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Authors: Irving Wallace

BOOK: La Palabra
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En varias ocasiones, Santiago había sido testigo de la curación que hacía su hermano de los enfermos; empero, nunca había atestiguado los divinos milagros de los que se rumoreó en tantas lenguas. Había visto la intervención de Jesús en favor de Lázaro. Aunque San Juan había embellecido posteriormente el suceso y lo había hecho un milagro de resurrección de la muerte, Santiago había sido testigo presencial del acontecimiento mismo. «Entonces Marta y María habían mandado llamar a Jesús después de que su amado hermano, Lázaro, había caído gravemente enfermo y yacía inmóvil. Yo fui con Jesús a la casa de Lázaro en la ladera del Monte de los Olivos, y entré con él a la casa, donde Jesús miró a su amigo y tocó su frente febril, exclamando: "Oh Lázaro, levántate", y Lázaro se levantó y a partir de entonces estuvo sano.»

Dos veces, durante Su ministerio, había padecido Jesús mal trato de los centuriones romanos; una vez en Cafarnaúm, donde sufrió la fractura de una pierna. (La pierna le fue mal curada, y desde entonces Jesús caminó con una pronunciada cojera.) En ambas ocasiones los centuriones le habían amenazado con el arresto y el castigo si no desistía de agitar al populacho.

Sin embargo, en ninguna ocasión había sido realmente arrestado, y en ningún momento desistió de Sus prédicas.

En el año decimosexto del reinado de Tiberio [Anotación: Cuando Jesús tenía treinta y cuatro años de edad], Jesús había llevado su credo de caridad, misericordia y paz (y de obediencia a ninguna otra autoridad que a Dios y a Sí mismo como la Palabra de Dios) al corazón de Jerusalén. Los ocupantes romanos le advirtieron que Sus enseñanzas podrían fomentar otra rebelión, y tanto Santiago como la jerarquía del Sanedrín judío le rogaron a Jesús que llevara Sus prédicas a otra parte, para no fomentar más el antagonismo con los romanos y con el violentamente antisemita Poncio Pilatos, protegido de Sejano en Roma.

Jesús se había negado a hacer caso de las advertencias o el consejo que había recibido. Y aunque cada uno de Sus movimientos era observado por espías pagados, Él continuó predicando, y durante la fiesta de Pascua osó dar Su mensaje a la multitud a la sombra misma del palacio de Herodes. Encolerizado, Pilatos conferenció con Herodes Antipas, gobernador de Galilea, que acababa de llegar a la ciudad. Esa noche, Jesús celebró la cena de Seder con Sus más cercanos discípulos en la casa de Nicodemo, donde volvió a narrar la historia del Éxodo de los Hijos de Israel, respondió a preguntas hechas por el más joven de los presentes, repartió el pan sin levadura, o matzoth, y tomó hierbas amargas y vino. Finalmente, persuadido por Santiago y los otros de abandonar Jerusalén por un tiempo y llevar Su mensaje a otra parte, Jesús salió esa noche a través del Valle de Kidron, cuando un espía cuyo nombre se desconoce condujo a un destacamento de soldados romanos hasta Él. Jesús fue interceptado y arrestado.

A la mañana siguiente, frente al palacio de Herodes, Jesús fue emplazado a juicio ante Poncio Pilatos. Acusado de desafiar a la autoridad y fomentar la inquietud, Jesús se mantuvo de pie aguardando la sentencia. Los testigos llevados en Su contra habían sido romanos o personas a quienes se les había sido implacable durante el breve juicio. [Anotación: Saduceos que regentaban el templo y rehusaban a prestar testimonio en contra de Jesús (por temor de echarse encima a Sus seguidores o de acarrearse la hostilidad de la comunidad judía al ponerse de parte de las autoridades romanas).] Pilatos había sido implacable durante el breve juicio. [Anotación: El Rey Agripa I informó a César Calígula que Pilatos era siempre: «inflexible, inmisericorde y obstinado».] El veredicto de Pilatos fue lacónico. Le dijo a Jesús: «Serás crucificado.» Y Jesús replicó: «Mira, que tu casa se queda desolada.»

Después de una severa flagelación (dos látigos guarnecidos con huesos de perro fueron usados para azotar a Jesús más de cien veces), Él y dos criminales llamados Dimas y Gestas fueron conducidos por un contingente de soldados romanos y hechos salir por la Puerta de las Ovejas hacia una pequeña colina cercana a las murallas de Jerusalén. Allí fue crucificado Jesús. No se le perforaron las manos ni los pies con clavos de hierro; en lugar de eso, con cuerdas le ataron las muñecas al travesaño de la cruz y los tobillos le fueron ceñidos al poste de madera de olivo. Retorciéndose en agonía, sangrando todavía por las laceraciones del látigo, sediento y delirante, estaba colgado allí, al sol, para morir. Para precipitar Su fin, un soldado apuñaló a Jesús en el costado con una espada corta, y riendo dijo: «¡Ahora dejemos que Elias venga a salvarle!»

Al extraérsele la hoja de la espada, Jesús perdió el conocimiento.

A la novena hora [Anotación: las tres de la tarde], el centurión miró a Jesús, lo tocó, lo sintió yerto, y anunció que estaba muerto. Entonces, unos amigos del fallecido, Nicodemo y José de Arimatea, invocando la ley romana que permitía un funeral honorable para aquellos que eran ejecutados por razones políticas, hicieron llegar a Pilatos la petición de que les permitiera tomar el cuerpo y darle un entierro decente. Su deseo fue concedido.

Antes de la caída de la noche, Nicodemo dio instrucciones a los discípulos Simón y Juan para que bajaran el cuerpo y lo llevaran a la tumba privada de su familia, y allí prepararan el cadáver para su entierro. Mientras los hombres iban a avisar a Santiago y a buscar lino y mirra y polvos de áloe para ungirlo, María de Magdala se sentó a vigilar el cuerpo que yacía sobre el piso de la antecámara de la tumba. Cuando los hombres regresaron con el afligido Santiago en su compañía, María les salió al encuentro con las asombrosas palabras: «¡Hermanos, un milagro! ¡Rabbuli (el Maestro) vive!»

Y según Santiago, su hermano estaba en verdad vivo, en estado de coma, respirando débilmente. De inmediato, Santiago y los discípulos se llevaron al inconsciente Jesús hacia la seguridad de una cueva, en tanto que secretamente se enviaba a un mensajero a traer a un médico esenio para que atendiera a Jesús, que se aferraba a la vida todavía. Después de examinarlo, el médico declaró que la espada del soldado no había alcanzado los órganos vitales de Jesús, y que los romanos le habían dado prematuramente por muerto. Después de una semana de cuidados, durante la cual fue atendido diariamente por el médico esenio, Jesús había sanado, aunque se encontraba muy debilitado por todo lo que había sufrido.

Según Santiago:

Hubo dos versiones en torno a la resurrección. María de Magdala atestiguó que Jesús había sido resucitado por Su Padre celestial. El médico declaró que Jesús había sobrevivido a la crucifixión como mortal porque, por casualidad, su herida había sido poco profunda. [Anotación: Éste no es el único caso de supervivencia de una crucifixión de que se tenga registro. Informando acerca de un caso similar que ocurriera cuarenta años más tarde, el historiador Flavio Josefo escribió: «Y cuando fue enviado por Tito César… a cierta aldea llamada Thecoa, para averiguar si era un lugar adecuado para acampar, mientras volvía vi a muchos cautivos crucificados; y reconocí a tres de ellos como antiguos conocidos míos. Aquello me apenó mucho así que, con lágrimas en los ojos, fui a Tito y le dije de ellos; y él inmediatamente ordenó que fueran bajados… aunque dos de ellos murieron en las manos del médico, mientras que el tercero se recobró.» Véase Josefo:
La vida de
, 75.] Que mi hermano nuestro Señor hubiese muerto y sido resucitado por Dios, o que se hubiere recobrado en la carne por medio de la medicina y la voluntad de Dios, no puedo decirlo. Pero así que tuve la certeza de la supervivencia de mi hermano, me apresuré a informarlo a los otros que lo creían muerto, y a decirles «
Maranatha
… el Señor ha venido», y ellos aceptaron su regreso y se regocijaron y se renovó su fe.

Todos acordaron, como uno solo, que fuere lo que fuere que hubiera ocurrido, había sido un milagro. Jesús vivía. Luego, una noche, cuando había sanado totalmente y ya estaba fuerte, Jesús me convocó, al igual que a nuestro tío, Simeón Cleofás, a su escondite y habló, diciendo: «Ustedes son los amados, y ustedes serán la causa de la vida entre muchos. Proclamen las buenas nuevas del Hijo y del Padre.» Luego dijo que debería partir, y cuando yo le pregunté adónde iría, él replicó: «Hay muchas mansiones en la casa de mi Padre, y debo visitarlas y difundir el mensaje de salvación hasta que yo sea llamado a ascender hacia el Padre.» Antes de que el gallo cantara, acompañamos a nuestro Señor a una colina cerca de Betania, y allí nos dijo que nos quedáramos, y nos bendijo, y con su bastón en la mano desapareció en la niebla y en la oscuridad. Entonces nos arrodillamos y dimos gracias, y elevamos nuestros corazones a los cielos.

Amén, Él vivió, afirmó Santiago, y todo lo demás que Santiago asentó lo había oído de aquellos que fueron testigos oculares del continuado peregrinaje de Jesucristo.

La apariencia física de Jesús se había alterado por tantos sufrimientos, y había pocos que, al verlo, lo reconocieran de inmediato. Jesús fue a Cesárea, a Damasco, a Antioquía, e hizo un viaje a Parthia y otro a Babilonia; luego regresó a Antioquía y de allí a Chipre, Neápolis, Italia y a la propia Roma.

Que Él estuvo en esos lugares y en otros, Santiago lo supo de boca de los discípulos, cada vez que volvían a Jerusalén.
Maranatha
, decían ellos en arameo, y Santiago sabía entonces que el Señor había ido a ellos y que ellos le habían visto en carne y hueso.

Los testigos de Su segundo ministerio eran numerosos. En la aldea de Emaús, a once kilómetros de Jerusalén, Jesús fue visto por Cleofás y Simón, y Él compartió su pan con ellos. En la costa del mar de Tiberias, se encontró con Tomás, Simón Pedro y Simón, hijo de Jonás, y se les reveló y cenó con ellos. En el camino a Damasco, cinco años después de la Crucifixión, Saúl de Tarso —llamado Pablo después de su conversión— fue abordado en la noche por un extraño, y cuando Saúl le preguntó su nombre, el extraño contestó: «Yo soy Jesús.»

Mucho tiempo después de la Crucifixión, Ignacio de Antioquía, que de niño había escuchado a Jesús predicar en tal lugar, cuando creció, informó a los discípulos: «Está vivo; lo he visto.» Más tarde, después de que Jesús había llegado a Italia a bordo de un barco mercante e iba caminando por la Vía Apia sobre el camino a Roma, se encontró al apóstol Pedro, quien se quedó pasmado. Jesús le dijo: «Tócame y verás que no soy un demonio sin cuerpo.» Pedro lo tocó y creyó que era de carne. «¿Adónde vas, Señor?», le preguntó Pedro. Jesús replicó: «He venido a estos lugares para ser crucificado de nuevo.» [Anotación: Santiago confirma la declaración del teólogo Ireneo, quien escribió, entre los años 182 y 188 A. D., siendo el primero en mencionar los cuatro evangelios canónicos, que Jesús no murió sino hasta la edad de cincuenta años. Santiago confirma también la aseveración de un autor desconocido en Acta Pilati, o los Actos de Pilatos, también conocidos como el Evangelio de Nicodemo, probablemente escrito en el año 190 A. D., en el sentido de que Jesús no murió en el año 30, sino en alguna fecha entre el año 41 y el 54, durante el reinado de Claudio César.]

Pero sólo unos pocos, relativamente, de los que lo habían conocido antes, lo reconocieron nuevamente en la carne. El resto de Sus discípulos y seguidores creían que había ascendido a los cielos cerca de Betania. Y esa versión era alentada por Santiago, Simeón Cleofás y aquellos pocos que le reconocieron; porque estos apóstoles, amén de su deseo de proteger la vida de Jesús en Su renovado ministerio y de evitar un nuevo arresto y una segunda Crucifixión, habían acordado no hablar de lo que realmente había ocurrido. Así que Jesús continuó a salvo Su ministerio como un humilde y santo maestro, revelándose solamente a unos cuantos.

Santiago había sabido que su hermano Jesús era visto a menudo en Roma, en la Puerta Pinciana, mendigando ahí entre los pobres y los inválidos, brindándoles ayuda y consuelo. En el año noveno del reinado de Claudio César, los sesenta mil judíos que había en Roma fueron expulsados de la ciudad, y entre ellos iba Jesús. «Y Nuestro Señor, al fugarse de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Jesús contaba entonces cincuenta y cuatro años de edad.

Santiago escribió:

Pablo me dijo que cuando llegó a Corinto y tuvo tratos con un judío llamado Aquila y con su esposa Priscila, ambos trabajadores del cuero, él se enteró de la agonía final y verdadera resurrección y ascensión de Jesús. Aquila y Priscila habían sido expulsados de Roma junto con otros judíos por mandato del emperador Claudio, bajo el severo edicto de no congregarse ni practicar su credo proscrito mientras se encontraran sobre suelo romano. Aquila y Prisicila habían abandonado Roma en compañía de Jesús y habían realizado el arduo viaje hacia el Sur, al puerto de Puteoli. En la ciudad porteña, mientras aguardaban un barco de transporte de granos que los llevara a Alejandría, y de allí a Gaza, Jesús reunió a los refugiados en una casa judía y les habló de mantener firme su fe en el Padre y en el venidero reino de Dios y del Hijo. Y luego se reveló como el Hijo. Para obtener la recompensa de 15.000 sestercios, un delator de la congregación informó a las autoridades locales que Jesús había desobedecido el mandato del César. De inmediato, una compañía de soldados romanos guarnecidos en una estación en las afueras del puerto, fue despachada para arrestar a Jesús por el crimen de traición.

Sin juicio alguno, Jesús fue condenado a muerte. En una elevación del terreno fuera de Puteoli, fue azotado y atado a una cruz, habiéndole cubierto Su sangrante cuerpo con una sustancia inflamable. Los soldados se aseguraron de que Jesús estuviera bien atado a la cruz, le acercaron una antorcha y se fueron. No bien se habían marchado cuando un gran ventarrón sopló desde el puerto, extinguiendo las llamas que envolvían a Nuestro Señor. Cuando Aquila y otros discípulos bajaron Su ardido cuerpo de la cruz, Jesús estaba sin vida. Su cadáver fue provisionalmente escondido en una cueva para esperar la caída de la noche y darle un entierro apropiado. Ya de noche, al volver con una mortaja y con especias para embalsamar a Nuestro Señor, Aquila y Priscila y siete testigos encontraron la cueva vacía. Entre los discípulos había consternación y confusión. Mientras especulaban acerca de lo que habría ocurrido con el cadáver, un círculo de luz con el brillo incandescente de un millón de resplandores llenó la boca de la cueva y les reveló a Jesús elevándose en plena gloria. Él les hizo señas, y ellos lo siguieron; Aquila y Priscila y los siete testigos caminaron hacia la cima de una distante colina arriba de Puteoli. Entonces, conforme el día alboreaba, Jesús les dio la bendición, e inmediatamente fue elevado a lo alto y envuelto por una nube que le llevó fuera de su vista hacia los cielos, y los testigos cayeron de rodillas asombrados y maravillados y dieron las gracias al Padre y al Hijo.

He aquí que así ascendió mi hermano Jesús a su Hacedor. Esto fue lo que Aquila y Priscila le relataron a Pablo en Corinto, quien a su vez me lo refirió a mí. Ahora, nuestro Señor es exaltado y está entronizado en el cielo a la diestra del Padre.

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