La perla (9 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Drama, Relato, otros

BOOK: La perla
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Pasó la botella a su marido, pero él negó con la cabeza y se humedeció los labios con la lengua.

—Juana —habló—. Yo me iré y tú te esconderás. Los obligaré a seguirme por las montañas, y cuando hayan pasado te vas al norte, a Loreto o a Santa Rosalía. Luego, si puedo escapar a su acoso, volveré a tu lado. Es el único recurso que nos queda.

Ella le miró fijamente a sus ojos.

—No —decidió—. Vamos contigo.

—Corro más yendo solo —protestó él con voz áspera—. Expones al pequeño viniendo conmigo.

—No —se limitó a decir Juana.

—Tiene que ser así. Es mi voluntad y lo único prudente.

—No —repitió Juana.

Él trató de hallar debilidad, miedo o vacilación en su rostro, pero no era así.

Sus pupilas brillaban. Entonces se encogió de hombros, desesperanzado, pero a la vez animado por la actitud de ella. Cuando reemprendieron la marcha ya no era una fuga regida por el pánico.

El terreno, a medida que se alzaba hacia las cumbres, cambiaba rápidamente. Las rocas graníticas eran muy grandes, agrietadas por la intemperie, y Kino aprovechaba sus duras superficies para caminar sin dejar huellas, siempre que le era posible. Sabía que cada vez que sus perseguidores perdían la pista tenían que entretenerse largo rato describiendo continuos zigzags, por lo que volvía a veces hacia el sur, dejando una huella bien visible y regresaba de nuevo en la dirección deseada sobre rocas encubridoras. La cuesta era ya muy acentuada y les hacía jadear.

El sol se zambullía por el firmamento hacia la línea dentada de las montañas, y Kino se encaminaba a un desfiladero sombrío que veía a lo lejos. Si en alguna parte del país había agua, sería sin duda allá donde se veía algo de vegetación. Además, aquel desfiladero será probablemente uno de los pocos pasos al otro lado de la sierra. Tenía su peligro, porque los tramperos se les ocurriría lo mismo, pero la botella de agua vacía no dejaba lugar a esta consideración. Y así, mientras el sol resbalaba por la izquierda del cielo, Kino y Juana subían pesadamente por la empinada ladera.

Muy arriba en el muro rocoso, bajo un agreste pico, brotaba un manantial alimentado por el de hielo. A veces estaba seco y crecía el musgo en el lecho de su cauce, pero casi siempre llevaba caudal, fresco y limpio. Cuando llovía formaba una alegre columna de agua espumeante que caía por el corte del desfiladero. Saltaba de escalón en escalón de piedra, formando sucesivos remansos que se iban llenando hasta rebosar por las márgenes y seguir cayendo hasta el llano, donde la tierra sedienta la hacía desaparecer, con la ayuda del aire cálido y las miríadas de raíces ávidas. Acudían animales desde muchas millas para abrevar en sus remansos, cabras monteses, ciervos, pumas y ratones campestres. Por la noche acudían los pájaros que de día revoloteaban sobre los matorrales de la llanura y junto al salvaje torrente, en todos los lugares en que se reunía suficiente tierra para sostener una raíz, crecían colonias vegetales, vides silvestres y palmeras del desierto, lotos, hiedra, altos tallos herbáceos y grisáceos cardos entre una masa de ortigas. En los remansos vivían ranas, salamandras y lombrices de agua que se arrastraban por el fondo limoso. Todo lo que necesitaba del agua acudía a vivir en aquellos oasis húmedos. Los gatos monteses iban allí a cazar y lavar sus dentaduras ensangrentadas por las heridas de sus víctimas. El agua hacía que aquellos rincones fuesen parajes de vida y a la vez de muerte.

El escalón más bajo, donde se recogía el agua antes de dar un salto de cien pies y desaparecer en el árido desierto, era una plataforma de piedra y arena. En la taza natural de la roca entraba sólo un hilo de agua, que bastaba a mantenerla llena y dar vida a las plantas de sus orillas. La arena de la diminuta plaza estaba removida por las pezuñas y las garras de los animales que acudían a beber y a cazar.

El sol había salvado la línea de las montañas cuando Kino y Juana llegaron por fin a aquel lugar. Desde allí dominaban el soleado desierto y la mancha azul del Golfo en la lejanía. Estaban exhaustos, y Juana se dejó caer de rodillas y lavó la cara de Coyotito antes de darle de beber. El pequeño empezó a protestar y lanzar gemidos, y entonces Juana le dio el pecho.

Kino se tendió de bruces y bebió largo rato en el remanso. Luego extendió sus músculos cansados un momento y después de mirar a Juana y a su hijo, se levantó y fue hasta el borde del escalón de piedra, a otear la distancia. Sus ojos se fijaron en un punto y todo él se puso rígido. Muy abajo, al comienzo de la ladera, vio a los tramperos; parecían dos diminutos pulgones seguidos por una hormiga

Juana se había vuelto a mirarlo y se dio cuenta de la rigidez de su espalda.

—¿Lejos? —preguntó con voz reposada.

—Estarán aquí al caer la noche —contestó Kino, y alzó la mirada hacia lo alto de la cortadura de la sierra por la que descendía el torrente—. Hemos de ir al oeste declaró, y sus ojos escudriñaron la pared de piedra que se abría al desfiladero. A una altura de unos cien pies descubrió unas cuantas cavernas naturales. Quitándose las sandalias trepó hasta ellas, apoyándose en las irregularidades de la piedra con los pies desnudos. Las cuevas no tenían más que unos pies de profundidad, pero su suelo estaba inclinado hacia el interior. Kino, llegó hasta la mayor y se metió dentro, comprobando la imposibilidad de ser vistos desde fuera. Se apresuró volver junto a Juana.

—Hay que subir hasta allí. Es posible que no nos encuentren.

Sin oponer objeción alguna, ella llenó la botella de agua hasta arriba, y Kino la ayudó a encaramarse hasta la caverna, entregándole luego todos los paquetes. Juana se sentó a la entrada del agujero y observó lo que él hacía; no trataba de borrar las huellas de su paso junto al torrente. En lugar de ello subió, en dirección contraria al chorro de agua, arrancando a propósito maleza y arbustos, y luego volvió a descender. Estudió detenidamente el lienzo de roca que conducía a la cueva para cerciorarse de que no había huellas y por fin regresó al lado de Juana.

—Cuando suban —explicó— nosotros bajaremos otra vez al llano. Lo único que me da miedo es que el niño se ponga a llorar. Debes tener cuidado de que no lo haga.

—No llorará —aseguró ella, llevando hasta la suya la cara de la criatura y mirándolo a los ojos, que le devolvieron la mirada con aire solemne.

—Se da cuenta de todo —exclamó Juana.

Kino se había echado a la entrada de la cueva, apoyando la barbilla en los brazos cruzados y sin dejar de mirar el avance de la sombra azul de la montaña sobre la extensa llanura hasta las riberas del Golfo.

Los ojeadores tardaban en aparecer, como si tuvieran dificultades con el rastro que Kino había dejado. Era de noche cuando llegaron al arroyo. Los tres iban a pie, pues un caballo no podía trepar montaña arriba. Vistas desde lo alto eran tres figurillas exiguas que la noche se iba tragando poco a poco. El hombre del rifle se sentó a descansar y ojeadores se echaron junto a él. En la oscuridad brillaban sus tres cigarrillos y Kino veía que comían y oía el murmullo de su conversación.

Por fin llegaron las tinieblas, negras y espesa en el corazón del desfiladero.

Los animales que frecuentaban los remansos empezaron a acercarse, pero al oler la presencia de hombres se retiraron de nuevo a la oscuridad.

Oyó un murmullo tras de sí. Juana susurraba —Coyotito —procurando que estuviese quieto y callado. El niño protestaba y su voz apagada indicaba que Juana le había cubierto la cabeza con el chal.

Al pie de la montaña brilló una cerilla y a luz pudo ver que dos de los hombres dormían y tercero montaba la guardia con el rifle sobre las rodillas.

Luego la luz se extinguió, pero dejó en la retina de Kino un cuadro imborrable. Veía a los dos hombres acurrucados como perros y el cabrillear de la llama en el cañón del rifle.

Kino se retiró en silencio al fondo de la cueva. Los ojos de Juana parecían chispas reflejando luz de una estrella. Kino se acercó a ella y pegó sus labios a su mejilla.

—Hay un medio de acabar con esto —le dijo.

—Pero te matarán.

—Si llego primero hasta el hombre del rifle, todo estará resuelto. Dos de ellos duermen.

La mano de ella salió de debajo del chal y cogió a su brazo.

—Verán tu traje blanco a la luz de las estrellas.

—No —arguyó él—. Además, lo haré antes de que salga la luna. —Buscó en su cerebro alguna palabra de ternura, pero no dio con ninguna—. Si me matan —se limitó a decir —quédate quieta, y cuando se hayan ido, vete a Loreto.

La mano de ella tembló ligeramente.

—No hay otro camino —insistió él—. Si no lo hago así, por la mañana nos descubrirán.

—Ve con Dios —dijo Juana, con voz temblorosa.

Él la miró de muy cerca y vio sus grandes ojos abiertos. Alargó la mano y la apoyó unos momentos sobre la cabeza de Coyotito. Luego rozó con suavidad la mejilla de Juana, que contuvo el aliento.

Dibujada sobre el cielo en la entrada de la cueva vio Juana la silueta de Kino despojándose de sus ropas, que a pesar de lo sucias que estaban se verían demasiado blancas en la oscuridad de la noche. Su piel curtida y morena le protegería mejor. Luego vio cómo ataba el mango del cuchillo al collar que pendía sobre su pecho, dejando así sus dos manos libres. No volvió junto a ella; por un momento fue su cuerpo una mancha oscura en la entrada de la cueva, y luego desapareció.

Juana se adelantó hasta la abertura y miró hacia fuera. Miraba como un mochuelo desde su agujero en la montaña, y a su espalda dormía el niño sobre la manta. Juana murmuraba su extraña mezcla de oración y conjuro, sus Avemarías y sus imprecaciones contra aquellos lúgubres seres inhumanos.

La noche le parecía menos oscura al mirar desde allí, y al este del horizonte veía una cierta luminosidad reveladora de la próxima aparición de la luna Y, al mirar hacia abajo, vio la luz del cigarrillo de hombre que seguía en vela.

Kino bordeó la cornisa de piedra como lo haría una lenta oruga. Había dado la vuelta a su collar para que el cuchillo pendiera a su espalda y no pudiera tintinear contra la pared de piedra. Sus dedo extendidos tanteaban las montañas, sus pies hallaban apoyo en los salientes de la roca y su pecho resbalaba sobre el muro en lento avance.

Cualquier ruido, un guijarro que rodase, un suspiro, una involuntaria palmada sobre la roca, despertaría a los tramperos dormidos. Todo lo que fuera insólito en la noche los pondría sobre aviso. Pero la noche no era silenciosa: las ranas arbóreas que vivían cerca del arroyo charlaban como pájaros, el desfiladero se llenaba con el chirriar incesante las cigarras. En la cabeza de Kino había otra música, la del enemigo, palpitante, al acecho, y sobre ella la Canción Familiar se había hecho intensa aguda como el maullido de un puma hembra. La canción de la familia vivía con intensidad y lo impulsaba hacia el enemigo. Las cigarras parecían haberse apropiado la melodía y las ruidosas ranas repetían de vez en cuando fragmentos de su música.

Kino resbalaba por la ladera silencioso como una sombra. Un pie desnudo avanzaba unas pulgadas hasta que los dedos se afianzaban en el escalón de piedra, luego descendía el otro pie, y la palma de una mano le seguía. Después la otra y al final el cuerpo entero, sin que pareciera haberse movido, estaba más abajo. Kino llevaba la boca abierta para que su respiración no fuera ruidosa, porque sabía que no era invisible. Si el centinela, al oír algo, levantaba la vista hacia la pared desnuda, lo vería. Por ello tenía que moverse muy lentamente. Tardó muchísimo en llegar al pie de la pared granítica y entonces se escondió tras de una palmera enana. El palpitar de su corazón era como un trueno en el pecho y el sudor bañaba su cara y sus manos. Se tendió cuan largo era y respiró hondo para aquietar sus nervios.

Sólo le separaban veinte pies de sus enemigos y trataba de recordar la topografía de aquel espacio. ¿Había alguna piedra que pudiera detenerlo en mitad de su carrera? Se frotó las piernas para evitar calambres y se dio cuenta de que sus músculos estaban deshechos por efecto de la prolongada tensión. Entonces miró temeroso hacia Oriente. La luna saldría dentro de pocos minutos y él tenía que atacar antes de que saliese. Veía la silueta del centinela, pero los que dormían quedaban fuera de su área visual. Era el despierto el que tenía que caer bajo su ataque, rápida y decididamente.

Silenciosamente desprendió del collar el gran cuchillo, pero era demasiado tarde.

Al levantarse de su escondite asomó al borde del horizonte el disco lunar, y Kino volvió a dejarse caer.

Era una luna reducida y opaca, pero llenaba de luces y sombras todo el desfiladero.

Kino veía ahora con toda claridad la figura del hombre acurrucado junto al arroyo. Estaba mirando a la luna; encendió un cigarrillo y la cerilla iluminó su rostro un instante. No podía haber espera; cuando volviese la cabeza, Kino saltaría. Sus piernas estaban contraídas como muelles de acero.

Y entonces llegó desde arriba un lamento ahogado. El vigilante volvió la cabeza para escuchar y luego se puso en pie, y uno de los durmientes se agitó, incorporóse y preguntó:

—¿Qué ocurre?

—No lo sé —confesó el otro—. Parecía llanto, como el de un niño.

El que acababa de despertarse contestó:

—No puede asegurarse. He oído a coyotes llorar como criaturas.

El sudor caía en forma de gruesas gotas por la frente de Kino hasta sus ojos, que le escocían. El débil lamento se repitió y el centinela miró hacia la cueva, en la pared del norte.

—Es posible que sea un coyote —dijo, y Kino oyó el ligero ruido del cerrojo del rifle.

—Si es un coyote con esto se callará —observó el desconocido, levantando el rifle.

Kino había saltado ya cuando sonó el disparo y el fogonazo se reflejó en sus negras pupilas. El gran cuchillo describió un círculo en el aire en busca de su presa y se hundió con sordo ruido entre cuello y pecho. Kino era una terrible máquina. Se apoderó del rifle en el momento en que soltaba el cuchillo, lo alzó en el aire y lo descargó con fuerza sobre la cabeza del hombre sentado, rompiéndola como si fuera un melón. El tercero huyó de espaldas, como un cangrejo, se cayó dentro del remanso y trató de encaramarse a la orilla opuesta con movimientos frenéticos. Sus manos hacían gestos desesperados por alcanzar los sarmientos de vid silvestre y sus labios emitían gritos ahogados de terror. Pero Kino tenía ahora la dureza y frialdad del acero. Se echó el rifle a la cara con deliberación, apuntó e hizo fuego. Vio a su enemigo caer de espaldas en el agua y se acercó a él en dos zancadas. A la luz de la luna, vio sus ojos aterrorizados con algo de vida, y volvió a disparar entre ellos.

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