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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (27 page)

BOOK: La piel del tambor
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El padre Ferro se adelantó a leer el Evangelio. Sus ornamentos eran blancos, y Quart observó que por el cuello, bajo la casulla y la estola, asomaba el borde del amito: la antigua pieza de tela que, en recuerdo del lienzo que cubrió el rostro de Cristo, los sacerdotes ponían sobre sus hombros al vestirse para la misa antes del Concilio Vaticano II. Sólo los oficiantes muy viejos o muy tradicionalistas recurrían ya a esa prenda; y no era éste el único anacronismo en la indumentaria y actitudes del padre Ferro. La vieja casulla, por ejemplo, era del tipo llamado de guitarra, el peto dejando aberturas completas a los lados, en lugar del modelo usual, próximo a la dalmática, que había venido a sustituirlo por más cómodo y ligero.


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos

El párroco leía el texto cientos de veces repetido a lo largo de su vida sin mirar apenas el libro abierto sobre el atril, absorto en algún lugar indeterminado del espacio entre él y sus fieles. No había micrófonos —tampoco la pequeña iglesia los necesitaba— y su voz recia, tranquila, desprovista de inflexiones o matices, llenaba con autoridad el silencio de la nave, entre los andamies y las pinturas ennegrecidas del techo. No dejaba lugar a la discusión ni a la duda: todo, fuera de aquellas palabras pronunciadas en nombre de Otro, carecía de valor o de importancia. Aquél era el verbo de la fe.


En verdad os digo que vosotros gemiréis y lloraréis, mientras el mundo se alegrará. Vosotros estaréis tristes, pero Yo os digo que vuestra tristeza se convertirá en gozo. Y Yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón. Y nadie podrá quitaros ya este gozo

Palabra de Dios, dijo regresando tras el altar; y los fíeles rezaron el Credo. Entonces, sin sorprenderse demasiado, Quart descubrió a Macarena Bruner. Estaba tres bancos delante de él, con gafas oscuras, téjanos, el pelo recogido en cola de caballo y la chaqueta sobre los hombros, inclinado el rostro en la oración. Después, al volver al altar, los ojos de Quart encontraron los del padre Óscar que lo observaban, inescrutables, mientras don Príamo Ferro seguía oficiando, ajeno a cuanto no fuese el ritual de sus propios gestos y palabras:


Benedictas est. Dómine, deus univérsi, quia de tua largitáte accépimus panem

Atónito, Quart prestó atención a lo que decía el sacerdote: estaba celebrando en latín. De hecho, todas las partes de la misa que no iban directamente dirigidas a los fíeles o no podían ser recitadas de modo colectivo, el padre Ferro las pronunciaba en la vieja lengua canónica de la Iglesia. Aquélla no era una infracción grave, por supuesto; algunas iglesias con fuero especial poseían ese privilegio, y el propio Pontífice oficiaba a menudo la misa en latín, en Roma. Pero las disposiciones eclesiásticas establecían, desde Pablo VI, que la misa se hiciese en las respectivas lenguas de cada parroquia para mayor comprensión y participación de los fieles. Resultaba evidente que el padre Ferro asumía sólo a medias el espíritu de modernidad eclesiástica.


Per huius aquae et vini mystérium

Quart lo estudió con detenimiento durante el ofertorio. Puestos los objetos litúrgicos sobre los corporales, el párroco elevó al cielo la hostia colocada en la patena y luego, mezclando unas gotas de agua en el vino aportado en las vinajeras por el padre Osear, hizo lo mismo con el cáliz. Después se volvió a su acólito, que le ofrecía una pequeña jofaina con jarra de plata, y procedió a lavarse las manos.


Lava me. Dómine, ab iniquitáte mea
.

Seguía Quart el movimiento de sus labios pronunciando las frases latinas en voz baja. El lavatorio de manos era otra costumbre en vías de extinción, aunque aceptada en el orden común de la misa. Y pudo apreciar más detalles anacrónicos, poco vistos desde que, con diez o doce años, asistía como monaguillo al cura de su parroquia: el padre Ferro juntó las yemas de los dedos bajo el chorro de agua que le vertía el acólito y después, una vez secas las manos, mantuvo pulgares e índices juntos, formando un círculo, para impedir que tuviesen contacto con nada; e incluso las páginas del misal las pasaba con los otros tres dedos, que mantenía rígidos. Todo aquello era exquisitamente ortodoxo a la antigua usanza, muy propio de viejos eclesiásticos renuentes a aceptar el cambio de los tiempos. Sólo le faltaba oficiar de espaldas a los fieles, vuelto hacia el retablo y la imagen de la Virgen como se hacía tres décadas atrás. Y a don Príamo Ferro, sospechaba Quart, eso no lo hubiera incomodado en absoluto. Vio que rezaba el canon inclinando su cabeza testaruda, hirsuto pelo blanco trasquilado a tijeretazos: Te ígitur, clementíssime Pater. El mentón de sombras oscuras y grises mal rasuradas se hundía contra el cuello de la casulla mientras el párroco pronunciaba en voz baja, audible en el silencio absoluto de la iglesia, las oraciones del sacrificio de la misa del mismo modo que fueron pronunciadas por otros hombres, vivos y muertos antes que él, durante los últimos mil trescientos años:


Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est ubi Deo Patri omnipoténti

Muy a su pesar, incluso con su escepticismo técnico a cuestas y el desdén que le inspiraba la figura del padre Ferro, el sacerdote que había en Lorenzo Quart no pudo menos que conmoverse ante la singular solemnidad que el ritual, aquellos gestos y palabras, confería al veterano párroco. Era como si la transformación simbólica que en ese momento se registraba sobre el altar transfigurase también su apariencia de tosco cura provinciano para revestirla de autoridad; un carisma que hacía olvidar la vieja y sucia sotana y los zapatos sin lustrar bajo la casulla de cuello raído, hilos de oro y adornos deslucidos por el paso del tiempo. Dios —si es que había un Dios tras aquella madera dorada, barroca, reluciente en torno a la Virgen de las Lágrimas— accedía sin duda, por un instante, a poner la mano en el hombro del anciano gruñón que, inclinado sobre la hostia y el cáliz, consumaba el misterio de la encarnación y muerte del Hijo. Además, se dijo Quart mirando los rostros que tenía ante sí—incluida Macarena Bruner vuelta hacia el altar y pendiente, como los otros, de las manos del sacerdote—, lo que en ese momento importaba menos era que hubiese o no, en alguna parte, un Dios dispuesto a impartir premios y castigos, condenación o vida eterna. Lo que contaba en aquel silencio donde la voz recia del padre Ferro desgranaba la liturgia eran los rostros graves, tranquilos, pendientes de sus manos y su voz, murmurando con el oficiante palabras, comprendidas o no, que se resumían en una sola: consuelo. Lo que significaba calor frente al frío, o una mano amiga en la oscuridad. Y como ellos, arrodillado en su reclinatorio con los codos sobre el respaldo del banco que tenía delante, Quart repitió para sus adentros las palabras de la consagración mientras se removía incómodo; consciente de que acababa de franquear el umbral de la comprensión respecto a aquella iglesia, su párroco, el mensaje de Vísperas y lo que él mismo estaba haciendo allí. Era más fácil, descubrió, despreciar al padre Ferro que verlo, pequeño y cimarrón bajo la anticuada casulla, creando con las palabras del viejo misterio un humilde remanso donde aquella veintena de rostros en su mayor parte cansados, envejecidos, inclinados bajo el peso de los años y de la vida, miraban —temor, respeto, esperanza— el trocito de pan que el viejo cura sostenía en sus manos orgullosas. El vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que elevaba acto seguido en el cáliz de latón dorado y descendía después convertido en sangre de aquel Jesús que, del mismo modo, acabada la cena, dio de comer y beber a sus discípulos con palabras idénticas a las que el padre Ferro hacía resonar ahora, inalterables, veinte siglos después bajo las lágrimas de Carlota Bruner y el capitán Xaloc:
Hoc fácite in meam commemoratiónem
. Haced esto en memoria mía.

La misa había terminado. La iglesia estaba desierta. Quart seguía sentado inmóvil en su banco, después que don Príamo Ferro dijera Ite, missa est retirándose del altar sin mirar una sola vez en su dirección, y los fieles se hubiesen ido uno a uno, incluida Macarena Bruner, que pasó por su lado tras las gafas oscuras y sin muestras de reparar en él. Durante un rato, la vieja beata del velo fue la única compañía de Quart; y mientras ésta rezaba, el padre Óscar salió de nuevo al altar por la puerta de la sacristía, apagó los cirios y la luz eléctrica del retablo, y volvió a retirarse sin levantar la mirada del suelo. Después también la beata se fue, y el agente del IOE quedó solo en la penumbra de la iglesia vacía.

A pesar de sus actitudes y del rigor con que se atenía a la regla, Quart era un hombre lúcido. Y esa lucidez se manifestaba corno una maldición serena que impedía aprobar por completo el orden natural de las cosas, sin proporcionarle a cambio coartadas que hicieran soportable semejante conciencia. En el caso de un sacerdote, como en el de cualquier oficio que exigiese creer en el mito de la situación privilegiada del hombre en la armonía del Universo, aquello resultaba molesto y peligroso; pocas cosas sobrevivían a la certeza de lo insignificante que es la vida humana. En cuanto a Quart, sólo la fuerza de voluntad, encarnada en su disciplina, permitía mantener a raya la peligrosa frontera donde la verdad desnuda tienta a los hombres, dispuesta a pasar factura en forma de debilidad, apatía o desesperación. Ésa era, tal vez, la causa de que permaneciera sentado en el banco de la iglesia, bajo la bóveda negra que olía a cera y piedra vieja y fría. Miraba a su alrededor los andamies contra las paredes, los polvorientos exvotos junto al Nazareno de su cio pelo natural, la madera dorada del retablo en sombras, las losas del suelo que los pasos de gente muerta habían desgastado cien, doscientos o trescientos años atrás. Y veía aún el rostro mal afeitado y ceñudo del padre Ferro que se inclinaba sobre el altar, pronunciando herméticas frases ante una veintena de rostros aliviados de su condición humana por la esperanza de un padre todopoderoso, un consuelo, una vida mejor donde los justos obtendrían su premio y los impíos su castigo. Aquel modesto recinto estaba muy lejos de los escenarios al aire libre, las pantallas gigantes de televisión, el folklore y la ordinariez de las chillonas iglesias multicolores donde todo era válido: las técnicas de Goebbeis, los escenarios de rock, la dialéctica de los mundiales de fútbol, el agua bendita con aspersor electrónico. Por eso, como los peones pasados a los que aludía Gris Marsala, ajenos ya a la batalla cuyo rumor se apagaba a sus espaldas, librados a su propia suerte e ignorando si quedaba en pie un rey por el que luchar, algunas piezas elegían su casilla en el tablero de ajedrez: un lugar donde morir. El padre Ferro había escogido el suyo, y Lorenzo Quart, cualificado cazador de cabelleras por cuenta de la Curia romana, era capaz de comprenderlo sin demasiado esfuerzo. Quizá por eso ahora no las tenía todas consigo sentado en un banco de aquella iglesia pequeña, maltrecha y solitaria, convertida por el viejo párroco en su Torre Maldita: un reducto para defender las últimas ovejas fieles de los lobos que vagaban por todas partes, afuera, listos para arrebatarles los últimos jirones de inocencia.

En todo eso estuvo pensando Quart sentado en su banco, durante un buen rato. Luego se levantó y fue por el pasillo central hasta el altar mayor, escuchando el eco de sus pasos bajo la cubierta elíptica del crucero. Se detuvo frente al retablo, junto a la lamparilla encendida del Santísimo, y miró las esculturas orantes de los antepasados de Macarena Bruner a los lados de la imagen central de la Virgen de las Lágrimas. Bajo su baldaquino regio, escoltada por querubines y santos entre hojarasca y adornos de madera dorada, la talla de Martínez Montañés se perfilaba en penumbra, con la claridad diagonal que las vidrieras hacían pasar entre la estructura geométrica, racional, de los andamies. Era muy bella y muy triste, con el rostro ligeramente vuelto hacia arriba igual que un reproche, y las manos vacías y abiertas, extendidas a cada lado como si preguntara en nombre de qué le habían arrebatado a su hijo. Las veinte perlas del capitán Xaloc brillaban suavemente en su rostro, en la corona de estrellas y en la túnica azul, bajo la que un pie desnudo sobre la media luna aplastaba una cabeza de serpiente.

—…
Y pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo

La voz citando el Génesis sonó a su espalda, y al volverse Quart descubrió los ojos claros de Gris Marsala. No la había oído entrar y ahora estaba tras él, después de acercarse silenciosamente gracias a sus zapatillas de tenis.

—Anda usted como los gatos —dijo Quart.

Ella se rió, moviendo la cabeza. Llevaba como siempre el pelo recogido en la nuca con su corta trenza, un polo holgado y téjanos sucios de pintura y yeso. Quart pensó en ella maquillándose frente al espejo antes de la visita del obispo, y en la mirada de aquellos ojos fríos multiplicada al romperse el cristal bajo el puñetazo. Buscó en sus manos la cicatriz. Allí estaba: un trazo lívido de tres centímetros en la cara interior de la muñeca derecha. Se preguntó si había sido intencionado.

—No me diga que oyó misa aquí — dijo ella.

Asintió Quart, viéndola sonreír de modo indefinible. Todavía le miraba la cicatriz; y Gris Marsala, al advertirlo, volvió el antebrazo, ocultándola.

—Ese párroco —dijo Quart.

Iba a añadir algo, pero se quedó callado como si aquello lo resumiera todo. Al cabo de un momento ella sonrió de nuevo; esta vez de modo más oscuro, cual si lo hiciera para sí misma después de escuchar palabras no pronunciadas.

—Sí —murmuró—. Se trata exactamente de eso.

Parecía aliviada, y dejó de protegerse la muñeca. Después le preguntó si había visto a Macarena Bruner, y Quart asintió con un gesto.

—Viene cada mañana, a las ocho —precisó ella—. Los jueves y los domingos, con su madre.

—No la imaginaba tan pía.

No había intención en el sarcasmo, pero Gris Marsala encajó molesta el comentario:

—Déjeme decirle algo. No me gusta ese tono suyo.

Dio él unos pasos frente al retablo, mirando la imagen de la Virgen. Después se volvió de nuevo a la mujer:

—Quizá tenga razón. Pero anoche cené con ella, y sigo desconcertado.

—Sé que cenaron —los ojos claros lo estudiaban con atención, o curiosidad—. Macarena me despertó a la una de la madrugada para tenerme casi media hora al teléfono. Entre otras muchas cosas, dijo que usted vendría a misa.

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