La otra cara de la verdad (2 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La otra cara de la verdad
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El cutis era perfecto, sin asomo de arruga ni mácula, como el de un niño. El pelo en nada se distinguía del oro batido, y Brunetti entendía de moda lo suficiente como para saber que el vestido había costado más que cualquiera de los trajes que él había tenido.

Así que ésta debía de ser la
Superliftata,
la segunda esposa de Cataldo, pariente lejana de la
contessa,
a la que Brunetti conocía de oídas pero no había visto hasta ahora. Un rápido repaso al archivo de cotilleos de su memoria le hizo recordar que la mujer procedía del Norte, que era retraída y, por alguna oculta razón, extraña.

—Ah —empezó el
conte,
interrumpiendo los pensamientos de Brunetti. Paola se adelantó, besó a la mujer y estrechó la mano del hombre. Dirigiéndose a la mujer, el
conte
dijo—: Franca, te presento a Guido Brunetti, mi yerno, el marido de Paola —y a Brunetti—: Guido, te presento a Franca Marinello y su marido, Maurizio Cataldo —dio un paso atrás y, con un ademán, invitó a Brunetti a adelantarse, como si Brunetti y Paola fueran un regalo de Navidad que ofrecía a la otra pareja.

Brunetti dio la mano a la mujer, que la estrechó con sorprendente firmeza, y al hombre, cuya palma tenía un tacto seco, como si necesitara que le quitaran el polvo.


Piacere
—dijo, sonriendo primero a los ojos de la mujer y después a los del hombre, de un azul pálido.

El hombre movió la cabeza de arriba abajo, pero fue la mujer quien habló:

—Su madre política habla muy bien de usted desde hace años. Mucho gusto de conocerle por fin.

Antes de que a Brunetti se le ocurriera qué responder, las puertas del comedor se abrieron desde dentro y el hombre que les había tomado los abrigos anunció que la cena estaba servida. Mientras cruzaban el salón, Brunetti trató de recordar lo que la
contessa
pudiera haberle contado de su amiga Franca, aparte de que le había brindado su amistad años atrás, cuando la joven había venido a estudiar a Venecia.

El espectáculo de la mesa, cargada de porcelana y de plata y adornada con un estallido de flores, le recordó la última vez que había comido en esta casa, hacía sólo dos semanas. Venía a traer dos libros a la
contessa
con la que en los últimos años intercambiaba lecturas, y con ella encontró a su hijo Raffi, que, le explicó, había venido a recoger el borrador de su ensayo de Literatura Italiana, que su abuela se había brindado a repasar.

Estaban en el estudio, sentados frente al escritorio, uno al lado del otro. Tenían delante las ocho hojas del ensayo, con comentarios escritos en tres colores. A la izquierda de los papeles estaba una bandeja de sandwiches o, mejor dicho, restos de una bandeja de sandwiches. Mientras Brunetti se los terminaba, la
contessa
le descifró su código de colores: rojo para faltas gramaticales, amarillo para las formas del verbo
essere
y azul para las inexactitudes y errores de interpretación.

Raffi, que solía irritarse cuando Brunetti disentía de su visión de la historia o Paola corregía su gramática, parecía convencido de que su abuela sabía bien lo que se decía, e introducía en el portátil sus sugerencias sin rechistar. Y Brunetti escuchaba atentamente las explicaciones que ella daba.

Paola lo sacó de su abstracción murmurando:

—Busca tu sitio.

Porque, delante de cada sitio, estaba una tarjetita escrita a mano. Él no tardó en encontrar la suya y se alegró al ver a su izquierda la de Paola, entre él y su padre. Ya cada cual parecía haber encontrado su sitio en la mesa. A una persona familiarizada con la etiqueta le habría escandalizado que, en una cena elegante, se sentara juntos a los matrimonios, y menos mal, pensaría el purista, que el
conte
y la
contessa
ocupaban uno y otro extremo de la mesa rectangular. Renato Rocchetto, el abogado del
conte,
sostuvo la silla de la
contessa.
Cuando ella se hubo sentado, las otras mujeres tomaron asiento a su vez y a continuación hicieron otro tanto los hombres.

Brunetti se encontró frente a la esposa de Cataldo, a un metro de su cara. Ella escuchaba lo que le decía su marido, con la cabeza casi rozando la de él, pero Brunetti sabía que pronto llegaría lo inevitable. Paola lo miró, le dio unas palmadas en el muslo y susurró:


Coraggio.

Cuando Paola retiró la mano, Cataldo sonrió a su esposa y se volvió hacia Paola y su padre; Franca Marinello miró a Brunetti.

—Qué frío hace, ¿verdad? —empezó, y Brunetti se preparó para otra de aquellas conversaciones de las cenas mundanas.

Antes de que él pudiera encontrar una respuesta banal, la
contessa
dijo, desde el extremo de la mesa:

—Confío en que a nadie le disguste que ésta sea una cena sin carne —sonrió, miró a los invitados y añadió, en un tono entre divertido y contrito—: En vista de las peculiaridades dietéticas de mi familia y puesto que, cuando quise recordar, ya era tarde para llamar a cada uno de ustedes preguntando por las suyas, decidí que lo más práctico sería prescindir de carne y pescado.

—«¿Peculiaridades dietéticas?» —susurró Claudia Umberti, la esposa del abogado del
conte.
Parecía francamente desconcertada, y Brunetti, que estaba a su lado, había coincidido con ella y su marido en suficientes cenas familiares como para comprender que la mujer sabía que las únicas peculiaridades dietéticas de la familia Falier (aparte del intermitente vegetarianismo de Chiara) consistían en raciones copiosas y postres suculentos.

Para evitar a su madre la violencia de ser pillada en una mentira flagrante, Paola dijo, en medio del silencio general:

—Yo prefiero no comer buey; Chiara, mi hija, no come carne ni pescado (por lo menos, esta semana); Raffi no come cosas verdes y no le gusta el queso; y Guido —dijo, inclinándose hacia el aludido y apoyando la mano en su antebrazo— no come de nada si no es en cantidad.

Los presentes recibieron sus palabras con corteses risas, y Brunetti dio a Paola un beso en la mejilla, en señal de festiva deportividad, al tiempo que prometía rechazar toda invitación que se le hiciera a repetir de algo. Mirando a su mujer preguntó por lo bajo, sin dejar de sonreír:

—¿De qué iba eso?

—Luego te lo explicaré —respondió ella, y dirigió a su padre una pregunta intrascendente.

Sin mostrar intención de comentar las palabras de la
contessa,
Franca Marinello dijo, cuando recuperó la atención de Brunetti:

—La nieve, en la calle, es un gran inconveniente.

Brunetti sonrió, como si no se hubiera fijado en los tacones de la mujer ni oído una vez y otra el mismo comentario durante los dos últimos días.

Según las reglas de la conversación cortés, ahora le tocaba a él hacer una observación banal y, cumpliendo con su cometido, repuso:

—Pero los esquiadores estarán contentos.

—Y los campesinos —agregó ella.

—¿Cómo dice?

—En mi tierra —empezó ella en un italiano sin asomo de acento local— tenemos un refrán que dice: «Bajo la nieve, pan; bajo la lluvia, hambre.» —tenía una voz grave y agradable, voz de contralto.

Brunetti, urbanita hasta la médula, sonrió con gesto de disculpa.

—No sé si lo entiendo.

Los labios de ella se movieron hacia arriba en lo que él había empezado a identificar como sonrisa, y la expresión de los ojos se suavizó:

—Quiere decir que el agua de la lluvia se escurre y su beneficio es transitorio, mientras que la nieve de las montañas se funde poco a poco durante todo el verano.

—¿Y de ahí, el pan? —preguntó Brunetti.

—Sí. Por lo menos, así lo creían nuestros abuelos —antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, ella prosiguió—: Pero esta nevada aquí, en la ciudad, ha sido un caso raro, sólo unos centímetros, para obligar a cerrar el aeropuerto unas horas. En el Alto Adigio, de donde yo soy, no ha nevado en todo el invierno.

—Malo para los esquiadores, ¿verdad? —preguntó Brunetti con una sonrisa, imaginándola con un largo jersey de cachemir y pantalón de esquí, delante de la chimenea de un cinco estrellas de alta montaña.

—Me tienen sin cuidado los esquiadores, yo pensaba en los campesinos —dijo ella con una vehemencia que lo sorprendió. La mujer observó su expresión durante un momento y añadió—: «Oh, los campesinos, si ellos supieran cuan grande es su ventura…»Brunetti casi dio un respingo.

—¿Virgilio?

—Las
Geórgicas
—respondió ella cortésmente, sin darse por enterada de la sorpresa de él y de lo que implicaba—. ¿Lo ha leído?

—En la escuela —respondió Brunetti—. Y otra vez hace un par de años.

—¿Por qué? —preguntó ella con interés, al tiempo que volvía la cabeza para dar las gracias al camarero que le ponía delante un plato de
risotto aifunghi.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué volvió a leerlo?

—Porque mi hijo, que lo leía en la escuela, dijo que le gustaba, y decidí echarle un vistazo —con una sonrisa añadió—: Hacía tanto tiempo que lo había leído que no recordaba nada.

—¿Y?

Brunetti tuvo que reflexionar antes de responder; pocas veces se le presentaba la ocasión de hablar de sus lecturas.

—Confieso que todas esas consideraciones acerca de los deberes del buen terrateniente no me interesaron mucho —dijo mientras el camarero le servía el
risotto.

—¿Pues qué temas le interesan? —preguntó ella.

—Me interesa lo que los clásicos dicen acerca de la política —respondió Brunetti, y se preparó para observar la inevitable pérdida de interés de su oyente.

Ella tomó un sorbo de vino e inclinó la copa en dirección a Brunetti haciendo girar suavemente el contenido mientras decía:

—Sin el buen terrateniente, no tendríamos nada de esto —bebió otro sorbo y puso la copa en la mesa.

Brunetti decidió arriesgarse. Levantando la mano derecha, la hizo girar en un ademán que, para quien quisiera interpretarlo así, abarcaba la mesa, los comensales y, por extensión, el
palazzo
y la ciudad en la que se encontraban.

—Sin la política, no tendríamos nada de esto —dijo.

A causa de la dificultad que ella tenía para manifestar sorpresa agrandando los ojos, la expresó con la risa, una carcajada juvenil que ella trató de ahogar poniendo la mano delante de los labios, pero la hilaridad seguía brotando, incontenible, hasta trocarse en un acceso de tos.

Los presentes se volvieron a mirarla, y su marido desvió su atención del
conte
y, con ademán protector, le puso una mano en el hombro. Las conversaciones habían cesado.

Ella movió la cabeza de arriba abajo, levantó una mano y la agitó ligeramente, dando a entender que aquello no era nada y, sin dejar de toser, se enjugó los ojos con la servilleta. Al poco, cesó la tos, ella hizo varias inspiraciones y, dirigiéndose a la mesa en general, dijo:

—Perdón, me he atragantado —puso la mano sobre la de su marido y se la estrechó con gesto tranquilizador, luego le dijo algo que le hizo sonreír y reanudar su conversación con el
conte.

Franca bebió varios sorbos de agua, probó el
risotto
y dejó el tenedor. Como si no se hubiera producido la interrupción, miró a Brunetti y dijo:

—En política quien más me gusta es Cicerón.

—¿Por qué?

—Porque él sabía odiar.

Brunetti hizo un esfuerzo para prestar más atención a las palabras de la mujer que a los artificiales labios de los que brotaban. Seguían hablando de Cicerón cuando los camareros se llevaron los platos de
risotto
casi intactos.

Ella pasó a hablar del odio que el escritor romano sentía hacia Catilina y todo lo que representaba; habló de su inquina por Marco Antonio, no disimuló su satisfacción porque al fin Cicerón consiguiera el consulado; y sorprendió a Brunetti al hablar de su poesía con gran familiaridad.

Los criados retiraban el segundo plato —pastel de verduras— cuando el marido de la
signora
Marinello se volvió hacia ella y dijo algo que Brunetti no pudo oír. Ella sonrió y estuvo hablando con su marido hasta que terminaron el postre —un alimenticio pastel de nata que compensaba ampliamente la falta de carne— y se retiraron los platos.

Brunetti, plegándose a los convencionalismos sociales, dedicó la atención a la esposa del
avvocato
Rocchetto, quien le informó de los últimos escándalos relacionados con la administración del teatro La Fenice.

—… y al final decidimos no renovar nuestro
abbonamento.
Es todo tan mediocre, con esas porquerías francesas y alemanas que se empeñan en montar —decía la mujer, casi temblando de indignación—. Es como cualquier teatrillo de provincias francés —sentenció agitando una mano en un ademán que consignaba al olvido el teatro y, con él, a la provincia francesa. Brunetti, recordando la recomendación de Jane Austen a uno de sus personajes, de que «guardara el aliento para enfriar el té» venció la tentación de observar que, al fin y al cabo, La Fenice era un teatro menor y Venecia, una pequeña ciudad provinciana de Italia, por lo que no cabía esperar grandes cosas.

Llegó el café, y un camarero dio la vuelta a la mesa empujando un carrito cargado de botellas de
grappa
y
digestivi.
Brunetti pidió una Domenis, que no lo defraudó. Se volvió hacia Paola, para preguntarle si quería un sorbo de su
grappa,
pero ella estaba escuchando lo que Cataldo decía a su padre. Tenía la barbilla apoyada en la palma de la mano, con la esfera del reloj hacia Brunetti, que vio que marcaba más de medianoche. Lentamente, él deslizó el pie por el suelo hasta encontrar algo sólido, pero no tan duro como la pata de una silla, y le dio dos golpecitos.

Apenas un minuto después, Paola miró su reloj y dijo:


Oddio,
un alumno viene a mi despacho a las nueve de la mañana y aún he de leer su ejercicio —se inclinó hacia el extremo opuesto de la mesa, para decir a su madre—: Tengo la impresión de pasarme el día haciendo mis deberes o corrigiendo los de los demás.

—Y, nunca, a su debido tiempo —agregó el
conte,
pero lo dijo con afecto y resignación, para dejar claro que sus palabras no llevaban reproche.

—Quizá también nosotros deberíamos pensar en irnos a casa, ¿no,
caro?
—dijo la
signora
Cataldo sonriendo a su marido.

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