La piel del tambor (56 page)

Read La piel del tambor Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
5.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Sigue ella ahí adentro?

—Sí. Está firmando las últimas declaraciones, con ese abogado que usted trajo. Dentro de un momento podrá irse a casa.

—¿Refrenda la confesión de don Príamo?

Navajo hizo una mueca:

—Todo lo contrario. Insiste en que no se lo cree. El párroco es incapaz de matar a nadie, asegura.

—¿Y qué contesta él?

—Nada. La mira y no dice nada.

Volvió a abrirse la puerta al extremo del vestíbulo, y Arce, el abogado, vino hasta ellos. Era un individuo de aspecto apacible, vestido de oscuro y con la insignia colegial de oro en la solapa. Hacía años que se ocupaba de asuntos jurídicos de la Iglesia y tenía merecida fama de especialista en todo tipo de situaciones irregulares, incluida ésa. En concepto de honorarios y dietas cobraba una fortuna.

—¿Y ella? — preguntó Navajo.

—Acaba de firmar su declaración —dijo Arce—. Y ha pedido un par de minutos con el padre Ferro, para despedirse. Sus compañeros no ven inconveniente, así que los he dejado hablando un poco. Bajo vigilancia, por supuesto.

Suspicaz, el subcomisario miró a Quart y luego al abogado.

—Pues ya pasa de dos minutos —sugirió—. Así que es mejor que se la lleven.

—¿Van a bajar al párroco a los calabozos? — preguntó Quart.

—Esta noche dormirá en la enfermería —Arce indicaba con un gesto que la deferencia se la debían al subcomisario—. Hasta que mañana decida el juez.

Se abrió de nuevo la puerta, y Gris Marsala vino hasta ellos acompañada por un agente que traía en la mano unas hojas mecanografiadas. La monja tenía el aire abatido, muy fatigado. Seguía llevando los mismos tejanos y zapatillas deportivas que en la iglesia, y una cazadora vaquera sobre el polo azul. En la luz cruda y blanca del vestíbulo aún parecía más inerme que por la mañana.

—¿Qué ha dicho? — le preguntó Quart.

Ella tardó una eternidad en volverse hacia el sacerdote, cómo si le costara reconocerlo.

—Nada —las palabras salieron lentamente, inexpresivas. Movía la cabeza a uno y otro lado, con desesperanza—. Dice que lo mató, y luego se calla.

—¿Y usted lo cree?

En alguna parte del edificio, apagada y lejana, resonó una puerta al cerrarse. Gris Marsala miró a Quart, sin responder. Sus ojos claros reflejaban un desprecio infinito.

Cuando el abogado Arce se fue en un taxi con la monja, Simeón Navajo pareció relajarse, aliviado. Detesto a esos fulanos, confió a Quart en voz baja. Con sus trucos, sus habeas corpus y todo lo demás. Son la peste, páter; y ese suyo tiene más conchas que las islas Galápagos. Después de aquel desahogo, el subcomisario le echó un vistazo a los folios que habría traído el otro policía, antes de pasárselos al sacerdote:

—Aquí tiene copia de la declaración. No es algo muy regular, así que hágame el favor de no airearla demasiado por ahí. Pero usted y yo… —Navajo sonreía a medias— Bueno. Me hubiera gustado ayudar más en este asunto.

Quart lo miró, agradecido:

—Lo ha hecho.

—No me refiero a eso. Quiero decir que un sacerdote detenido por asesinato… —Navajo se tocó la coleta, incómodo—. Ya me entiende. No lo hace sentirse a uno satisfecho de su trabajo.

Hojeaba Quart los folios fotocopiados, escritos en lenguaje oficial. En Sevilla, a tantos de tantos, comparece don Príamo Ferro Ordás, natural de Tormos, provincia de Huesca. Al pie del último estaba la firma del párroco: un trazo torpe, casi un garabato.

—Cuénteme cómo lo hizo.

Navajo señaló las diligencias.

—Ahí lo tiene todo. El resto podemos deducirlo de sus respuestas afirmativas a nuestras preguntas, o de lo que se ha negado a contestar. Según parece, Honorato Bonafé estaba en la iglesia sobre las ocho u ocho y media. Probablemente había entrado por la puerta de la sacristía. El padre Ferro fue a la iglesia para hacer su ronda antes de cerrar, y allí estaba el otro.

—Iba chantajeando a todo el mundo —apuntó Quart.

—Quizá fuera eso. Cita previa o casualidad, el caso es que el párroco dice que lo mató, y punto. Sin más detalles. Sólo añade que después cerró la puerta de la sacristía, dejándolo dentro.

—¿En el confesionario?

Navajo movió la cabeza:

—No se pronuncia. Pero mi gente ha reconstruido lo que pasó. Bonafé estaría subido al andamio del altar mayor, junto a la imagen de la Virgen. Según todos los indicios, el párroco subió también —acompañaba el relato con sus habituales gestos de las manos, dos dedos caminando hacia arriba como si treparan por el andamio, y luego otros dos dedos acercándose—. Discutieron, forcejearon o lo que fuera. El caso es que Bonafé cayó, o fue empujado, desde cinco metros de altura —Navajo enlazó los dos pares de dedos un instante y luego imitó la caída de uno de los contendientes—. Aquella herida de la mano se la hizo al intentar agarrarse a un tornillo del andamio. En el suelo, reventado aunque todavía vivo, se arrastró unos metros, incorporándose después —Quart seguía, casi angustiado, el lento arrastrarse de los dedos del policía—, Pero no podía andar, y lo más cercano que pudo hallar fue el confesionario. Así que se derrumbó en él y allí murió.

Los dedos que representaban a Bonafé yacían ahora inmóviles, sobre la palma de la otra mano que oficiaba como improvisado confesionario. Gracias a la mímica de Navajo, Quart podía imaginar la escena sin esfuerzo; y a pesar de ello le seguían aturdiendo la cabeza todas y cada una de las conjunciones adversativas que había aprendido de pequeño, en la escuela. Mas. Pero. Empero. Sino. Sin embargo.

—¿Lo confirma don Príamo?

Navajo puso cara de fastidio. Hubiera sido demasiado hermoso. Mucho pedir.

—No. Sólo se calla —se quitó las gafas para mirarlas al trasluz del neón, como si la limpieza de los lentes le infundiera sospechas profesionales—. Dice que lo hizo él, y se calla.

—Esta historia no tiene pies ni cabeza.

El subcomisario sostuvo la mirada escéptica de Quart sin pestañear, en un silencio que sólo era cortés.

—No estoy de acuerdo —dijo por fin—. Como clérigo es posible que usted prefiera otros indicios, o circunstancias. Imagino que es el lado moral del hecho lo que le repugna, y lo comprendo.

Pero póngase en mi lugar —se caló las gafas—. Soy policía y mis dudas son mínimas: tengo un informe forense y un hombre, sacerdote o no, en correcto uso de sus facultades mentales, que confiesa haber matado. Como decimos aquí: líquido blanco y embotellado, con una vaca en la etiqueta, no puede ser más que leche. Pasteurizada, desnatada o merengada, como guste; pero leche.

—Bien. Usted sabe que él lo hizo. Pero yo necesito saber cómo y por qué lo hizo.

—Bueno, páter. A fin de cuentas es asunto suyo. Aunque sobre ese particular quizá pueda aportarle algún dato más. ¿Recuerda que Bonafé estaba encima del andamio del altar mayor cuando lo sorprendió el párroco? — sacó del bolsillo de su pantalón una bolsita de plástico con una pequeña bola nacarada dentro—… Pues mire lo que hemos encontrado en el cadáver.

—Parece una perla.

—Es una perla —confirmó Navajo—. Una de las veinte que la imagen de la Virgen tiene engarzadas en la cara, el manto y la corona. Y Bonafé la llevaba en un bolsillo de su chaqueta.

Quart miraba la bolsita de plástico, desconcertado—

—¿Y?

—Pues que es falsa. Como las otras diecinueve.

En su despacho, rodeados de mesas desiertas, el subcomisario dio a Quart el resto de los detalles mientras le servía otro café y él despachaba un botellín de cerveza. Había llevado toda la tarde y parte de la noche realizar las averiguaciones pertinentes, pero podía establecerse con seguridad que alguien sustituyó meses atrás las perlas de la imagen por otras veinte idénticas, de imitación. Navajo dejó leer al confuso Quart los informes y faxes correspondientes. Su amigo el inspector jefe Feijoo había trabajado hasta última hora en Madrid para seguir la pista a las perlas. Aún no estaba determinado con exactitud, pero los indicios apuntaban una vez más a Francisco Montegrifo, el marchante madrileño que ya fue contacto del padre Ferro en la venta irregular del retablo de Cillas, diez años antes. Y Montegrifo había puesto en circulación las perlas del capitán Xaloc. La descripción, al menos, coincidía con una partida detectada en manos de cierto perista, un joyero catalán confidente de la policía, experto en blanquear material adquirido de modo ilegal. Por supuesto, nada podía probársele a Montegrifo sobre su presunta mediación; pero los indicios eran más que razonables. En cuanto al dinero obtenido, la fecha que daba el confidente coincidía con una reanudación de las obras en la iglesia, durante la que se adquirió material de albañilería y llegó a alquilarse maquinaria. Proveedores contactados por los hombres del subcomisario Navajo afirmaban que el coste de las entregas excedía las posibilidades del sueldo del párroco y el cepillo para limosnas de la iglesia.

—Así que tenemos un móvil —concluyó Navajo—. Bonafé está sobre la pista, acude a la iglesia y confirma que las perlas son falsas… Intenta chantajear al párroco, o igual éste ni siquiera le da tiempo —las manos del subcomisario volvieron a representar la escena, esta vez sobre el tablero de la mesa, con la bandeja de papeles haciendo las veces de andamio—. Quizá lo sorprende en plena faena y lo mata. Después cierra con llave la puerta de la sacristía, y pasa un par de horas en la torre de la Casa del Postigo, reflexionando. Luego desaparece un día entero.

Después de la última frase, el policía estuvo mirando a su interlocutor, inquisitivo, animándolo a que completara las lagunas del relato. Pareció decepcionado cuando Quart no dijo nada.

—Por cierto —prosiguió de mala gana— que el padre Ferro no ha querido contar nada de su desaparición. Extraño, ¿verdad?… —ahora deslizaba una mirada dolida por encima de las gafas—. Tampoco en este punto, páter, si permite que se lo diga, me ha ayudado usted mucho.

Como buscando consuelo, se acercó en la silla hasta el pequeño frigorífico que tenía detrás, sacó otro botellín de cerveza y un bocadillo de jamón envuelto en papel de aluminio, le preguntó a Quart si gustaba, y se puso a devorarlo con ferocidad mientras el sacerdote se preguntaba dónde metía el menudo subcomisario toda aquella comida, y toda aquella cerveza.

—Prefiero callar a mentirle —dijo Quart mientras el otro masticaba—. Comprometería a personas que nada tienen que ver. Quizá más tarde, cuando todo haya terminado… Pero cuente con mi palabra de sacerdote: nada de eso afecta directamente al caso.

Navajo le dio un mordisco al bocadillo, se acompañó con un trago del botellín y observó a Quart, pensativo:

—¿Secreto de confesión, verdad?

—Podríamos considerarlo así.

—Bueno —otro mordisco—. No tengo más remedio que creerlo, páter. Además, he recibido instrucciones de mis jefes en el sentido, y cito literal, de ser exquisitamente discreto en este asunto… —sonrió a medias, la boca llena, envidiando las influencias profesionales de Quart—. Aunque debo decirle que, en cuanto resuelva lo inmediato, tengo intención de ocuparme de los lados oscuros del caso, aunque sea a título personal… Soy un policía endiabladamente curioso, si me permite la expresión —por un momento la mirada del subcomisario se volvió seria tras los cristales de las gafas— Y no me gusta que me tomen el pelo.

Movió la coleta para demostrar que todo el pelo estaba allí. Después hizo una bola con el envoltorio del bocadillo y la arrojó a la papelera.

—De todas formas, no olvido que sigo en deuda con usted —alzó un dedo de pronto. Acababa de acordarse de algo—. Por cierto. En el hospital Reina Sofía acaba de ingresar un hombre en un estado lamentable. Lo encontraron bajo el puente de Triana, hace un rato —ahora Navajo escrutaba a Quart con mucha atención— Es un detective privado de baja estofa, que según cuentan hace de escolta para Pencho Gavira, el marido, o lo que sea, de la señora Bruner hija. Vaya noche de coincidencias, ¿verdad?… Imagino que tampoco sabrá nada de eso.

Quart sostenía la mirada del policía, impasible:

—Tampoco.

Navajo se hurgaba los dientes con una uña.

—Lo suponía —dijo—. Y no sabe cuánto me alegro, porque ese individuo está hecho un Ecce Homo: dos brazos partidos y la mandíbula rota. Costó media hora conseguir que articulase dos palabras, imagínese. Y cuando lo hizo, fue para decir que se había caído por la escalera.

No había mucho más que decir. Como Quart era el único representante eclesiástico que tenía a mano, Navajo le entregó algunos documentos oficiales con el juego de llaves de la iglesia y de la casa parroquial. También le hizo firmar una breve declaración sobre el carácter voluntario de la entrega del padre Ferro.

—Ningún otro clérigo, aparte de usted, ha hecho acto de presencia por aquí. Esta tarde nos telefoneó el arzobispo, pero fue para lavarse las manos con mucho arte —el policía hizo una mueca—. Ah. También para rogar que mantengamos a los periodistas lejos del asunto.

Después tiró el botellín vacío a la papelera, inició un descomunal bostezo, y tras mirar el reloj, insinuó sus deseos de irse a dormir. Pidió Quart ver por última vez al párroco, y Navajo, tras considerarlo un momento, declaró que no había inconveniente si el interesado lo autorizaba. Se fue a hacer la gestión, y al hacerlo dejó la perla falsa dentro de su bolsita de plástico sobre la mesa.

Quart la estuvo observando sin tocarla, mientras pensaba en Honorato Bonafé con aquello en un bolsillo. Era gruesa, descascarillada su capa brillante en la parte donde estuvo pegada en el alvéolo de la imagen. Para el asesino, fuera quien fuese —el padre Ferro, la misma iglesia, cualquiera de los personajes que se movían en torno a ella—, la perla cobraba, una vez fuera del lugar donde había estado engarzada, el carácter de objeto mortal. Bonafé había ido a pasear sin saberlo por el filo mismo del misterio: algo que trascendía los límites policíacos del asunto.
No profanaréis la casa de mi Padre.
No amenacéis el refugio de los que buscan consuelo. A partir de ahí, la moral convencional era inadecuada para considerar los hechos. Había que ir más allá, a las tinieblas exteriores, a los inhóspitos caminos por donde el pequeño y duro párroco transitaba desde hacía años, sosteniendo sobre sus hombros cansados el peso desolador, excesivo, de un cielo desprovisto de sentimientos. Dispuesto a dar paz, cobijo, misericordia. Dispuesto a perdonar los pecados, e incluso —como aquella noche— a cargar con ellos.

Other books

The Devil's Necktie by John Lansing
The Empire of Shadows by Richard E. Crabbe
Terror on the Beach by Holloway, Peggy
Miracles Retold by Holly Ambrose
Good Karma by Donya Lynne
A Dangerously Sexy Affair by Stefanie London
The Wall by William Sutcliffe
The Cupid Chronicles by Coleen Murtagh Paratore
To Love a Wicked Scoundrel by Anabelle Bryant