Se volvió de espaldas.
—El convento, mis tías, el campo… —repitió Marie con el mismo tono—. ¿Has venido aquí a decirme que a tus ojos mi vida está acabada, que estoy muerta para ti y por tanto deseas que me entierre? Richard, estás llorando por mí como si ya hubiera des aparecido de este mundo, y desde luego sería mucho más fácil para Marcel y para ti que me enterrara viva. Pero no tengo la menor intención. Ya has cumplido con tu deber, Richard. Vete a tu casa.
Richard no podía responder, no podía moverse. Se quedó allí intentando evitar las lágrimas, como haría un hombre mucho mayor que no quisiera entregarse al llanto.
—¿Sabes una cosa? —dijo ella suavemente a sus espaldas—. Sólo dos veces he Conocido el amor en mi vida. Una vez contigo… y la otra aquí, en esta habitación. Cuando llegué estaba trastornada, jamás pensé que iba a encontrar amor y sin embargo lo encontré. Y he llegado a una sorprendente conclusión, Richard. He llegado a la conclusión de que este amor, este dulce y gran amor, es algo que otras personas conocen de muchas formas durante su vida. Lo reciben de su madre, de su padre y de sus hermanos, lo reciben incluso de los amigos. Mi hermano lo ha recibido desde que nació, pero yo jamás lo he conocido excepto en los pocos momentos en que estaba contigo. Y ahora lo tengo aquí con Dolly, recibo amor todos los días, amor, afecto y atención. Pues bien, ya estoy harta del mundo de mujeres frías y crueles. Su virtud y su sensatez ya no me impresionan. No voy a salir de aquí. Ya lo has oído de mis propios labios, así que ahórrame tu luto.
Era cierto. Richard lloraba por ella como si se hubiera muerto, lloraba por la Marie que había sido y por el Richard que la había amado. Ambos habían desaparecido. Pero en ese momento, con la vista fija en la pared, deseaba desesperadamente que el mundo fuera un lugar que él pudiera modelar a su antojo, que su padre y su madre fueran personas que pudieran aceptar a Marie si él la llevaba a casa, y que él mismo pudiera decir con la cabeza bien alta, ante ellos y ante el mundo entero, que Marie sería su esposa. Deseaba convertirse en un hombre capaz de sacarla de allí y enfrentarse a todas las críticas y prohibiciones.
Pero en el supuesto de que efectivamente él fuera ese hombre y los demás criaturas maleables, en el supuesto de que esa gran fortaleza de dignidad que era la casa de los Lermontant pudiera ser asaltada, ¿sería capaz de hacerlo? ¿Podría amarla otra vez? ¿Desearía tocarla de nuevo? La mera idea le producía una violenta confusión, una vehemente repulsión por lo que le había pasado, pero al mismo tiempo la deseaba y se sentía desgarrado casi físicamente. La amaba más que nunca, pero todo había acabado y él no podía salvarla. Otro hombre, en otro momento de la historia, otra familia tal vez…
Se dio la vuelta para mirarla, clavó la vista en ella y luego miró más allá, sin verla, percibiendo sólo el miedo aterrador que emanaba de ella como el calor que brota de un horno oscuro. No fue consciente de que Marie se levantaba y se acercaba a él. Su mente estaba invadida por la mezcla de sensaciones de un enorme e interminable funeral: la espantosa sensación de final, la completa futilidad del llanto o del gesto de blandir el puño ante el rostro de Dios.
Pero entonces Marie apareció ante él claramente. La tenía justo delante, desprovista de la postura arrogante porque no había sido más que un disfraz. Marie se acercaba como movida por una fuerza sobrenatural.
Richard no podía saber lo que estaba pensando, no podía conocer el terror que la atenazaba ante la idea de tocar a cualquier ser humano que no fuera Dolly, el miedo con el que vivía, las pesadillas de una noche tras otra en las que volvían a ella fragmentos de aquella larga noche de crueldad y violación. Richard no podía saber que Marie pensaba desesperadamente en lo mucho que le amaba y que si pudiera atravesar ese espacio que los separaba, si pudiera tocarlo y sentir sus brazos de nuevo tal vez podría amar otra vez, vivir otra vez, tal vez podría incluso salir de aquel mundo demencial en el que se había convertido en una chiquilla aferrada a Dolly Rose.
—Richard —susurró Marie de pronto—. Soy Marie, la misma Marie de siempre. Nada ha cambiado en mí, ¿es que no lo entiendes? ¡Esto me lo han hecho! Yo no he hecho nada, soy la misma en mi corazón y te amo…
Richard se quedó rígido, con los ojos cerrados. Sentía en los brazos las manos de Marie y sus senos contra su pecho, pero no podía moverse. Hasta que de pronto la abrazó, casi la aplastó contra él. Le besó los ojos, la mejilla, la boca. La levantó del suelo, temblando violentamente, y la besó una y otra vez. Y por fin surgió el estremecimiento de antaño, aquella poderosa y vibrante conmoción que irradiaba de sus cuerpos, y Richard fue ya incapaz de ver y sentir otra cosa que no fuera Marie, Marie en sus brazos.
—Dios mío —susurró de pronto—. ¡Dios! —La dejó en el suelo bruscamente, se apartó y le dio la espalda. Luego abrió las puertas para respirar el aire frío de la noche y salió a trompicones al porche. Oía a sus espaldas el llanto amargo y desesperado de Marie. Las puertas se cerraron de golpe, cayó el pestillo. Richard se quedó en las escaleras, sobre el patio desierto. La música de la casa grande se oía lejana, las lámparas bajo él eran como faros dispersos en la oscuridad. Richard puso la mano en la barandilla e hizo ademán de bajar, pero algo lo detuvo en ese momento, algo que jamás sería capaz de explicar. Richard no llegaría a comprender nunca la fuerza de la sensación que le invadió ni la claridad de la visión que apareció ante sus ojos. Cuando sus dedos se cerraron en torno a la balaustrada fue como si de pronto se le revelase un raro secreto: que su siguiente movimiento determinaría el curso de su vida. Y supo a la vez, sin orgullo ni culpa, que sería también determinante en la vida de Marie.
Le invadió una mezcla de impresiones. Se vio en el pequeño y lóbrego saloncito de sus primas Vacquerie, esas niñas de rostro dulce a quien su madre había llevado a ver recientemente, y oyó a su prima Isabella cantando mientras sus dedos danzaban por las teclas y la luz del mediodía se reflejaba en los retratos lacados de hombres y mujeres que llevaban muertos más de cien años. Y al tiempo que estaba sentado en aquella habitación polvorienta, con el corazón en la garganta, estaba en otro lugar, a solas con su padre, hablándole con el tono apasionado que reservaba sólo para sus secretos más preciosos, de esa oscura fuerza que amenazaba a Marie, esa oscura fuerza que parecía rodearla siempre, esa oscura fuerza que retrocedía cuando él la estrechaba entre sus brazos. Ahora, en ese instante, Richard supo lo que era esa fuerza oscura: era la falta de amor del mundo de Marie, era la unión de todas las fuerzas que habían querido destruirla en esa falta de amor, unas fuerzas que habían hecho todo lo posible por apartarle de Marie para siempre. La habían arrastrado al fango, habían abusado de ella. Hasta Dolly formaba parte de esas fuerzas, Dolly con su amor protector y su perverso y vengativo mundo en aquel burdel. Pero en ese momento, sólo por un instante, Richard había hecho retroceder de nuevo a la fuerza oscura al abrazar a Marie, había sentido el exquisito amor que había entre ellos, un amor puro, sin contaminar. ¡Y le estaba dando la espalda! ¿Por qué? ¿Por un vacío sin brillo que se extendía ante él como el salón polvoriento de sus primas Vacquerie? ¿Por una eternidad de decoro y habitaciones ordenadas? ¿Por la sentencia de un luto perpetuo, una vez perdida la única pasión de su vida? ¿Valía la pena todo eso por mantener la paz de su casa, por su familia? ¿Valía la peía por muchas burlas que tuviera que aguantar, aunque se convirtiera en un exiliado? Si abandonaba a Marie, ¿por qué no coger la pistola del
grand-père
de la pared y ponérsela en la sien?
Atravesó el porche y empujó las puertas. Estaban cerradas, pero se lanzó al instante contra ellas con la fuerza de sus hombros y las abrió de par en par.
Marie estaba de pie, absolutamente inmóvil delante del tocador, con un cristal en la mano. Entre los polvos y los peines se veía el espejo roto. Richard le quitó rápidamente el cristal y lo tiró al suelo.
—Tú te vienes conmigo —dijo—. Ahora mismo.
R
ichard colgó la capa en el perchero sin detenerse siquiera, de modo que cuando se cerró la pesada puerta principal él ya había atravesado el pasillo, indiferente al barro de sus botas, y estaba ante el viejo retrato de Jean Baptiste y las armas colgadas bajo él, los largos fusiles y las pistolas con la culata de nácar que el
grand-père
bruñía dos veces al año. Estaba cogiendo una de esas pistolas cuando la voz de Rudolphe restalló en las sombras.
—¿Has abandonado la costumbre de cenar con la familia? Te hemos esperado media hora, a petición de tu madre, y son las nueve en punto.
La voz carecía del habitual tinte de exasperación. Una gran pesadumbre había caído sobre la familia, como si Marie hubiera muerto, y nadie tocaba el piano ni reía en voz alta, nadie pensaba en entretenimientos, en deferencia a Richard y también a Marie, a quien a su modo habían amado.
—¿Qué te pasa? —Rudolphe se inclinó tras el orejón de piel de su sillón.
Richard tenía la pistola en la mano y estaba probando el gatillo. No estaba cargada, pero sabía cómo cargarla y sabía dónde estaban las balas.
Fue al aparador y abrió el primero de los tres diminutos cajones, donde estaban las balas. A continuación procedió a cargar el arma.
—¡Pero qué te pasa! —rugió Rudolphe. Richard comprendió el motivo. Era rara la vez que no se encogía ante la voz de su padre. Sus propios movimientos le pare cían ahora maravillosamente ligeros. El mundo estaba delineado con toda claridad, sin asomo de márgenes oscuros. Así de sencillas son las cosas cuando uno ha tomado una decisión—. ¿Qué haces con esa pistola?
—La estoy cargando. ¿Dónde está mamá? ¿Se ha acostado?
—¿Cargándola? ¿Para qué? Sí, está en la cama.
—¿Y el
grand-père
?
—También. —Hacía días que todos se retiraban temprano a sus habitaciones puesto que no tenían ningún deseo de compartir la sensación de abatimiento que flotaba en la casa.
—Muy bien —dijo Richard. Veía claramente la cabeza de su padre recortada a la luz de la chimenea, pero no distinguía sus rasgos. «Mejor así», pensó—. Como ves, ahora me pongo la pistola en la sien.
—¡Suelta eso! —La voz de su padre era un gruñido—. ¡Deja esa pistola inmediatamente!
—No. Mira, la tengo en la sien —replicó Richard—. Y si aprieto el gatillo…
Rudolphe estaba aterrado. Le daba miedo incluso moverse de la silla. No se atrevía a levantarse para arrebatarle el arma a su hijo. Lanzó un suspiro de alivio cuando Richard bajó la pistola.
—Si hubiera apretado el gatillo —le dijo éste con frialdad— estaría muerto. Soy tu único hijo y estaría muerto.
—¡Como sigas con esto te dispararé yo mismo! —replicó Rudolphe furioso.
—No, no lo harás. —Richard no pudo evitar una sonrisa. Quedaba perfectamente aquel toque de humor, porque había dejado claro su punto de vista. Se acercó al fuego pero no se sentó. Rudolphe lo miraba ceñudo. El cuero marrón brillaba débilmente tras él con el reflejo de las llamas—. Pero podrías hacerlo —prosiguió Richard—. Más vale que cualquiera de los dos apriete el gatillo si no me caso con Marie.
Rudolphe se sobresaltó visiblemente, pero no apartó los ojos de Richard ni un segundo.
—No te atormentes —dijo en voz baja.
—Lo digo en serio,
mon père
. Si no me das tu consentimiento será como si me pusieras la pistola en el pecho. Sabes muy bien lo que sería de mí si tuviera que marcharme de esta casa y casarme sin tu bendición. Y sabes también lo que sería de mamá y de ti.
—No me amenaces, Richard. —Rudolphe intentaba percibir si Richard hablaba en serio.
—Quiero casarme inmediatamente con ella,
mon père
, esta misma noche, y traerla a casa.
—Oh, Dios mío —gimió Rudolphe. Apoyó el codo en el brazo de la silla y se pasó los dedos por al frente—.
Mon fils
—dijo con suavidad—, no puedes hacer que retroceda el tiempo.
—No me has entendido,
mon père
. He tomado una decisión. Te quiero y quiero a mamá y al
grand-père
. Os quiero a todos, pero me voy a casar con Marie con o sin vuestro consentimiento. Si no puedo encontrar en el condado a ningún sacerdote que no te conozca, saldré del condado. Haré lo que haga falta por encontrar testigos y me casaré con ella lo antes posible. Me moriré si tengo que hacerlo en contra de tu voluntad, si tengo que marcharme para siempre de esta casa, pero no tengo elección.
Su voz era respetuosa y fría, aunque cargada de convicción. Ni siquiera el mismo Richard tenía conciencia de la seguridad que reflejaba su tono de voz. Sólo pensaba en lo que tenía que hacer y sentía aquella claridad, la determinación de quien ha tomado una decisión. La imagen de futuro que había tenido en las escaleras una hora antes no le había abandonado ni un instante, y sabía que desde que había vuelto al dormitorio a buscar a Marie había emprendido un camino sin retorno.
Rudolphe comenzaba a comprenderlo. Miraba a su hijo con una peculiar expresión, como si acabara de conocerlo.
—O sea que si no me doblego a la voluntad de mi hijo, mi hijo se marcha de esta casa, ¿no es eso?
—Yo te quiero y te respeto,
mon-père
, siempre te he obedecido, pero en esta cuestión debo hacer lo que me dictan mi conciencia y mi corazón.
—¿Y lo que te dictan es que destruyas lo que esta familia ha construido trabajando durante cuatro generaciones? —preguntó Rudolphe—. Porque eso es lo que vas a hacer. Lo destruirás todo si intentas meter a Marie en esta casa.
Richard se sentía sorprendentemente sereno. No era consciente de ninguna tensión en su cuerpo. No sabía que hasta ese mismo instante había asumido la actitud de un soldado en la batalla. Rudolphe nunca le había hablado con tal seriedad, nunca le había hablado como si fuese un hombre. Aquella serenidad era casi una delicia. La mitad de la batalla estaba ganada.
—Porque aunque yo la aceptara —le dijo Rudolphe—, y no estoy seguro de que pueda, aunque yo la aceptara y la aceptara tu madre y pudiéramos de alguna forma convencer al
grand-père
, lo cual me parece de todo punto imposible… la comunidad no la aceptaría nunca. La gente que hoy se quita el sombrero ante nosotros nos volvería la espalda. Mis clientes desaparecerían de la noche a la mañana, nadie volvería a llamarnos para que acudiéramos a su casa para atender a sus muertos. Todo aquello por lo que tanto he trabajado quedaría destruido. Pero no sé por qué te digo esto porque tú lo sabes perfectamente.