba? A Caffó lo movían motivos prácticos: que no hiciera ninguna tontería durante el combate. Pero que fuera él quien me lo recordara era imperdonable.
Bajé las escaleras a toda prisa. No estaba. Salí del faro con el miedo en el cuerpo. La luz del sol, ya bajo, manchaba la nieve con un color azulado. El triángulo tenía un dedo en la boca. Al verme se rió. Unos cuantos citauca estaban arrodillados detrás de él, abrazándolo por la cintura y hablándole amistosamente al oído. Entre la vegetación había algunos más, seis o siete. De éstos sólo podía intuir sus ojos de fósforo y las siluetas de sus cráneos pelados.
Un escalofrío me recorrió los huesos. Pero no era ninguna trampa. Muchas manos citauca dieron un suave empujón al triángulo, que se vino conmigo. Empezó a llover. Unas gotas gruesas que hacían top, top, top y abrían cráteres en la nieve como pequeños meteoritos. El triángulo se abrazaba a mi rodilla y reía, exigiéndome que lo llevara a hombros. Para él todas las preocupaciones se resumían en una: a qué íbamos a jugar.
Supongo que los citauca esperaban algún tipo de correspondencia a ese gesto de buena voluntad. Pero de repente noté los músculos de mis interlocutores más tensos. Volví la cabeza. Batís había visto la escena. Se revolvía en el balcón con pinta de mofeta ansiosa. Había atado su invento a la barandilla.
—¡Son pacíficos, Batís! —grité. Con un brazo protegía al triángulo, con el otro sacudía el aire haciendo señales—. ¡No quieren hacernos daño!
—¡Escóndase en el faro, Kollege! ¡Le cubriré!
Manipulaba su artefacto. Con una mecha había conectado todos los tubos de lata a las bengalas que escondían. Las bocas de los tubos nos apuntaban directamente.
—¡No lo haga, Caffó! ¡No lo encienda!
Lo hizo. Los cañones no eran lo bastante largos y las bengalas siguieron un trayecto errático. Unas soltaban chispas por encima de nuestras cabezas, otras rebotaban en el suelo antes de explotar. Fuegos artificiales de ocho colores llenaron la explanada. Me tiré al suelo con el triángulo bajo la barriga, pero en aquella confusión se me escurrió como un pez mojado.
Los citauca daban brincos arriba y abajo, esquivando las bengalas y las balas de Batís. Los disparos pasaban muy cerca de mi cabeza, silbaban como abejas que quisieran anidar en mi oreja. El triángulo lloraba de miedo, entre unos y otros. Agachado, le decía con gestos que viniera conmigo, que le protegería de todo mal. Dudaba. No sabía si refugiarse en mí o si correr hacia las olas. Su lucha interior me angustiaba. Era como si nos separase una pantalla de cristal, en la que no hallábamos ninguna brecha para reunirnos de nuevo. Finalmente, retrocedió unos pasos. Después, se alejó. Pude ver cómo se zambullía en el mar. Una bayoneta en las costillas me habría dolido menos. Por irracional que fuese, me dolía más su pérdida que el aborto de aquel diálogo.
Una vez en el faro subí las escaleras de tres en tres. Enfurecido, cogí a Caffó por el pecho. Lo agarraba con tanta fuerza que un botón de su abrigo de pieles se me quedó dentro del puño.
—¡Le he salvado la vida! —protestó él.
—¿Salvarme la vida? —bramé yo—. ¡Ha matado la última posibilidad que teníamos de conservarla!
Salí al balcón. Como era previsible, los citauca se habían esfumado. El triángulo tampoco estaba. Pronto oscurecería. A la nieve se le sumaron unas rachas de viento laterales. El aparejo de Batís, pura chatarra, repiqueteaba contra el hierro de la barandilla. Al principio ese ruido me exasperaba, después me hundió en una melancolía fatalista. Qué campanas a muerto tan misérrimas, me dije. Batís vigilaba el exterior, excitado, y repetía: ¿Dónde, dónde, dónde están? Lo único que podía hacer yo era aguantar mi fusil y escupir a favor del viento. A veces le insultaba, amargado. Nos escrutábamos el uno al otro, medio en secreto, medio al descubierto. Se hizo de noche y la situación culminó todos los absurdos. No nos hablábamos, cada uno en una punta del balconcito. Ya no sabíamos si vigilábamos la oscuridad o sólo nos vigilábamos el uno al otro. Hasta medianoche no sucedió nada. La lluvia barría la nieve, fabricaba pequeños torrentes en el peñasco de granito y hacía que ramas muertas navegasen por ellos.
En un determinado momento la luna apartó las nubes que la cubrían. Eso nos permitió ver a unos cuantos citauca. Estaban en el mismo lugar, la frontera del bosque. No hacían ningún esfuerzo visible por acercarse al faro. Busqué al triángulo. Pero Batís disparó inmediatamente. Al oír los tiros los citauca se agacharon. Algunos huían a cuatro patas.
—¡Mire a sus amigos! —dijo Batís, cantando victoria—. Se arrastran como gusanos. ¿Dónde se ha visto a unos seres tan miserables?
—¡En cualquier campo de batalla, idiota! ¡Yo mismo he huido arrastrándome cuando silbaban las balas cerca de mí! —grité—. ¡No dispare! ¿Cómo se supone que vamos a entendernos si los acribillamos a balazos? ¡No dispare!
Con una mano hice que el cañón de su remington apuntase al cielo. Pero Batís se libró de ella furiosamente y disparó el fusil otra vez.
—¡No dispare! ¡No dispare, austríaco bastardo! —dije, tirando de su arma.
Fue lo mismo que si hubiese intentado arrancarle un brazo; aquello lo enloqueció. Sostuvo el fusil horizontalmente y de un empujón me echó del balcón. Era una agresión declarada. Me insultaba a gritos. Yo, rojo de rabia, me senté en una silla mordiéndome los labios. Era inútil hablar con alguien que había perdido el juicio. Vino hacia mí. Dejó a un lado el remington, farfullaba un discurso que a veces se aceleraba y a veces se rompía, sin ilaciones, sin coherencia. Me limité a mirarlo con los brazos cruzados, como un acusado en el banquillo. El movía su arpón por encima de la cabeza y se dirigía elogios supremos.
Aneris estaba sentada en el suelo, acurrucada en una pared, con la piel más oscura que nunca. Inició un cántico con una voz de cera.
Enloquecido, Batís le dio una patada. A ciegas, sin mirar dónde la golpeaba. En aquellos instantes me daba más miedo que los propios citauca; también lo odiaba mucho más de lo que nunca había odiado a los citauca. Aquel remolino de energía que era Batís hizo caer muebles enteros. Con una mano cogió a Aneris por el cuello y le gritó alguna barbaridad alemana al oído. Su manaza la ahogaba. Creí que iba a romperle el cuello como si fuese el de una botella. No. Se amorró aún más a la oreja de Aneris y le susurró palabras cariñosas. Hablaba en un tono muy distinto del que era habitual en él. Aún más: alrededor de los ojos el sentimiento le había formado unas enormes bolsas de carne hinchada. Un poco más y estallarían en un mar de lágrimas. Estaba a punto de llorar, él, la personificación humana de la rudeza. De uno de los muebles derrumbados sobresalía un libro. Era el libro de Frazer, que Batís me había escondido en algún momento.
—Dios mío, usted ya lo sabía, ¿verdad? —intervine, desempolvando la cubierta del libro—. Siempre lo ha sabido.
Allá abajo los citauca ululaban, más indignados que agresivos. Toda la humanidad de Caffó estaba rígida. Se intuía el colapso, y en vez de hablar, callé. Era la mejor manera de exponerlo a la evidencia, de demostrarle que no tenía ningún argumento. A continuación, con una voz amigable y pedagógica, le sugerí:
—Batís, lo único que tenemos que hacer es ofrecerles algo a cambio de la paz. No son regimientos prusianos, no exigirán ninguna rendición incondicional.
Lo creía desarmado. Pero de pronto fue como si convirtiera mis palabras en munición. Me señaló con un dedo cada vez más amenazador. Habló con una astucia irónica que siempre había creído fuera de su alcance:
—Usted ha dormido con ella, claro. Duerme con ella. ¡Es eso!
Yo sólo pretendía ofrecerle una salida razonable: que negociáramos la paz para salvar la vida. Pero se daba la circunstancia de que llegaba a conclusiones ciertas mediante razonamientos falsos.
—Sus intereses amorosos no coinciden con los míos —dije en el tono más diplomático posible.
—¡La ha tenido! —dijo en una erupción de rabia—. La ha hecho suya. Lo sabía, lo sabía. Lo supe desde el primer día que le vi, desde que pisó este faro por primera vez. ¡Sabía que tarde o temprano me atacaría por la espalda!
Realmente, ¿le importaba que fuésemos amantes? Es dudoso. En aquella acusación encontraba una válvula para dirigirme todo su odio. No, yo no era el responsable de un adulterio. Era alguien mucho más execrable. Era la voz que fracturaba un universo simplista, libre de matices. Un mundo que debía su supervivencia a la capacidad para mantener el absoluto del blanco y del negro. Aquella culata que me golpeaba como una porra no era odio, era miedo. Miedo a que los carasapo se pareciesen a nosotros, miedo a que pidiesen cosas mínimamente aceptables. Miedo a que escucharlos nos obligase a bajar los cañones. Aquel fusil que apenas podía eludir, aquel fusil que quería partirme el cráneo, romperme las costillas, hablaba con más elocuencia que todas las oratorias. Me decía que Batís, Batís Caffó, había ido tan lejos en el intento de alejarse de los carasapo que había acabado convirtiéndose en el peor carasapo imaginable: un monstruo con quien resultaba imposible sostener ningún diálogo.
En algún momento había cometido un error fatal; no debí haber forzado tanto sus límites. Y ahora estaba dispuesto a matarme. Aún no sé cómo pude huir trampilla abajo. Medio corriendo y medio rodando, fui a parar a la planta baja. Pero Batís me persiguió, gruñendo como un gorila. Movía los brazos a una velocidad increíble. Caían sobre mí como martillazos. Afortunadamente llevaba ropa muy gruesa, que amortiguaba un poco los golpes. Vio que no me hacía suficiente daño y me cogió por el pecho con las dos manos y me estampó contra la pared. Con una voz que salía de las cavernas de su biografía, vomitaba:
—¡Usted no es italiano, no es italiano, con usted no me he equivocado nunca, mi problema es que con usted nunca me he equivocado, y le he dejado hacer! ¡Traidor, traidor, traidor!
En sus manos parecía un muñeco. Hacía que mi cuerpo golpease una y otra vez contra la pared. Tarde o temprano me rompería el cráneo o la columna vertebral. Su brutalidad me convirtió en una rata. Lo único que podía hacer era arrancarle los ojos. Pero cuando notó mis dedos en la cara me lanzó al suelo y empezó a pisotearme con sus patas de elefante. Hizo que me sintiera como un escarabajo. Reculé arrastrándome, y al girarme vi que Batís sostenía un hacha en las manos.