—Oye, Fazio, con pena o sin ella, esta noche desconectas de todo y te vas a casa a descansar, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, de acuerdo. Aquí está el señor Mistretta.
El sueño no parecía haberle beneficiado mucho. El hombre caminaba dando tumbos, con unas rodillas como de requesón, y le temblaban las manos. Al ver a Montalbano se alarmó.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado?
—Nada, se lo aseguro. No se altere. Pero ya que estoy aquí, quisiera hacerle una pregunta. ¿Se siente con ánimos para contestar?
—Lo intentaré.
—Gracias. ¿Recuerda que esta mañana me dijo que Susanna llevaría como máximo treinta euros? ¿Era la cantidad que solía llevar habitualmente?
—Sí, más o menos.
—¿Sabe que ayer por la tarde su hija fue al banco?
Mistretta lo miró perplejo.
—¿Por la tarde? No, no lo sabía. ¿Quién se lo ha dicho?
—Francesco, el novio de Susanna.
El hombre pareció sinceramente sorprendido. Se sentó en la primera silla que encontró y se pasó una mano por la frente. Estaba haciendo un gran esfuerzo por comprender.
—A no ser que... —murmuró.
—¿A no ser qué?
—Verá, ayer por la mañana le dije a Susanna que fuese al banco para ver si me habían ingresado ciertos atrasos de la pensión. Ella y yo somos los titulares de la cuenta. En caso de que hubiera dinero, tenía que retirar tres mil euros y pagar unas deudas que yo deseaba saldar cuanto antes. Eran un peso para mí.
—Disculpe, ¿qué deudas?
—Pues la farmacia, los proveedores... Nunca me han presionado, pero soy yo el que... A mediodía, cuando regresó a casa, no le pregunté si lo había hecho. Quizá...
—... quizá lo olvidó y se acordó por la tarde —dijo el comisario, terminando la frase por él.
—Es probable.
—Pero eso significaría que Susanna llevaba encima más de tres mil euros. No es que sea una cantidad excesivamente elevada, pero para un maleante...
—¡Pero ella ya debía de haber pagado las deudas!
—No, no lo hizo.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque al salir del banco se fue a... charlar un rato con Francesco.
—Ah. —De pronto dio una palmada—. Puedo comprobarlo telefoneando a... —Se levantó con dificultad, marcó un número y habló tan bajo que apenas se le oyó—. ¿Oiga? ¿Farmacia Bevilacqua?... —Colgó poco después—. Tiene usted razón, comisario, no pasó por la farmacia a pagar la cuenta pendiente... Y si no fue allí, tampoco debió de ir a los demás sitios. —De repente exclamó—: ¡Oh, Virgen santa!
Parecía imposible, pero su rostro amarillento consiguió volverse todavía más amarillo. Montalbano temió que fuera a darle un ataque.
—¿Qué ocurre?
—¡Ahora no me creerán! —gimió Mistretta.
—¿Quiénes no lo creerán?
—Los secuestradores. Porque le he dicho al periodista...
—¿Qué? ¿Ha hablado con los periodistas?
—Sólo con uno. El
dottor
Minutolo me ha dado permiso.
—¡Pero por qué ha hecho eso, santo Dios!
Mistretta lo miró, desconcertado.
—¿No debía haberlo hecho? Quería enviar un mensaje a los secuestradores... decirles que están cometiendo un terrible error, que yo no tengo dinero para pagar el rescate. Pero si en el bolsillo de Susanna encontraron... ¿Se da cuenta?... Una chiquilla no anda por ahí con todo este dinero... ¡No van a creerme! ¡Pobre hija mía!
Los sollozos le impidieron seguir, pero para el comisario ya había hablado más que suficiente.
—Buenas tardes —dijo.
Y abandonó el salón, presa de la rabia. Pero ¿en qué coño estaba pensando Minutolo para autorizar esa declaración? ¡La que armarían ahora los periódicos y las televisiones! Y a lo mejor los secuestradores se cabreaban, y la que pagaría el pato sería la pobre Susanna. Siempre y cuando se tratara de un rescate. Desde el jardín llamó a un agente que estaba leyendo junto a la ventana:
—Dile a tu compañero que me abra la verja.
Subió al automóvil, lo puso en marcha, esperó un poco y salió disparado como Schumacher en una carrera de Fórmula 1, entre las maldiciones de los periodistas y fotógrafos, que tuvieron que apartarse para no ser arrollados.
—Pero ¿está loco? ¿Es que quiere matarnos?
En vez de volver por el mismo camino que había tomado a la ida, giró a la izquierda para enfilar el sendero donde habían encontrado el ciclomotor. Un vehículo normal no podía circular por allí, había que ir muy despacio y efectuar continuas maniobras para no meter las ruedas en las enormes zanjas y hondonadas, que parecían dunas de un desierto. Pero lo peor estaba aún por llegar. A medio kilómetro del pueblo, un profundo agujero cortaba el camino. Obviamente era una de aquellas «obras en curso» que siguen en curso cuando todo el universo ya ha dejado de tener curso legal. Para cruzarlo, Susanna tenía que haber bajado del ciclomotor y llevarlo a mano. O dar un rodeo por la senda que habían creado, a fuerza de ir arriba y abajo, todos los que se habían visto obligados a pasar por allí. Pero ¿por qué había tomado Susanna aquella ruta? Se le ocurrió una idea.
Tuvo que hacer tan numerosas y complicadas maniobras para girar el coche que el hombro herido comenzó a dolerle de nuevo. El camino de vuelta hasta la carretera principal se le antojó infinito. Al llegar al cruce se detuvo. Empezaba a oscurecer y realizar lo que acababa de ocurrírsele le llevaría como mínimo una hora, lo cual significaba que regresaría tarde a Marinella y tendría la consiguiente pelea con Livia. Y, francamente, no estaba para peleas. Por otra parte, se trataba de una simple comprobación que cualquiera de sus hombres podía llevar a cabo. Volvió a ponerse en marcha y se dirigió al despacho.
—Envíame enseguida al
dottor
Augello —le dijo a Catarella.
—
Dottori
, personalmente en persona no está.
—¿Quién está entonces?
—¿Se lo digo en orden alfabético?
—Dímelo como te parezca.
—Pues están Gallo, Galluzzo, Germanà, Giallombardo, Grasso, Imbrò...
Eligió a Gallo.
—Dígame,
dottore
.
—Oye, Gallo, tienes que regresar al sendero al que me has acompañado esta mañana.
—¿Qué he de hacer?
—Por allí hay una docena de casitas de campo. Ve a todas ellas y pregunta si alguien conoce a Susanna Mistretta, y si ayer por la tarde vieron pasar a una chica en un ciclomotor.
—Muy bien,
Dottore
, mañana por la mañana...
—No, Gallo, quizá no me he explicado bien. Ve ahora mismo y después me llamas a casa.
Llegó a Marinella un tanto preocupado por el interrogatorio de tercer grado al que lo sometería Livia. En efecto, ella se lanzó al ataque de inmediato tras haberlo besado de una manera que a Montalbano le pareció distraída.
—¿Por qué has ido a trabajar?
—Porque el jefe superior me ha pedido que me reincorpore al servicio. —Y añadió precavido—: Sólo de manera provisional.
—¿Te has cansado?
—En absoluto.
—¿Has tenido que conducir?
—Me he desplazado en todo momento con el vehículo oficial.
Fin del interrogatorio. ¡Nada de tercer grado! Pura agua de rosas.
—¿Has visto el telediario? —preguntó tras haber superado el peligro.
Livia le contestó que ni siquiera había encendido el televisor. Por tanto habría que esperar al noticiario de las diez y media de Televigata, porque seguramente Minutolo habría elegido al periodista de la cadena progubernamental, fuera el que fuese el gobierno del momento. Dejando aparte que la pasta estaba un poco cruda y la salsa ligeramente ácida, que la carne parecía cartón y sabía a cartón, la cena preparada por Livia no podía considerarse una instigación al homicidio. Mientras estuvieron sentados a la mesa, Livia le habló del jardín de Kolymbetra, tratando de transmitirle una parte de la emoción que había experimentado.
De repente se levantó, malhumorada, y salió a la galería.
Montalbano advirtió con cierto retraso que ella había dejado de hablar. Creyendo que había oído algún ruido fuera, preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Has oído algo?
Livia regresó echando chispas por los ojos.
—¡No, no he oído nada! Lo único que he oído ha sido tu silencio. Yo te hablo y tú no me escuchas, o finges escucharme y me respondes con murmullos incomprensibles.
¡Oh, Dios mío, disputas no! ¡Había que evitarlas al precio que fuera! Quizá haciendo un poco de comedia... sólo un poco, porque había un fondo de verdad: se sentía profundamente cansado.
—No, no, Livia. —Apoyó los codos en la mesa y colocó la cabeza entre las manos. La pantomima surtió efecto, y ella cambió de tono.
—Pero razona un poco, Salvo, yo te hablo y tú...
—Lo sé, lo sé. Perdóname, perdóname, pero soy así. A veces no me doy cuenta de que...
Habló con la voz ahogada y tapándose los ojos con las manos. De pronto se levantó y corrió a encerrarse en el cuarto de baño. Se lavó la cara y salió.
Livia, arrepentida, lo esperaba al otro lado de la puerta. Había hecho teatro del bueno; la espectadora estaba emocionada. Se abrazaron conmovidos y se pidieron mutuamente perdón.
—Discúlpame, es que hoy he tenido un día...
—Discúlpame tú a mí, Salvo.
Se pasaron dos horas charlando en la galería.
Después fueron a la sala y el comisario sintonizó el canal de Televigata. Naturalmente, el secuestro de Susanna Mistretta era la noticia principal. El presentador habló de la chica, cuya imagen apareció en la pantalla. Montalbano reparó entonces en que no había sentido curiosidad por ver qué aspecto tenía la muchacha. Era una joven preciosa, alta, rubia y de ojos azules. No era de extrañar que le echaran piropos por la calle, como le había contado Francesco. Sin embargo, su expresión segura y decidida hacía que aparentara más años de los que tenía. A continuación ofrecieron unas imágenes del chalet. El locutor no tuvo el menor reparo en asegurar que se trataba de un secuestro, a pesar de que la familia aún no había recibido ninguna petición de rescate. El reportaje concluyó con las declaraciones en exclusiva del padre de la secuestrada.
Ya desde las primeras palabras que pronunció el ideólogo, Montalbano se quedó asombrado. Hay personas que, delante de una cámara de televisión, se pierden, balbucean, bizquean, sudan, dicen chorradas —él mismo pertenecía a esa categoría—; otras, en cambio, se muestran muy naturales, y hablan y gesticulan como de costumbre. Y finalmente existe una tercera clase de elegidos que, ante las cámaras, adquieren lucidez y claridad. Pues bien, el geólogo pertenecía a esta última. Pocas palabras, nítidas y precisas. Mistretta dijo que quienes habían raptado a su hija habían cometido un error, pues él no estaba en condiciones de reunir ninguna cantidad que le exigieran por la liberación de su hija. Que los secuestradores se informaran mejor. Por eso lo único que podían hacer era dejar en libertad a Susanna de inmediato. Si, por el contrario, querían otra cosa, que lo dijeran, y él haría lo imposible por satisfacerlos. Eso era todo. La voz sonaba firme y los ojos estaban secos. Se lo veía inquieto, pero no asustado. Con aquella declaración, el geólogo se ganó el aprecio y la consideración de quienes lo escucharon.
—Ese señor es un verdadero hombre —afirmó Livia.
Apareció de nuevo el locutor y anunció que daría las noticias restantes después del comentario acerca de lo que, sin duda, era el hecho más destacado de la jornada. A continuación inundó la pantalla la cara de culo de gallina del comentarista estrella de la emisora, Pippo Ragonese, quien comenzó diciendo que era de todos conocida la escasez de medios del geólogo Mistretta, cuya esposa —ahora gravemente enferma y a quien enviaba sus mejores deseos— había sido muy rica en otros tiempos, pero que lo había perdido todo en un revés de la fortuna. Por tanto, como acababa de declarar el pobre padre, si el móvil del secuestro era el dinero —y él prefería no sospechar otra cosa peor—, constituía una trágica equivocación. Porque ¿quién ignoraba que la familia del geólogo Mistretta pasaba estrecheces económicas? Sólo los extranjeros, los extracomunitarios mal informados. Además, era evidente que desde el inicio de aquella invasión de inmigrantes ilegales, la criminalidad había aumentado, poniendo en peligro la seguridad ciudadana. ¿Qué esperaban los responsables locales del Gobierno para aplicar una ley que ya existía? Sin embargo, él encontraba un motivo de consuelo en todo aquel asunto del secuestro: la investigación había sido encomendada al eficiente Filippo Minutolo, de la Jefatura Superior de Montelusa, y no al comisario Montalbano, más conocido por sus discutibles genialidades y opiniones poco ortodoxas —a menudo decididamente subversivas— que por su capacidad para resolver casos. Y una vez dicho esto, buenas noches a todos.
—¡Cabrón! —bufó Livia, apagando el televisor.
Montalbano prefirió no abrir la boca. A esas alturas, lo que decía Ragonese de él ya no le causaba ni frío ni calor. Sonó el teléfono. Era Gallo.
—
Dottore
, acabo de volver ahora mismo. Sólo en una casa no me abrieron, pero parece deshabitada desde hace tiempo. En el resto, la respuesta ha sido la misma: no conocen a Susanna y anoche no vieron pasar a ninguna chica en ciclomotor. Pero una señora me dijo que el que nadie haya visto a la chica no significa necesariamente que no pasara por allí.
—No entiendo a qué viene ese comentario.
—
Dottore
, todas esas casas tienen el huerto y la cocina en la parte de atrás. No dan al sendero.
Montalbano colgó. La decepción que sintió lo sumió en un profundo cansancio.
—¿Qué te parece si nos vamos a la cama?
—Sí —dijo Livia—, pero ¿por qué no me has dicho nada del secuestro?
«Porque no me has dejado espacio para ello», le entraron ganas de contestar, pero consiguió reprimirse a tiempo. Aquellas palabras habrían sido seguramente el principio de una feroz discusión. Se limitó a hacer un vago gesto con la mano.
—¿Es cierto que te han apartado de la investigación, como ha dicho ese cornudo de Ragonese?
—Enhorabuena, Livia.
—¿Por qué?
—Veo que te estás vigatizando. Llamar cornudo a alguien es típico de los aborígenes de la zona.
—Sin duda me lo has contagiado tú. Pero, dime, ¿es cierto que te han...?
—No exactamente. Tengo que colaborar con Minutolo. La investigación se la han encargado a él desde el principio. Yo estaba de baja.