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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (23 page)

BOOK: La noche del oráculo
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Por otro lado, también podría ser una coincidencia. El Palacio de Papel no era un nombre muy original para una papelería, y fácilmente podría haber más de una en toda la ciudad. Crucé a la otra acera para averiguarlo, cada vez más convencido de que el dueño de aquel local de Manhattan no era Chang, sino otra persona. La disposición del escaparate resultó ser diferente de la que me había llamado la atención en Brooklyn el sábado anterior. No había torres de papel que sugirieran el horizonte urbano de Nueva York, pero me pareció que aquella vitrina era aún más imaginativa que la primera, mucho más ingeniosa. Exponía la estatuilla de un hombre sentado a una pequeña mesa en la que había una diminuta máquina de escribir. El hombrecillo tenía las manos sobre el teclado, y del rodillo sobresalía una hoja de papel en la que, apretando la frente contra la luna del escaparate y mirando con mucha atención, podían leerse las siguientes palabras mecanografiadas:
Eran los mejores tiempos, era la peor época, la edad de la sabiduría, el ciclo de la estupidez, la fase de la creencia, la etapa de la incredulidad, la estación de la Luz, la hora de las Sombras, era la primavera de la esperanza, el invierno de la desesperación, lo teníamos todo por delante, nada había frente a nosotros…

Abrí la puerta y entré. Al cruzar el umbral oí el mismo tintineo de campanillas que el día 18 en el otro Palacio de Papel. La tienda de Brooklyn era pequeña, pero ésta lo era aún más, y las mercancías se apilaban en grandes cantidades sobre estantes de madera que llegaban hasta el techo. Esta vez, tampoco había clientes en la tienda. Al principio no vi a nadie, pero se oían unos ruiditos tenues y apagados, como de alguien que estuviera agachado detrás del mostrador: atándose el zapato, quizá, o recogiendo un bolígrafo o un lápiz que se le hubiera caído al suelo. Me aclaré la garganta y unos instantes después Chang se levantaba apoyando las manos en el mostrador, como para no perder el equilibrio. Esta vez llevaba el suéter marrón, y estaba despeinado. Parecía más delgado que la última vez que nos vimos, tenía un cerco de profundas arrugas en la boca y los ojos levemente enrojecidos.

—Enhorabuena —le dije—. El Palacio de Papel ha vuelto a ponerse en pie.

Chang me miró fijamente, con el rostro carente de expresión, sin poder o sin querer reconocerme.

—Lo siento —respondió—. Me parece que no lo conozco.

—Claro que me conoce. Soy Sidney Orr. El otro día pasamos la tarde juntos.

—Sidney Orr no es mi amigo. Antes pensaba que es buen tío, pero ya no.

—Pero ¿qué está diciendo?

—Usted decepciona, señor Sid. Me pone en situación embarazosa. No conozco, no quiero. Adiós amistad.

—No entiendo. ¿Qué es lo que he hecho?

—Me deja plantado en taller de sastrería. Ni siquiera se despide. ¿Qué clase de amigo es?

—Lo busqué por todas partes. Recorrí el bar de un extremo a otro, y como no lo encontraba supuse que estaría en uno de los reservados y no quise molestarlo. Así que me marché. Se me estaba haciendo tarde, y tenía que volver a casa.

—A casa con su mujer querida. Justo después de que Princesa de África le hace mamada. ¿No es divertido, señor Sid? Si Martine entra ahora en mi tienda, usted hace otra vez lo mismo. Justo ahí, en el suelo. Folla como a perra y queda encantado.

—Estaba borracho. Y ella era muy hermosa. Perdí el dominio de mí mismo. Pero eso no quiere decir que lo haría otra vez.

—No borracho. Hipócrita degenerado, como toda la gente egoísta.

—Usted dijo que nadie se le podía resistir, y tenía razón. Debe estar orgulloso de sí mismo, Chang. Me caló usted, y descubrió mi flaqueza.

—Porque sabía que no piensa bien de mí, por eso. Entiendo lo que pasa en su cabeza.

—¿Ah, sí? ¿Y qué era lo que estaba pensando aquel día?

—Piensa que Chang hace negocios sucios. Repugnante chulo putas, tipo sin corazón. Sólo piensa en dinero.

—Eso no es cierto.

—Sí, señor Sid, es cierto. Muy cierto. Ahora dejamos de hablar. Ha llenado mi espíritu de tristeza, y ya basta. Eche una mirada por la tienda, si quiere. Es cliente bienvenido a mi Palacio de Papel, pero no amigo. Amistad, muerta y enterrada. Se acabó.

No creo que nadie me haya insultado nunca más a conciencia de lo que Chang lo hizo aquella tarde. Le había causado un gran dolor, había herido involuntariamente su dignidad y su particular sentido del honor, y me fustigaba con aquellas frases duras y medidas como si estuviera convencido de que merecía ser destripado y descuartizado por mis crímenes. Lo que hizo el ataque aún más molesto fue el hecho de que la mayoría de sus acusaciones estaban justificadas. Lo había dejado plantado en el taller sin decirle adiós, había caído finalmente en los brazos de la Princesa de África, y había puesto en duda su integridad moral por su intención de realizar una inversión en el club. Poco podía alegar en mi defensa. Por mucho que lo negara sería inútil, y aunque mis transgresiones habían tenido una importancia relativamente pequeña, me seguía sintiendo lo bastante culpable por mi sesión con Martine detrás de la cortina para no desear que el asunto saliera de nuevo a relucir. Tenía que haberme despedido de Chang y marchado inmediatamente de la papelería, pero no lo hice. Para entonces los cuadernos portugueses se habían convertido en una obsesión demasiado imperiosa, y fui incapaz de marcharme sin ver primero si quedaba alguno. Era consciente de la imprudencia que suponía quedarme en un sitio donde no era bien recibido, pero no podía evitarlo. Sencillamente, tenía que averiguarlo.

Quedaba uno, entre una serie de cuadernos alemanes y canadienses colocados en una estantería baja al fondo de la tienda. Era rojo, sin duda el mismo que había visto en Brooklyn el sábado anterior, y el precio era el mismo de entonces, cinco dólares justos. Cuando lo llevé al mostrador y se lo entregué a Chang, me disculpé por haberlo puesto en evidencia o herido sus sentimientos. Le dije que podía seguir considerándome un amigo y que yo continuaría yendo a su tienda a comprar objetos de escritorio, aunque supusiera apartarme mucho de mi camino habitual. Pese a todo el arrepentimiento que intenté mostrar, Chang movió la cabeza de un lado a otro y dio unas palmaditas al cuaderno con la mano derecha.

—Lo siento —advirtió—. Éste no vendo.

—¿Qué quiere decir? Esto es una tienda. Aquí se vende todo. —Saqué de la cartera un billete de diez dólares, lo extendí sobre el mostrador y añadí—: Ahí tiene el dinero. La etiqueta del precio dice que cuesta cinco dólares. Ahora le ruego que me entregue el cuaderno y el cambio.

—Imposible. Rojo, último cuaderno portugués que queda en tienda. Reservado para otro cliente.

—Si lo ha reservado alguien, ¿por qué no lo pone detrás del mostrador, donde no se vea? Porque si está en la estantería, se supone que lo puede comprar cualquiera.

—Menos usted, señor Sid.

—¿Por cuánto va a comprar el cuaderno el otro cliente?

—Por cinco dólares, como dice etiqueta.

—Bueno, pues yo le doy diez y se acabó el asunto. ¿Qué le parece?

—Por diez dólares, no. Diez mil.

—¿
Diez mil dólares
? ¿Es que se ha vuelto loco?

—Este cuaderno no es para usted, Sidney Orr. Compre otro cualquiera, y todos contentos. ¿Vale?

—Mire —le dije, perdiendo finalmente la paciencia—, el cuaderno cuesta cinco dólares y estoy dispuesto a darle diez por él. Pero eso es todo lo que pienso pagar.

—Usted me da cinco mil dólares ahora y otros cinco mil el lunes. Ése es el trato. Si no, compre usted otro cuaderno, por favor.

Habíamos entrado en un ámbito de auténtica locura. Las absurdas exigencias y los insultos de Chang habían terminado por sacarme de quicio, y en lugar de seguir discutiendo con él le quité el cuaderno de la mano y eché a andar hacia la puerta.

—Se acabó —sentencié—. Quédese con los diez dólares y que le den por culo. Me voy.

No había dado dos pasos cuando Chang salió precipitadamente de detrás del mostrador para cortarme la retirada e impedir que llegara a la puerta. Traté de eludirlo, sirviéndome del hombro para echarlo a un lado, pero Chang aguantó el envite y un momento después cogía el cuaderno y trataba de quitármelo. Yo tiré de él a mi vez y me lo apreté contra el pecho, agarrándolo con todas mis fuerzas, pero el dueño del Palacio de Papel era una pequeña y temible máquina de tendones, nervios y músculos, y en menos de diez segundos me lo arrebató. Yo sabía que jamás sería capaz de volvérselo a quitar, pero estaba tan furioso, tan lleno de frustración, que lo sujeté del brazo con la mano izquierda mientras le lanzaba un puñetazo con la derecha. Era el primero que dirigía contra alguien desde la escuela primaria, y lo fallé. En cambio, Chang me dio un golpe de karate en el hombro izquierdo. Lo sentí como una cuchillada, y el dolor fue tan intenso que creí que se me iba a desprender el brazo. Caí de rodillas, y antes de que pudiera ponerme de nuevo en pie, Chang empezó a darme patadas en la espalda. Le grité que parase, pero él siguió dándome con la punta del pie en las costillas y en la columna vertebral: una patada tras otra, breve y brutal, mientras yo rodaba hacia la salida, intentando desesperadamente salir de allí. Cuando mi cuerpo tropezó con el marco metálico de la parte inferior de la puerta, Chang giró el picaporte; el pestillo se abrió y caí a la acera.

—¡No vuelva por aquí! —gritó—. ¡Próxima vez que venga, lo mato! ¿Me oye, Sidney Orr? ¡Le arranco el corazón y se lo echo a los cerdos!

Nunca hablé a Grace de Chang, ni de la paliza ni de nada de lo que había pasado aquella tarde en el Upper East Side. Me dolían todos los músculos del cuerpo, pero pese al ensañamiento del vengativo pie de Chang, la paliza sólo me había dejado unas cuantas magulladuras leves en la parte inferior de la espalda. La chaqueta y el jersey que llevaba debieron de servirme de protección, y al recordar lo cerca que había estado de quitarme la chaqueta mientras deambulaba por aquel barrio, reconocí que había sido una suerte entrar con ella puesta en el Palacio de Papel; aunque esa palabra resulte un tanto extraña en ese contexto. Últimamente, siempre que hacía calor, Grace y yo dormíamos desnudos, pero ahora que estaba refrescando otra vez, ella había empezado a dormir con un pijama de seda, y no le extrañó que me acostara a su lado con una camiseta. Incluso cuando hicimos el amor (el domingo por la noche), en la habitación estaba lo suficientemente oscuro como para que los verdugones le pasaran inadvertidas.

Llamé a Trause desde Landolfi's cuando salí por el
Times
el domingo por la mañana. Le conté todo lo que podía recordar de la visita que hice a Jacob, incluyendo el hecho de que su hijo se había quitado los imperdibles de la oreja (como medida de protección, sin duda), y le hice un resumen de cada una de las opiniones que había expresado desde el momento en que llegué hasta el instante en que lo vi desaparecer por el recodo de la escalera. John quería conocer mi impresión sobre si su hijo iba a quedarse todo el mes o si se largaría antes de tiempo, y yo le contesté que no lo sabía. Hizo alguna inquietante observación de que tenía planes, le advertí, lo que indicaba que había cosas en su vida que nadie de la familia conocía, secretos que él no estaba dispuesto a revelar. John pensaba que podría guardar relación con el tráfico de drogas. Le pregunté por qué sospechaba eso, pero, aparte de hacer una referencia de pasada al dinero robado de la matrícula, no añadió nada nuevo. La conversación empezó entonces a decaer, y en el breve silencio que siguió, finalmente hice acopio de valor para contarle lo que me había pasado días atrás en el metro y cómo había perdido «Imperio de huesos». No podía haber elegido peor momento para sacar a la luz aquel asunto, y al principio Trause no entendió una palabra de lo que le estaba diciendo. Volví a repetirle la historia. Cuando comprendió que su manuscrito probablemente habría acabado en Coney Island, se echó a reír.

—No te atormentes por eso —me recomendó—. Todavía conservo dos copias hechas con papel carbón. En aquellos tiempos no había fotocopiadoras, y siempre se sacaban por lo menos dos calcos de todo lo que se escribía a máquina. Meteré una en un sobre y haré que Madame Dumas te la mande por correo esta misma semana.

A la mañana siguiente, lunes, volví al cuaderno azul por última vez. Ya había escrito cuarenta de las noventa y seis páginas, pero quedaban más que suficientes en blanco para ocupar unas cuantas horas de trabajo. Empecé una página nueva, más o menos a la mitad, abandonando definitivamente el descalabro de Flitcraft. Bowen quedaría por siempre atrapado en aquella habitación, y decidí que había llegado finalmente el momento de renunciar a todo intento de rescatarlo. Si había aprendido algo de mi feroz encuentro con Chang el sábado, era que el cuaderno sólo me procuraba problemas, y que cualquier cosa que tratara de escribir en él estaría abocada al fracaso. Cada relato quedaría interrumpido a la mitad; cada proyecto me transportaría hasta cierto punto, llegado al cual levantaría la cabeza para descubrir que me había perdido. Sin embargo, estaba lo suficientemente enfurecido con Chang como para querer negarle la satisfacción de tener la última palabra. Era consciente de que debía despedirme del
caderno
portugués, pero a menos que lo hiciera con arreglo a mis propios términos, su recuerdo seguiría persiguiéndome como una derrota moral. Aunque no hiciera otra cesa, pensé que debía demostrarme a mí mismo que no era un cobarde.

Me puse despacio a la tarea, con cautela, impulsado más por una sensación de desafío que por la imperiosa necesidad de escribir. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que empezara a pensar en Grace, y tras dejar el cuaderno abierto sobre la mesa fui al cuarto de estar a buscar un álbum de fotos del último cajón de una cómoda de roble donde guardábamos multitud de cosas. Afortunadamente, el ladrón no lo había tocado cuando entró a robar el miércoles por la tarde. Era un álbum especial, un regalo de boda de Flo, la hermana pequeña de Grace, y contenía unas cien fotografías: una historia visual de los primeros veintisiete años de la vida de Grace: Grace antes de que la conociera. No había mirado aquel álbum desde que volví del hospital, y al pasar las hojas en mi cuarto de trabajo aquella mañana me vino a la memoria el episodio que Trause me había contado sobre su cuñado y el estereoscopio, porque empecé a sentir la misma especie de fascinación ante las imágenes que me arrastraban hacia el pasado.

Allí estaba Grace recién nacida, tendida en su cuna. Y ahí, a los dos años, de pie en un campo cubierto de hierba alta, desnuda, con los brazos alzados al cielo, riendo. Y ahí la tenía, a los cuatro, a los seis, a los nueve años, sentada a una mesa, dibujando una casa, sonriendo al objetivo de la cámara del fotógrafo escolar con algunos dientes de menos, irguiéndose en la silla de montar mientras trotaba por la campiña de Virginia en una yegua alazana. Grace a los doce años, con una cola de caballo, tímida, un poco rara, incómoda consigo misma, y luego a los quince, súbitamente guapa, definida, primera encarnación de la mujer que acabaría siendo. También había fotos de ella con otras personas: retratos de familia de los Tebbetts, con varios amigos sin identificar del instituto y la universidad, sentada en las rodillas de Trause a los catorce años con sus padres a los lados, Trause agachándose y besándola en la mejilla en la fiesta de su décimo o undécimo cumpleaños, Grace y Greg Fitzgerald poniendo cara de bobos en la fiesta de Navidad de Holst y McDermott.

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