Authors: Irving Wallace
Aún le molestaba el aguijón que había sentido en aquellas dos visitas al percibir la decepción de su padre por causa suya. Al reverendo le habían disgustado de plano la ruptura del matrimonio de su hijo, su manera de vivir, su cinismo y su falta de fe.
Rememorando la decepción y desaprobación paternas, Randall todavía las desafiaba mentalmente: ¿quién era su padre para juzgarle cuando, conforme a los estándares de la sociedad, su padre encarnaba el fracaso y él el éxito? Pero luego lo meditó de nuevo: él sólo había triunfado en lo material, ¿o no? Su padre estaba midiéndolo con una medida diferente; con la medida con la que el buen reverendo se medía a sí mismo y a todos los hombres, y de acuerdo a la cual la vida de su hijo era deficiente. Entonces comprendió; su padre poseía ese componente humano que a él le faltaba: la fe. Su padre tenía fe en la Palabra encarnada, y por ende en la Humanidad y en el propósito de la vida. El hijo no tenía semejante fe ciega.
«Está bien, papá —pensó—. Nada de fe. Nada de creencias. Nada de confianza en nada.»
¿Cómo podía uno creer en un Dios del Bien? La sociedad era injusta, hipócrita; estaba podrida hasta el corazón. Los hombres, en su mayoría, eran bestias sueltas que se comportaban salvajemente para sobrevivir, o bien que se ocultaban para sobrevivir. Y nada de lo que el hombre pudiera fabricar, desde el mito de algún cielo de aleluyas allá arriba (el infierno no necesitaba crearlo, puesto que ya existía en la Tierra) hasta los dioses falsos que adoraba, podría cambiar la realidad del presente ni la nada que era la finalidad de todos los animales humanos. Como decía el viejo proverbio yiddish, que un cliente le había referido una vez: «Si Dios viviera en la Tierra, la gente rompería los cristales de Sus ventanas.»
«Maldición, papá, ¿es que no puedes darte cuenta?»
«Deja de discutir con él (por poco y lo convertía en Él) —se dijo a sí mismo Randall—. Basta de discutir con el pasado.»
Randall abrió los ojos. Tenía los labios pegados y la respiración forzada, y la parte baja de la columna vertebral empezaba a dolerle. Estaba asqueado del olor del hospital (medicinas y antisépticos y carne moribunda); el olor del blanco y el verde del hospital. Estaba cansado, también, de su ira interna y de su aflicción; de no hacer nada ni poder hacer nada. Se sentía frustrado por su papel de testigo. Éste no era un deporte para espectadores. Randall decidió que ya había soportado bastante.
Se levantó de la silla. Tenía la intención de hablar con el médico y la enfermera, de explicarles que se iba y que estaría con los otros en la sala de espera. Pero el doctor Oppenheimer estaba absorto estudiando el expediente de su paciente, cuando un técnico entró empujando un electrocardiógrafo portátil hacia la cama.
Cojeando, puesto que la sangre no le había circulado todavía por su adormecida pierna derecha, Randall salió del cuarto al corredor, pasó junto a un mozo joven que fregaba el piso y se aproximó a la sala de espera para visitantes. A la entrada se detuvo para encender su pipa favorita, una inglesa de madera de rosal silvestre, y disfrutar de aquel narcótico sedante durante unos segundos, antes de regresar a la tierra de los vivientes quejumbrosos. Dándose ánimos, pasó al vestíbulo, pero en el umbral de la sala de espera se detuvo nuevamente.
Dentro del cuarto iluminado por luz fluorescente, animado con alegres cortinas floreadas en las ventanas, y amueblado con un sofá, sillas de mimbre, un televisor pasado de moda, mesas con ceniceros y manoseadas revistas, estaban solamente sus familiares y los amigos de su padre.
Sumida en una silla, oculta tras una revista de cine, estaba Clare. Cerca de ella, prendido del teléfono público y hablando en tono bajo con su mujer, estaba un antiguo condiscípulo universitario de Randall y sucesor de su padre, electo por este mismo, el reverendo Tom Carey. No lejos de ellos, sentados a una mesa, Ed Period Johnson y el tío Herman jugaban al
gin rummy
.
Ed Period Johnson era el mejor amigo del reverendo Nathan Randall. En otro tiempo había fundado el
Oak City Bugle
, periódico de la comunidad que aparecía seis días a la semana, y del cual todavía era editor y director.
—La forma de manejar el periódico de una población pequeña —habíale dicho una vez a Randall—, es cuidando que el nombre de cada persona aparezca publicado por lo menos dos veces al año; así ya no tienes que preocuparte por la competencia de esos acicalados y estirados periódicos de Chicago.
Hasta donde Randall podía recordar, el nombre de pila de Johnson no era en realidad Ed Period, sino Lucas o Luther. Años antes, uno de sus reporteros había comenzado a llamarle Ed, por lo de editor, y como esto era una abreviatura, algún gramático concienzudo habría agregado el Period (punto). Johnson era un sueco gordinflón con el rostro picado de viruelas y una nariz de esquí, y jamás se le veía sin sus gruesos anteojos trifocales.
Enfrente de Johnson, manejando torpemente su abanico de naipes, estaba el tío Herman, hermano menor de la madre de Randall. Tenía una insignificante complexión de duendecillo rechoncho, y daba la impresión de ser una batea de mantequilla. Randall podía recordar sólo un trabajo que el tío Herman hubiera conseguido jamás. Había trabajado por una corta temporada en una tienda de licores en Gary, Indiana. Al ser despedido de ese empleo, se había mudado al cuarto de huéspedes de la casa de su hermana. Eso había sido cuando Randall cursaba la preparatoria, y el tío Herman había vivido allí desde entonces.
El tío Herman era el cortador del césped, el claveteador de escalones flojos, el corre-ve-y—dile, el espectador de juegos de fútbol americano y el consumidor de pasteles de manzana hechos en casa. El tío Herman era una caridad visible, una práctica de lo que el reverendo predicaba: aquel que poseyere dos mantas, una diere al que nada tuviese; y el que tuviese carne, que hiciere lo mismo. Así que… el reverendo hacía lo mismo, y amén.
Ahora, la mirada fija de Randall se detuvo sobre su madre. La había abrazado y consolado al llegar, pero sólo en un abrir y cerrar de ojos, pues ella le había apurado a que fuera al lado de su padre. En ese instante dormitaba en un extremo del sofá, bajo el efecto de un sedante. Se veía extrañamente incompleta sin su esposo al lado. Tenía la cara amable y regordeta, casi sin arrugas, pese a que ya pasaba de los sesenta y cinco años. Su cuerpo, que se antojaba sin silueta, estaba enfundado en uno de sus vestidos de algodón azul, limpio, pero desteñido, y calzaba los mismos bodoques de zapatos ortopédicos que había usado durante años.
Randall la había amado siempre, y todavía la amaba. A esa paciente, apacible criatura de fondo para quien él era incapaz de hacer mal alguno. Sara Randall, la adorada y amantísima esposa del predicador, tenía ascendiente en la comunidad, suponía Randall. Empero, el hijo crecido difícilmente podía concebirla como un individuo aparte; para él era sólo su madre. Con esfuerzo evocaba de ella una imagen con su propia identidad, con opiniones, ideas y prejuicios, salvo por lo que recordaba de cuando era niño. Ya de hombre, le conceptuaba principalmente como alguien que escuchaba, que le hacía eco a su consorte, que hacía las veces de coro cuando ello era necesario, y cuya tarea primaria era la de estar ahí. Siempre estaba confusa y azorada, aunque instintivamente complacida, por el éxito (aunque le fuera ajeno) y los modales de gran ciudad de su hijo. El amor que ella le profesaba era obcecado, ciego, sin discusión.
Resolvió sentarse al lado de ella y esperar a que despertara.
Al tiempo que Randall cruzaba la habitación, la cabeza de Clare asomó sobre la revista que estaba leyendo.
—Steven, ¿dónde has estado todo este tiempo?
—Estaba dentro, con papá.
Ed Period Johnson giró en su silla.
—¿Dijo algo el doc?
—Ha estado muy ocupado. Ya veremos cuando salga.
Despertando de súbito, Sarah Randall se apartó del brazo del sofá y alisó su vestido. Randall la besó en una mejilla y la rodeó con un brazo.
—No te apures, mamá. Todo saldrá bien.
—Donde hay vida, hay esperanza —dijo Sarah Randall—. Del resto se encarga el buen Señor. —Miró a Tom Carey, que acababa de colgar el teléfono—. ¿No es así, Tom?
—Absolutamente, señora Randall. Nuestras plegarias serán escuchadas.
Steven Randall vio la mirada de Carey dirigirse hacia la entrada de la sala de espera, y la siguió, e inmediatamente se puso en pie.
En ese momento aparecía el doctor Morris Oppenheimer, poniéndose la chaqueta y visiblemente distraído por algo que tenía en mente. Hurgando en sus bolsillos en busca de un cigarrillo, lo halló y, al llevárselo a los labios, pareció darse cuenta de la presencia de los demás y del aumento de tensión que les había producido su llegada.
—Quisiera tener algo nuevo que informarles —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—, pero no hay nada todavía.
Con un gesto indicó a Randall que se sentara, luego alcanzó y arrimó una silla para sí, frente al sofá, y se sentó en ella encendiendo por fin su cigarrillo mientras Clare, Johnson, el tío Herman y el reverendo Tom Carey le hacían rueda.
—Ahora bien, hablando en términos médicos, he aquí aquello contra lo que estamos luchando —dijo el doctor Oppenheimer, dirigiéndose principalmente a Randall y a su madre—. Nathan sufrió esta mañana una trombosis cerebral de origen incierto. El colapso fue producido por la obstrucción de una arteria en el cerebro; un coágulo. El resultado común de estos accidentes cerebrales es la pérdida de la conciencia, generalmente seguida de, por lo menos, hemiplejía temporal.
Hizo una pausa para fumar. Steven Randall le preguntó:
—¿Qué es la hemiplejía?
—La parálisis de todo un lado… por lo común de la cara, el brazo, la pierna…; el lado opuesto a la parte del cerebro donde tuvo lugar el daño. En este caso es el lado izquierdo. Antes de que Nathan cayese en coma, su costado izquierdo mostró indicios de parálisis, pero los órganos vitales le están funcionando. No se ha agravado su estado. —El médico exploró el círculo de rostros preocupados—. Ése es el resumen.
—Doctor Oppenheimer —le dijo Randall con impaciencia—, no nos ha dicho si mi padre podrá resistir. ¿Qué posibilidades tiene?
El médico se encogió de hombros.
—Yo no puedo predecir. Mi profesión no es la de Nostradamus, Steven. Es demasiado pronto para decirlo. Su condición es crítica; eso no lo niego. Estamos haciendo todo lo que podemos. Siempre y cuando este colapso no se complique con un ataque al corazón… o bien, yo le concedería una buena probabilidad de salir de ésta.
Se inclinó para acercarse más a Sarah Randall.
—Sarah, tu marido tiene una buena constitución. Tiene el deseo de vivir. Tiene fe. Ésas son cosas que no hay que considerar a la ligera. Pero no puedo ocultarte la realidad tras un cristal color de rosa. Su estado es grave. Debemos darnos cuenta de eso. No obstante, hay muchas cosas más, también. De momento, lo único que podemos hacer es estar alerta y esperar. Muchas personas muy famosas han tenido accidentes cerebrales similares y han sobrevivido, y han realizado vidas productivas posteriormente. Como el doctor Luis Pasteur. Cuando tenía cuarenta y seis años, Pasteur sufrió un colapso y una parálisis no muy distinta de la que afecta a tu marido. Sin embargo, se recuperó, y en los años siguientes mejoró lo suficiente para proseguir con su carrera, y aisló el germen del cólera en la gallina, investigó el ántrax, fue el pionero de las vacunas, descubrió un tratamiento contra la hidrofobia, y vivió hasta la edad de setenta y tres años.
El doctor Oppenheimer apagó su cigarrillo y se levantó.
—De modo, Sarah, que podemos esperar lo mejor.
—Rezaré —dijo Sarah con firmeza, mientras Clare y Randall la ayudaban a levantarse.
—Harás algo más que eso —le dijo el doctor Oppenheimer—. Te irás a tu casa y dormirás un poco. Lo importante es que conserves tus fuerzas… Clare, encárgate de que tu madre tome un sedante, una de las tabletas que le prescribí, antes de irse a la cama… Steven, cuánto siento que hayamos tenido que vernos en circunstancias semejantes. Pero, como dije, esperaremos lo mejor, y estaré en estrecho contacto con los médicos de guardia y el servicio de emergencia. Si hay algún cambio durante la noche, estaré en contacto con ustedes; de eso puedes estar seguro. De otra manera, bueno, te veré aquí por la mañana.
El médico tomó a Sarah Randall del brazo y la condujo fuera de la sala de espera, hablándole en un tono reconfortante y suave.
Los demás permanecieron rezagados algunos instantes. El tío Herman se había emparejado con Randall.
—¿Adónde vas a ir, Steven? Podemos hacerte la cama en tu viejo cuarto.
—No, gracias —dijo Randall, con presteza—. Mi secretaria reservó una habitación para mí en el «Hotel Oak Ritz». Tengo que hacer muchas llamadas y no quiero desvelaros a todos vosotros. —En realidad, le había prometido a Darlene que la telefonearía a su apartamento en Nueva York, y había querido hablarle a su abogado, Thad Crawford, acerca de la venta a Towery y Cosmos Enterprises, pero el día y la noche habían sido muy ajetreados, y ahora se sentía demasiado cansado—. Además, quiero telefonearles a Bárbara y a Judy a San Francisco. Siempre le han tenido mucho afecto a papá, y me parece que debería…
—¡Dios mío, olvidaba decirte…! —le interrumpió Clare, empujando para ponerse al lado de su hermano—. Ellas están aquí; Bárbara y Judy están aquí, en Oak City.
—¿Qué?
—Me olvidé, Steven. Perdóname, estoy tan embrollada. No puedo acordarme de nada. Las telefoneé a San Francisco justo después de haberte llamado a Nueva York. Las dos estaban terriblemente alteradas. Tomaron el primer avión. El tío Herman me dijo que llegaron aquí a la hora de la cena y que se vinieron directamente del aeropuerto al hospital. Vieron a papá, y esperaron un poco a ver si llegabas, pero Judy se puso tan nerviosa que Bárbara acabó por llevársela al hotel un instante antes de que te trajera yo del Aeropuerto O'Hare.
—¿En dónde están hospedadas?
—En el «Oak Ritz», ¿dónde sino? ¿Es que hay otro hotel decente aquí? —dijo el tío Herman—. Y déjame ver… Bárbara me dijo que te avisara que, si no era muy tarde, quería verte cuando salieras del hospital.
Randall consultó su reloj. No era la medianoche, todavía. No era tan tarde. Bárbara estaría levantada y esperándolo. Él ansiaba que aquel horrible día maldito terminara ya. No estaba de humor para una reunión con su mujer, después de tanto tiempo, de tantas cosas, pero no había modo de zafarse. Además, su Judy estaría allí, y esta noche deseaba verla.