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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

La Odisea (47 page)

BOOK: La Odisea
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Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Desde aquel instante pasaba el día labrando la gran tela, y por la noche, tan luego como se alumbraba con antorchas, deshacía lo tejido. De esta suerte logró ocultar el engaño y que sus palabras fueran creídas por los aqueos durante un trienio; mas así que vino el cuarto año y volvieron a sucederse las estaciones, después de transcurrir los meses y de pasar muchos días, nos lo reveló una de las mujeres, que conocían muy bien lo que pasaba, y sorprendimos a Penelopea destejiendo la espléndida tela. Así fue cómo, mal de su grado, se vio en la necesidad de acabarla. Cuando, después de tejer y lavar la gran tela, nos mostró aquel lienzo que se asemejaba al sol o a la luna, funesta deidad trajo a Odiseo, de alguna parte de los confines del campo donde el porquero tenía su morada. Allí fue también el hijo amado del divinal Odiseo cuando volvió de la arenosa Pilos en su negra nave; y, concertándose para dar mala muerte a los pretendientes vinieron a la ínclita ciudad, y Odiseo entró el último, pues Telémaco se le adelantó algún tanto. El porquero acompañó a Odiseo; y éste, con sus pobres andrajos, parecía un viejo y miserable mendigo que se apoyaba en el bastón y llevaba feas vestiduras. Ninguno de nosotros pudo conocerle, ni aún los mas viejos, cuando se presentó de súbito; y lo maltratábamos, dirigiéndole injuriosas palabras y dándole golpes. Con ánimo paciente sufría Odiseo que en su propio palacio se le hiriera e injuriara; mas apenas le incitó Zeus, que lleva la égida, comenzó a quitar de las paredes, ayudado de Telémaco, las magníficas armas, que depositó en su habitación, corriendo los cerrojos; y luego, con refinada astucia, aconsejó a su esposa que nos sacara a los pretendientes el arco y el blanquizco hierro a fin de celebrar el certamen que había de ser para nosotros, oh infelices, el preludio de la matanza.

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Ninguno logró tender la cuerda del recio arco, pues nos faltaba mucha parte del vigor que para ello se requería. Cuando el gran arco iba a llegar a manos de Odiseo, todos increpábamos al porquero para que no se lo diese, por más que lo solicitara; y tan sólo Telémaco, animándole, mandó que se lo entregase. El paciente divinal Odiseo lo tomó en las manos, tendiólo con suma facilidad, e hizo pasar la flecha por el hierro; inmediatamente se fue al umbral, derramó por el suelo las veloces flechas, echando terribles miradas, y mató al rey Antínoo.

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Pero en seguida disparó contra los demás las dolorosas saetas, apuntando a su frente; y caían los unos en pos de los otros. Era evidente que alguno de los dioses les ayudaba; pues muy pronto, dejándose llevar por su furor, empezaron a matar a diestro y siniestro por la sala: los que recibían los golpes en la cabeza levantaban horribles suspiros, y el suelo manaba sangre por todos lados. Así hemos perecido, Agamenón, y los cadáveres yacen abandonados todavía en el palacio de Odiseo; porque la nueva aún no ha llegado a las casas de nuestros amigos, los cuales nos llorarían después de lavarnos la negra sangre de las heridas y de colocarnos en lechos; que tales son los honores que han de tributarse a los difuntos.

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Contestóle el alma del Atrida:

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—¡Feliz hijo de Laertes! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Tú acertaste a poseer una esposa virtuosísima. Como la intachable Penelopea, hija de Icario, ha tenido tan excelentes sentimientos y ha guardado tan buena memoria de Odiseo, el varón con quien se casó virgen, jamás se perderá la gloriosa fama de su virtud y los inmortales inspirarán a los hombres de la tierra graciosos cantos en loor de la discreta Penelopea. No se portó así la hija de Tindáreo, que maquinando inicuas acciones, dio muerte al marido con quien se había casado virgen; por lo cual ha de ser objeto de odiosos cantos, y ya acarreó triste fama a las débiles mujeres, sin exceptuar las que son virtuosas.

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Así conversaban en la morada de Hades, dentro de las profundidades de la tierra.

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Mientras tanto Odiseo y los suyos, descendiendo de la ciudad, llegaron muy pronto al bonito y bien cultivado predio de Laertes, que éste compró en otra época después de pasar muchas fatigas. Allí estaba la casa del anciano, con un cobertizo a su alrededor adonde iban a comer, a sentarse y a dormir los siervos propios de aquél; siervos que le hacían cuantas labores eran de su agrado. Una vieja siciliana le cuidaba con gran solicitud allá en el campo, lejos de la ciudad.

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En llegando, pues, a tal paraje, Odiseo habló de esta manera a sus servidores y a su hijo:

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—Vosotros, entrando en la bien labrada casería, sacrificad al punto el mejor de los cerdos para el almuerzo; y yo iré a probar si mi padre me reconoce al verme ante sus ojos, o no distingue quién soy después de tanto tiempo de hallarme ausente.

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Diciendo así, entregó las marciales armas a los criados. Fuéronse éstos a buen paso hacia la casería, y Odiseo se encaminó al huerto, en frutas abundoso, para hacer aquella prueba. Y, bajando al grande huerto no halló a Dolio, ni a ninguno de los esclavos, ni a los hijos de éste; pues todos habían salido a coger espinos para hacer el seto del huerto, y el anciano Dolio los guiaba. Por esta razón halló en el bien cultivado huerto a su padre solo, aporcando una planta. Vestía Laertes una túnica sucia, remendada y miserable; llevaba atadas a las piernas unas polainas de vaqueta cosida para reparo contra los rasguños y en las manos, guantes, por causa de las zarzas; y cubría su angustiada cabeza con un gorro de piel de cabra.

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Cuando el paciente divinal Odiseo le vio abrumado por la vejez y con tan grande dolor allí en su espíritu, se detuvo al pie de un alto peral y le saltaron las lágrimas.

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Después hallóse indeciso en su mente y en su corazón, no sabiendo si besar y abrazar a su padre, contárselo todo y explicarle cómo había llegado al patrio suelo; o interrogarle primeramente con el fin de hacer aquella prueba. Así que lo hubo pensado, parecióle que era mejor tentarle con burlonas palabras. Con este propósito fuese el divino Odiseo derecho a él, que estaba con la cabeza baja cavando en torno de una planta.

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Y deteniéndose a su lado, hablóle así su preclaro hijo:

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—¡Oh, anciano! No te falta pericia para cultivar un huerto, pues en éste se halla todo muy bien cuidado y no se ve planta alguna ni higuera, ni vid, ni olivo, ni peral, ni cuadro de legumbres, que no lo esté de igual manera. Otra cosa te diré, mas no por ello recibas enojo en tu corazón: no tienes tan buen cuidado de ti mismo, pues no sólo te agobia la triste vejez, sino que estás sucio y mal vestido. No será sin duda a causa de tu ociosidad el que un señor te tenga en semejante desamparo; y, además, nada servil se advierte en ti, pues por tu aspecto y grandeza te asemejas a un rey, a un varón que después de lavarse y de comer haya de dormir en blando lecho; que tal es la costumbre de los ancianos.

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Mas, ea, habla y responde sinceramente. ¿De quién eres siervo? ¿Cuyo es el huerto que cultivas? Dime con verdad, a fin de que lo sepa, si realmente he llegado a Ítaca; como me aseguró un hombre que encontré al venir y que no debe ser muy sensato, pues no tuvo paciencia para referirme algunas cosas ni para escuchar mis palabras cuando le pregunté si cierto huésped mío aun vive y existe o ha muerto y se halla en la morada de Hades. Voy a contártelo a ti: atiende y óyeme. En mi patria hospedé en otro tiempo a un varón que llegó a nuestra morada; y jamás mortal alguno de los que vinieron de lejanas tierras a hospedarse en mi casa me fue más grato: tenía a honra ser de Ítaca por su linaje y decía que Laertes Arcesíada era su padre. Yo mismo lo conduje al palacio, le procuré digna hospitalidad, tratándolo solícita y amistosamente —que en mi mansión reinaba la abundancia—, y le hice los presentes hospitalarios que convenía dar a tal persona. Le entregué siete talentos de oro bien labrado; una argéntea cratera floreada; doce mantos sencillos, doce tapetes, doce bellos palios y otras tantas túnicas; y, además, cuatro mujeres de hermosa figura, diestras en hacer irreprochables labores, que él mismo escogió entre mis esclavas.

280
Respondióle su padre, con los ojos anegados en lágrimas:

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—¡Forastero! Estás ciertamente en la tierra por la cual preguntas; pero la tienen dominada unos hombres insolentes y malvados, y te saldrán en vano esos innumerables presentes que a aquél le hiciste. Si lo hallaras vivo en el pueblo de Ítaca, no te despidiera sin corresponder a tus obsequios con otros dones y una buena hospitalidad como es justo que se haga con quien anteriormente nos dejó obligados. Mas, ea, habla y responde sinceramente: ¿Cuántos años ha que acogiste a ése tu infeliz huésped, a mi hijo infortunado, si todo no ha sido sueño? Alejado de sus amigos y de su patria tierra, o se lo comieron los peces en el ponto o fue pasto, en el continente, de las fieras y de las aves: y ni su madre lo amortajó, llorándole conmigo que lo engendramos; ni su rica mujer, la discreta Penelopea, gimió sobre el lecho fúnebre de su marido, como era justo, ni le cerró los ojos; que tales son las honras debidas a los muertos. Dime también la verdad de esto, para que me entere: ¿Quién eres y de que país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? ¿Dónde está el rápido bajel que te ha traído con tus compañeros iguales a los dioses? ¿O viniste pasajero en la nave de otro, que después de dejarte en tierra continuó su viaje?

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Díjole en respuesta el divinal Odiseo:

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—De todo voy a informarte circunstanciadamente. Nací en Alibante, donde tengo magnífica morada, y soy el hijo deI rey Afidante Polipemónida; mi nombre es Epérito; algún dios me ha apartado de Sicania para traerme aquí a pesar mío, y mi nave está cerca del campo, antes de llegar a la población. Hace ya cinco años que Odiseo se fue de allá y dejó mi patria. ¡Infeliz! Propicias aves volaban a su derecha cuando partió, y, al notarlo le despedí alegre y se alejó contento; porque nos quedaba en el corazón la esperanza de que la hospitalidad volvería a juntarnos y nos podríamos obsequiar con espléndidos presentes.

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Tales fueron sus palabras; y negra nube de pesar envolvió a Laertes, que tomó ceniza con ambas manos y echóla sobre su cabeza cana, suspirando muy gravemente. Conmoviósele el corazón a Odiseo; sintió el héroe aguda picazón en la nariz al contemplar a su padre, y dando un salto, le besó y le dijo:

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—Yo soy, oh padre, ése mismo por quien preguntas; que tornó en el vigésimo año a la patria tierra. Pero cesen tu llanto, tus sollozos y tus lágrimas. Y te diré, ya que el tiempo nos apremia, que he muerto a los pretendientes en nuestra casa, vengando así sus dolorosas injurias y sus malvadas acciones.

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Laertes le contestó diciendo:

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—Pues si eres mi hijo Odiseo que ha vuelto, muéstrame alguna señal evidente para que me convenza.

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Respondióle el ingenioso Odiseo:

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—Primeramente vean tus ojos la herida que en el Parnaso me hizo un jabalí con su blanco diente, cuando tú y mi madre veneranda me enviasteis a Autólico, mi caro abuelo paterno, a recibir los dones que al venir acá prometió hacerme. Y, ea, si lo deseas, te enumeraré los árboles que una vez me regalaste en este bien cultivado huerto: pues yo, que era niño, te seguía y te los iba pidiendo uno tras otro; y, al pasar por entre ellos me los mostrabas y me decías su nombre. Fueron trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras; y me ofreciste, además, cincuenta liños de cepas, cada uno de los cuales daba fruto en diversa época, pues hay aquí racimos de uvas de todas clases cuando los hacen madurar las estaciones que desde lo alto nos envía Zeus.

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Así le dijo; y Laertes sintió desfallecer sus rodillas y su corazón reconociendo las señales que Odiseo iba describiendo con tal certidumbre. Echó los brazos sobre su hijo; y el paciente divinal Odiseo trajo hacia si al anciano, que se hallaba sin aliento. Y cuando Laertes tornó a respirar y volvió en su acuerdo, respondió con estas palabras:

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—¡Padre Zeus! Vosotros los dioses permanecéis aún en el vasto Olimpo, si es verdad que los pretendientes recibieron el castigo de su temeraria insolencia. Mas ahora teme mucho mi corazón que se reúnan y vengan muy pronto todos los itacenses, y que además envíen emisarios a todas las ciudades de los cefalenos.

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Respondióle el ingenioso Odiseo:

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—Cobra ánimo y no te den cuidado tales cosas. Pero vámonos a la casa que se halla próxima a este huerto, que allí envié a Telémaco, al boyero y al porquerizo para que cuanto antes nos aparejen la comida.

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Pronunciadas estas palabras, encamináronse al hermoso casar. Cuando hubieron llegado a la cómoda mansión, hallaron a Telémaco, al boyero y al porquerizo ocupados en cortar mucha carne y en mezclar el negro vino.

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Al punto la esclava siciliana lavó y ungió con aceite al magnánimo Laertes dentro de la casa, echándole después un hermoso manto sobre las espaldas; y Atenea se acercó e hizo que le crecieran los miembros al pastor de hombres, de suerte que se ostentase más alto y más grueso que anteriormente.

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Cuando salió del baño, admiróse su hijo al verle tan parecido a los inmortales númenes y le dirigió estas aladas palabras:

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—¡Oh, padre! Alguno de los sempiternos dioses ha mejorado a buen seguro tu aspecto y tu grandeza.

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Contestóle el discreto Laertes:

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—Ojalá me hallase, ¡oh padre Zeus, Atenea, Apolo!, como cuando reinaba sobre los cefalenos y tomé a Nérico ciudad bien construida, allá en la punta del continente: si, siendo tal, me hubiera hallado ayer en nuestra casa, con los hombros cubiertos por la armadura, a tu lado y rechazando a los pretendientes, yo les quebrara a muchos las rodillas en el palacio y tu alma se regocijara al contemplarlo.

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Así éstos conversaban. Cuando los demás terminaron la faena y dispusieron el banquete sentáronse por orden en sillas y sillones. Y así que comenzaban a tomar los manjares, llegó el anciano Dolio con sus hijos —que venían cansados de tanto trabajar—; pues salió a llamarlos su madre, la vieja siciliana que los había criado y que cuidaba del anciano con gran esmero desde que éste había llegado a la senectud.

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