Authors: Irving Wallace
—Miserablemente —musitó ella, más para sí misma que para él.
—Lo que quiero decir es…
—No quiero hablar de eso —dijo ella con aspereza—. Estoy cansada de hablar. Bebamos.
Bebieron en silencio, y el vaso de Naomí se vació primero.
—Uno más, Steven, para el camino.
Randall hizo señas al camarero y apenas tuvo tiempo de terminar su trago antes de que dos nuevos vasos llenos de líquido ámbar aparecieron sobre la mesa.
Ella miró fijamente a Steven a través de sus ojos grises, cada vez más entrecerrados, mientras continuaba bebiendo su escocés. Luego dijo:
—No debo olvidarlo. Tengo algún material acerca de cómo hicieron la traducción. Debo leerlo, y tú también, antes de que desembarquemos. Está en mi camarote. Voy por él.
—Me lo puedes dar mañana —dijo Steven.
—Ahora —dijo ella—. Es importante.
Naomí terminó su trago, trabajosamente salió del reservado y se detuvo ahí, tambaleante.
Él se paró junto a ella y trató de tomarla de un brazo, pero ella lo rechazó presionando el codo sobre su vestido estampado y comenzó a caminar derecha, elegantemente hacia la puerta del cabaret. Él la siguió, sintiéndose galante y estupendamente bien.
Ambos tomaron el pequeño ascensor cercano al Cabaret l'Atlantique, sobre la Cubierta Veranda, para bajar dos pisos hasta la Cubierta Superior. Naomí Dunn se apoyó en la barandilla de madera mientras se dirigía, delante de él, hacia la lujosa Suite Normandie.
Naomí sacó su llave y luego entraron a la primera recámara. Era espaciosa y atractiva, tenuemente iluminada por una lámpara de pie. Bajo la colcha gris se encontraba una enorme cama que descansaba sobre una gruesa alfombra. Parecía haber espejos por todas partes.
—Bonita habitación —dijo él—. ¿Dónde está el cuarto de George?
Naomí se dio la vuelta.
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que él también está en esta suite, ¿o no?
—Mi cuarto es privado y está cerrado con llave. La habitación contigua es la gran sala, y la recámara de George está del otro lado, a más de una milla de distancia. Usamos la sala para trabajar. Te traeré los papeles —dijo Naomí volviéndole la espalda y dirigiéndose hacia una maleta que estaba acomodada sobre un pequeño soporte metálico. Abrió la maleta, escudriñó dentro de ella y regresó con una carpeta—. Aquí tienes —Naomí le ofreció el expediente con mucha formalidad—. Siéntate y míralo un minuto mientras yo voy al baño. Excúsame.
Randall echó un vistazo alrededor de la habitación y finalmente se sentó en la orilla de la cama. Abrió la carpeta y encontró en ella tres juegos de documentos. Los encabezados, en letra de imprenta, se referían a los métodos de traducción de las tres diferente Biblias… La Versión del Rey Jaime, la Versión Común Revisada y la Nueva Biblia Inglesa. Las letras aparecían borrosas ante sus ojos. Escuchó los sonidos de Naomí Dunn moviéndose detrás de la puerta del baño; también oyó correr el agua del retrete, y luego la de la llave del lavabo. Trató de evocar una imagen de Naomí vistiendo el pesado hábito de monja, con la suave figura siempre juvenil y de plástico de todas las monjas, y con su omnipresente rosario pendiéndole de la cintura.
La puerta del baño se abrió y apareció Naomí luciendo exactamente igual que antes, excepto por una pequeña diferencia: la dulzura había desaparecido de sus rasgos, y su rostro relamido había vuelto a convertirse en una protección prohibitiva.
Se había detenido ante él, preguntando:
—Bien, ¿qué piensas?
Randall levantó la carpeta y luego la dejó sobre la mesilla de noche.
—El material…
—No del material. De mí.
Conforme ella se acercaba hasta sentarse en la cama junto a él, Randall levantó las cejas involuntariamente.
—¿De ti? —acertó a decir.
Ella le giró la espalda.
—Hazme un favor. Bájame el cierre —le dijo tensamente.
Randall localizó el cierre bajo la maraña de cabello y se lo bajó hasta la cintura. El vestido de nylon estampado se abrió revelando la prominente columna vertebral de Naomí y su piel ligeramente cobriza. No llevaba sostén, y Steven tampoco alcanzó a ver el elástico de las pantaletas.
Naomí se quedó quieta, dándole la espalda.
—¿Te emociona esto? —dijo ella con voz trémula—. No llevo nada bajo el vestido. —Se dio la vuelta para quedar frente a él, mientras el vestido se le deslizaba por los hombros—. ¿Te excita esto?
Randall estaba demasiado asombrado para sentir excitación; parpadeaba confuso. Naomí sacó los brazos de las mangas, liberándolos, para luego dejarlos caer hacia los lados. La parte superior del vestido le cayó hasta la cintura. Echó hacia atrás sus desnudos hombros, y sus dos pequeños y expuestos senos se hicieron más firmes; los grandes círculos de sus pezones café parecían abarcarle la mayor parte de la superficie de cada glándula mamaria.
Randall sintió cómo el calor le subía por el pecho y llenaba su cuerpo con una sensación placentera.
—¿Te gusta? —preguntó ella sofocadamente.
Naomí comenzó su juego de caricias dejando libre aquella mano que habría podido enloquecerle. Steven sintió crecer la hoguera dentro de sí, aquella hoguera estimulante. En seguida supo que aquel encuentro había valido la pena.
—Así, así, más —murmuró ella—. Me encanta. Ahora tú, ahora tú, mi vida.
Randall la estrechó con un brazo, acercándola hacia su cuerpo mientras le hacía probar la habilidad de sus dedos, acariciando su cálida piel por debajo de la ropa, adentrando sus manos una y otra vez por ella, sin descanso.
—Naomí —murmuró él—. Vamos a…
—Espérate, Steven; vamos a ponernos cómodos.
Rápidamente, ayudándose uno a otro, se encontraron libres de sus vestiduras, ágiles, frente a frente en aquel aposento que parecía preparado para los dos. Randall trató de atraer el cuerpo de Naomí hacia el suyo, pero ella se resistió, haciendo un arco con la espalda.
—Steven, ¿qué haces con Darlene?
—¿Que qué hago? Yo… quieres decir que qué… bueno, lo que todo el mundo.
—¿Haces algo más?
—He… he tratado, pero… si quieres saberlo, Darlene es un poco remilgada, escrupulosa..,
—Pues quiero que sepas que yo no lo soy.
—Ah querida, qué bien. Empecemos…
—Steven, yo no soy como las otras. Yo me niego a lo que las otras mujeres… Pero hago todo lo demás; cualquier cosa que tú quieras.
Steven la apartó.
—¿Qué quieres decir?
—Steven, estoy lista. No perdamos tiempo. Ahora verás.
Naomí se recostó sobre su cuerpo, dejándole ver sólo la espalda, aquella espalda huesuda y afilada, cuyo final comenzó a acariciar con sus manos. La cabeza de Naomí giraba, giraba, y por un momento Randall deseó que aquel placer no acabara nunca. Cerrados los ojos, concentrándose en aquella sensación estimulante, Randall decidió olvidarse de todo.
Con sus manos febriles comenzó a sujetarla fuertemente, atrayéndola hacia sí, más cerca, cada vez más cerca. También él entró en el juego.
Naomí comenzó a gemir y a retorcerse. Su respuesta había sido inmediata.
—No, no, no —lanzó un quejido—, no sigas… no sigas… más, no te detengas..,
Y su cuerpo se puso rígido. Randall sintió cómo se estremecía una y otra vez, cómo se dejaba ir, primero con violencia y luego con dejadez creciente. Naomí cedió lentamente…
Sus cuerpos se separaron.
—Steven, perdona. Siento que todo haya sido tan rápido… —Cálmate, nena.
—No podré calmarme hasta no haberte hecho tan feliz como tú a mí.
Randall siguió tumbado, cerrados nuevamente los ojos, inmóvil contra la almohada, mientras Naomí —con igual apasionamiento y entrega que antes— ejecutaba el rito hacia el que tan dispuesta se había declarado. Ni siquiera intentó ya detener su cabeza, aquella cabeza que se movía y giraba rítmicamente, una y otra vez, una y otra vez…
Steven perdió casi el sentido del lugar y del tiempo. Aquella sensación, sólo aquella sensación: lo demás no existía.
Libre ya, entregado a la dejadez y al descanso, vuelto a la vida, Randall se dejó caer de nuevo sobre las sábanas, laxo y deliciosamente en paz.
Casi creía que nunca volvería ya a necesitar nada.
Randall se dio cuenta de que Naomí saltó de la cama, la escuchó apresurarse hacia el baño y luego oyó correr el agua del retrete, y la sintió regresar. Renuentemente, abrió los ojos. Ella se había sentado en la cama junto a él.
Naomí permanecía desnuda y sostenía una pequeña toalla entre las manos. Mientras gentilmente lo limpiaba, sus ojos se fijaron en los de él. Ella continuaba seria, pero la rigidez había desaparecido de sus rasgos.
Randall no sabía qué decir; tenía que llenar ese vacío posterior.
—Bueno, en fin, si pecamos, no fue nada nuevo.., aunque sí fue placentero.
La transformación que sufrió Naomí dejó perplejo a Steven. El aire flexible del rostro de la ex monja se petrificó instantáneamente, constituyéndose en una desaprobación formal.
—Eso no es gracioso, Steven.
—Vamos, Naomí, ¿qué te pasa?
Él trató de alcanzarla, pero ella lo evadió levantándose de la cama y permaneciendo en silencio mientras él iba al baño. Cuando Steven regresó para vestirse, Naomí se enfiló hacia el baño una vez más. Deteniéndose en la puerta, titubeó.
—Gracias —dijo ella—. El único favor que te pido es que olvides que esto sucedió alguna vez. Te veré en la cena.
Cinco minutos después, habiendo terminado de vestirse, Steven salió del camarote e hizo un alto en el pasillo, encendiendo su pipa y reflexionando acerca de la experiencia.
Los residuos de ese encuentro sexual de ninguna manera implicaban una sensación de bienestar. Mirándolo retrospectivamente, aquél había sido un acto nada divertido que lo había dejado disgustado, no por Naomí sino por él mismo. Estaba consciente, además, de que no era la naturaleza del acto lo que le había molestado. No había sido, por otra parte, la primera vez. Ya se sabe, que con ciertas mujeres… Por lo demás, hacerlo o no era algo que, para Randall, dependía sólo de la voluntad de la pareja. Si ése era el gusto de ambos, ¿por qué privarse de ello? No veía razones. Sólo que Randall era perfectamente consciente de que aunque hubiera consumado su encuentro con Naomí de la manera más convencional, se habría detestado a sí mismo igualmente.
Se preguntaba si se estaba autoflagelando sin razón. Pero no, sí había una razón. De alguna forma, al embarcarse en este viaje hacia Resurrección Dos, intentando ignorar cualquier duda que pudiera haber tenido acerca de la verdad del proyecto y de su genuino valor, había guardado la esperanza de alterar el curso de su vida. Sus intenciones habían sido las mejores. Este cambio significaría para él un comienzo, una odisea para indagar el sentido de su vida, para descubrir algo en lo cual creer, para convertirse en la clase de persona que ya no estuviera avergonzada de sí misma.
Sin embargo, en esa cama que dejó atrás en el camarote de Naomí, había abdicado de sus buenas intenciones una vez más. Había funcionado como de costumbre funcionaba con las mujeres…; sexo sin amor, contacto carnal sin calor humano, eyaculación sin significado alguno. Meramente había sido otro cínico abaratamiento de dos cuerpos desnudos, un apareamiento animal que no enriquecía ni el corazón ni el espíritu. Tampoco podía evadir el sentimiento de culpa diciéndose a sí mismo que él había sido el seducido. Freud, Adler y Jung lo habrían desmentido, y eso lo sabía él. Inconscientemente, él había buscado a Naomí desde el momento en que se habían embarcado. Él no la había deseado por amor, sino porque ella aparentaba ser tan mojigata e inexpugnable, y el éxito prometía una sensación excepcional. Había anhelado otra pequeña victoria para recrear su alma vacía. Él había transpirado su deseo, y ella, siendo tan apretada como era, había captado las vibraciones.
Al fin lo había logrado, y el placer que de ello obtuvo había sido tan disfrutable como una vulgar resaca de ginebra.
Sin embargo, se dijo a sí mismo mientras se dirigía al ascensor, por alguna extraña razón no había sido del todo inútil. Había aprendido una lección. O, más bien, se le había recordado una lección que había aprendido a los pocos años de haber ingresado en el negocio de la publicidad.
La lección era ésta: No hay santos; sólo hay pecadores. De una madera tan torcida como ésta de la que está hecho el hombre, nada recto puede formarse. Manuel Kant había dicho eso.
Naomí, la ex monja, la creyente, la buena embajadora de una religiosa casa editorial de la bondad… era sólo un frágil mortal, un ser humano que tenía, en última instancia, todas las debilidades propias de la carne. Gomo él mismo. Como todo el mundo.
La lección había sido reaprendida y ya no debía olvidarla. Resurrección Dos no estaría personificada por unos dioses y sus ángeles, así como el Nuevo Testamento Internacional tampoco escondería a Jesús, el Hijo del Hombre. Dentro de cada uno de esos santurrones había un bípedo humano que trataba de sostenerse en pie para no caer.
Randall se sintió un poco mejor.
Ni mañana ni el día siguiente se vería confinado al purgatorio, estando los demás en el cielo. Si la verdad se llegara a saber, sería simplemente uno más de ellos, y todos estaban juntos en el infierno.
Su última cena a bordo del S. S.
Trance
estaba por concluir.
Lo que George L. Wheeler había ordenado anticipadamente, desde caviar hasta crepes Suzette, había constituido una cena pesada, pero Randall había estado parco en el comer. Su austeridad lo hizo sentirse mejor.
Steven sentía el calor que le llegaba desde atrás, donde estaban preparando las crepas, y aunque a Darlene le deleitaría un postre tan elaborado, él simplemente no tenía estómago para tolerarlo. Había dormitado un rato en su camarote, a pesar del zumbido de la televisión de circuito cerrado de Darlene, eternamente encendida, y luego había tomado una ducha. La resaca que sentía era ligera, pero no tenía interés en la comida.
Echó un vistazo alrededor de su pequeña mesa, situada al fondo del resplandeciente Comedor Chambord, con el techo tachonado de estrellas anilladas por brillantes luces. A su izquierda, Darlene estaba poniendo a prueba la serenidad de un joven camarero al dirigirse a él en su terrible francés, estudiado en la escuela secundaria. A su derecha, con las manos recatadamente cruzadas sobre su regazo, estaba sentada Naomí Dunn, fría, contenida, hablando sólo cuando se le hablaba. Randall trató de recrear su desnudez, su
mons veneris
, su paroxismo en el orgasmo. Nada de eso pudo revivir; era tan imposible de imaginar como la violación de una virgen vestal. Frente a él, la silla estaba vacía.