—Reza para que tu madre se levante de la cama —las palabras de Cecile resonaron en las pequeñas habitaciones de la casa— o por Dios te digo que te venderé. Te venderé río abajo. ¡Yo misma te venderé en los campos!
Lisette se quedó angustiadísima y Marcel, frenético, sacó de la habitación a su madre, que no dejaba de llorar.
Era una tontería vulgar y monstruosa, desde luego, pero no dejaba de ser una tontería. Era una estupidez hablar de vender a Lisette. Se había criado en esa casa, su madre había nacido en la tierra de los Ferronaire. Sin embargo aquello había perturbado la tranquilidad doméstica y en la voz de Cecile afloró el tono malsano de una furia largamente contenidas.
Luego había estado llorando junto a la chimenea. Mientras Marcel le acariciaba el pelo le vino a la mente una imagen que nunca había podido olvidar, la imagen de una niña rescatada de las calles anegadas de sangre en Santo Domingo.
—Mamá —dijo con dulzura, deseando acariciarle el corazón.
Pero no pudo hacer nada, como tampoco pudo hacer nada esa misma noche por Lisette, que se inclinaba en silencio sobre la tabla de planchar en la que estaba el vestido de Marie y que se negaba a mirarle a los ojos.
Todo pasara, se decía Marcel. Pero no fue así. Cuando el invierno dio paso a la primavera, Cecile mandó su ropa a la lavandería e hizo venir al peluquero dos días a la semana. Marie le anudaba los corsés y daba órdenes en la cocina, mientras Lisette se encargaba del atento cuidado de los dos muchachos, como había hecho desde que estaban en la cuna.
A Marcel le molestaba, como debía de haber molestado a monsieur Philippe que con su sola presencia imponía un orden helado, ver a Lisette atender en silencio y con expresión huraña a una Cecile dura como el pedernal. Pero a veces la imagen de Lisette inclinada sobre Marie ante el espejo, con una expresión solícita y de adoración, en su rostro amarillento, conmovía el corazón de Marcel. Al parecer Lisette soñaba con Marie, como sueñan las niñas pequeñas con muñecas. Y Marie, a quien los meses de veladas desde la Ópera le habían resultado mortificantes, necesitaba como nunca a Lisette. Era la propia Marie la que intentaba una y otra vez reconciliarlas a las dos, atendiendo ella misma cualquier asunto sin importancia del que pudiera hacerse cargo, avergonzada a veces por los atentos cuidados de Lisette.
—A su tiempo —le susurraba monsieur Philippe a Cecile—, a su tiempo te prometo que te daré otra esclava.
Ahora estaba triste por el empeoramiento de Zazu. Siempre había sentido por ella un afecto especial y sólo deseaba verla morir en paz. De hecho, monsieur Philippe manifestó tal devoción por ella durante aquellos meses que a Marcel no le había molestado su presencia en la casa. Ahora estaba con ellos tan a menudo que a medida que la primavera se convertía en verano y que el verano llegaba a su cénit, su presencia dejó de ser una excepción para convertirse en la regla.
Cuando una semana después de la ópera de finales de noviembre llegó una mañana de domingo a lomos de su yegua negra favorita, que había traído de Bontemps en el barco, nadie lo esperaba. Llevaba regalos para todos, como si no hubiera estado allí el sábado anterior. No pasaba un solo mes sin que monsieur Philippe fuera a visitarlos durante días o incluso semanas. En la chimenea estaban sus zapatillas, el humo de su pipa en el comedor y las jarras vacías de cerveza en el jardín.
Apareció incluso el día después de Año Nuevo, cuando todo el mundo sabía que érala mayor fiesta de la plantación.
—He venido en cuanto he podido escaparme,
mon petit chou
—le dijo a Cecile estrechándola contra su pecho.
Ella se había pasado el invierno en un éxtasis total, encargando platos especiales y corriendo a las tiendas para buscar mezclas exóticas de tabaco y para escoger para él nuevas pipas de marfil de exquisita talla. Lisette iba al mercado al amanecer a comprar las mejores ostras y las tías de Cecile tenían el encargo de hacerle vestidos nuevos. Monsieur nunca tenía bastantes velas de cera, el sebo le resultaba intolerable, y compro una lámpara para el salón y una nueva alfombra Aubusson para el tocador. Los domingos se quedaba en cama hasta el mediodía y Marcel le leía los periódicos mientras él bebía coñac o jerez, bourbon o cerveza.
—Tengo un nuevo cachorro en Sontemps que juega a ser el amo —le dijo un día confidencialmente a Marcel con una mueca de desdén—. Así que, que sepa lo que es eso. Está reñido con el capataz, nada se hace bien según él, tiene que arreglar los riberos a su modo. Que sepa lo que es bueno. ¿Sabes los pasteles esos que me gustan? Los de crema y chocolate. Trae algunos para después de comer, Toma, ve tú mismo, que Lisette no da abasto con Zazu. Y ya que vas, cómprate lo que quieras.
Así que el «joven cachorro» era el hombre blanco de pelo negro y ojos diabólicos, pensaba Marcel, y tuvo la visión, desconcertante en su claridad, de Anna Bella en brazos de ese hombre. No podía pensar en ello: Anna Bella trajinando en su propia casita. ¿Cuánto tiempo tardaría en estar… en estar embarazada? No podía ni pensarlo. Su madre era muy feliz esos días. Todo iba demasiado bien.
Cecile, con un generoso escote de encaje, presidía las cenas íntimas. A Marcel esos días le parecía una rosa perfecta con los pétalos en su apogeo, sin acusar ni un ápice el inevitable otoño. Cualquier frivolidad o una alegría forzada hubiera podido arruinarlo todo, pero su madre era demasiado lista y sus instintos demasiado sólidos. Cecile se apoyaba en monsieur Philippe cuando él tenía que marcharse y lloraba cuando volvía inesperadamente pronto. Y Philippe, «en casa», cuidaba de Cecile, dejaba caer la ceniza en la alfombra y roncaba hasta el mediodía.
De vez en cuando, borracho y descuidado, divagaba sobre la familia blanca a la que Cecile nunca había visto. Marcel, que engullía la comida con un libro en la mesa, oía su voz profunda en la quietud de la otra sala. Su hijo, León, acababa de marcharse al continente con su tío abuelo, los trajes de ópera parecían estar hechos con billetes, ¿por qué hoy en día todas las jóvenes tenían que poseer su propio tílburi?, los viajes a Baltimore le estaban costando una fortuna puesto que debía pagar el alojamiento de cinco esclavos. Cecile lo oía todo en silencio, sin decir una palabra ni hacer una pregunta.
Monsieur Philippe le ofrecía dinero constantemente: ¿no le gustaría un nuevo collar de perlas?, pues lo tendría, a él le encantaban las perlas, aunque a Cecile le sentaban muy bien los diamantes… Solamente las mujeres hermosas pueden llevar diamantes. Monsieur Philippe le susurraba al oído: Venus in Diorite. Una semana al volver de Bontemps le trajo un anillo nuevo. Marcel debía ir al teatro siempre que deseara y llevarse al joven Lermontant si quería o a su maestro, sí, que se llevara a su maestro, ¿cómo podía alguien vivir decentemente ejerciendo de maestro? Estaban representando a Shakespeare, ¿no era cierto? y Marie necesitaba vestidos nuevos. Él mismo eligió el paño una o dos veces. Naturalmente,
tante
Louisa debía cargarle el precio completo, ¿por qué no?, que le enviara la factura a monsieur Jacquemine. Y sacaba los billetes de dólar alzando la barbilla en un gesto de desafío.
Mientras tanto bromeaba con Marcel sobre sus libros, admitía frívolamente que no sabía, leer ni una palabra en inglés y parecía divertirle en cierto modo oír recitar versos latinos. Marcel había ganado todos los premios de latín y griego ofrecidos por Christophe y no le habría importado el mote de «mi pequeño estudiante» si no le llamaran así también los chicos de la es cuela. Pero hasta los muchachos mayores lo decían con un cierto respeto hacia él, aunque la actitud de monsieur Philippe indicaba que todos aquellos asuntos académicos le parecían una tontería, nada tan palpable y tan real como los cascos del caballo junto a los tallos de las cañas maduras. Daba vueltas a su bourbon a la luz del fuego y jugaba a las cartas en la mesa del comedor.
—Marcel, ven aquí. ¿Sabes jugar al faraón? Bueno, pues ya es hora de que aprendas. —Incluso en mangas de camisa, con el cuello abierto, los ajustados pantalones negros y las zapatillas azules, siempre tenía un aire de arrogante elegancia jamás empañado por el alcohol que nublaba sus ojos. Marcel lo veía deambular entre los maestros de esgrima de Exchange Alley con un estoque de plata resonando a su costado. Sus espuelas chasquearon en las losetas una tarde que entró en el jardín y los niños de toda la Rue Ste. Anne se asomaron a las cercas para ver su esbelto caballo negro.
El mundo privado de cualquiera podía empequeñecer a la vista de todo eso, pensaba Marcel. Era amargo tener que dar disculpas por los deseos del propio corazón. Parecía que en las clases de Christophe se había operado un milagro sobre Marcel, y el muchacho acudía a casa de los Mercier siempre que le era posible puesto que allí se sentía orgulloso de ser él mismo.
Todos los esfuerzos de los primeros meses, los libros abiertos pasada la medianoche, la mano agarrotada en la pluma, todo su esfuerzo había dado fruto. La historia, ese oscuro caos de secretos sublimes, ofrecía por fin a Marcel un orden magnífico, y los oscuros clásicos que tiempo atrás le habían asustado y vencido, se tornaban claros bajo la luz de Christophe. Pero lo que era más grande, más importante, tan importante de hecho que se estremecía con sólo de pensar en ello, era sencillamente que Marcel había aprendido a aprender. Había comenzado a utilizar de verdad la fuerza de su propia mente. Ahora se sentía jubiloso ante sus progresos en todas las asignaturas y su mundo cotidiano de lecturas, de libros, incluso de nuevos vagabundeos por las calles, era un mundo de repentinas y grandes revelaciones.
¿Qué importaba pues que aquel robusto y sonriente plantador trotara con su yegua por las estrechas calles, las riendas en una mano, como si fueran sus propias tierras?
Monsieur Philippe, naturalmente, aprobaba la decisión de Marcel de presentarse a los exámenes de la Ecole Nórmale de París. Un año atrás Marcel no habría confiado en aprobar, pero ahora era más que posible. Christophe se lo había dicho.
—Cuando vayas estarás preparado.
—Entonces podría dar clases en un
lycée
francés y tal vez ir algún día a la universidad —explicaba Marcel mientras monsieur Philippe soplaba la espuma de la jarra—. ¡Tendría una profesión! —La palabra le sonaba a gloria—. Claro que el salario de esas profesiones es muy bajo —murmuraba.
—Es igual —decía monsieur Philippe entre dientes—. Muy bien, muy bien. ¿Pero os enseña ese profesor vuestro algo práctico? Problemas de aritmética, contabilidad, lo que sea… —Y chasqueaba los dedos para invocar en el aire algo intangible.
Le satisfizo saber que Christophe les bacía leer en voz alta los periódicos en inglés dos días a la semana, y que, luego discutían los políticos y financieros. Además, Christophe los había llegado a todos a ver al daguerrotipista, Jules Lion, que los aleccionó sobre aquel magnifico invento. ¿Conocía monsieur a aquel hombre, un hombre de color que había traído de Francia el método de Daguerre?
—Está loco con todo esto, monsieur —rió Cecile, como si estuviera un poco incómoda por la insistencia de Marcel.
—Verá, monsieur —prosiguió el muchacho impertérrito—, yo insistí en que nos hiciéramos todos juntos un retrato para conmemorar la escuela. —Marcel sacó la enorme y reluciente placa en la que veinte individuos miraban rígidamente a la cámara, un oscuro espectro de color, desde el muchacho casi negro, Gastón, hijo del zapatero, hasta Fantin Roget, blanco como la nieve. Monsieur Philippe se echó a reír.
—Magia, magia —le dijo a Marcel con su guiño característico—. Ya no habrá que posar para los pintores. Siempre lo he odiado, es tan aburrido… —Escrutó entonces la placa y con una alegre carcajada encontró entre la multitud a Marcel—. Ah, los Dumanoirs —dijo, reconociendo al hijo del plantador—. ¡Te aseguro que les va mejor que a mí!
Cecile se echó a reír como si hubiera oído una agudeza genial. Marcel, a pesar de su creciente estatura, descubrió que su padre todavía podía darle palmadas en la cabeza.
Marcel sonrió.
Ti
Marcel. En las cálidas noches del verano, cuando los oía hacer el amor al otro lado del pequeño jardín, la respiración pesada, los crujidos de la gigantesca cama, se quedaba tumbado en silencio entre las sombras de su habitación esperando que sus padres se durmieran. Era demasiado caballero para pensarlo siquiera, pero la verdad era que tenía una concubina tan hermosa como la de monsieur Philippe.
Nadie lo imaginaba. Si Lisette y otros esclavos lo sabían, como había indicado una vez Christophe, no habían dicho ni una palabra. Por lo menos a nadie que importara, a nadie a quien pudiera interesar.
Durante todo el invierno había estado yendo a casa de Juliet. Salía a hurtadillas de su habitación cuando todo estaba en silencio para introducirse en casa de los Mercier con su propia llave. Una y otra vez había subido ansioso al calor del segundo piso para encontrarla a ella descalza junto a la chimenea, un ángel en franela blanca con cuello alto y mangas largas ideadas para volverle loco. Marcel se deshacía en caricias, tocando sus pequeños y angulosos miembros a través de la ropa como si jamás los hubiera visto desnudos.
A veces, desdichado e inquieto, había acudido a ella justo antes del amanecer, vestido yapara los menesteres del día. Deambulaba por el oscuro jardín bajo su ventana cantando su nombre.
«Sube», le susurraba ella, como un fantasma en lo alto. Marcel la encontraba entonces descuidadamente vestida con alguna camisa vieja de Christophe cuyos bajos le acariciaban el pubis. Juliet le hacía café en un hornillo siseante y se reía cuando él quería tocarle las piernas. Desayunaban fruta y queso en la cama y cuando Marcel volvía después de la escuela se la encontraba todavía dormida en la habitación perfumada.
Christophe, mientras tanto, iba y venía y al ver a Marcel por la casa no hacía ningún comentario, como si fuera un miembro de la familia que siempre hubiera vivido allí. Estudiaban juntos, discutían de filosofía durante la cena, revisaban desvencijados baúles y viejos libros, jugaban al ajedrez y terminaban bebiendo vino en el suelo de la habitación de Christophe, ante el hogar.
Juliet siempre andaba cerca. Les llevaba la cena o arreglaba los puños o el cuello de Christophe mientras ellos hablaban, o cosía un botón del abrigo de Marcel. Les llevaba bizcocho cuando ellos, enfrascados en una discusión con los ojos vidriosos, se olvidaban de que tenían que comer. A veces ahuecaba las almohadas de la cama de Christophe y se tumbaba allí a escucharlos, mirando al techo con las manos detrás de la cabeza. Doblaba las piernas bajo las faldas como si fuera un muchacho y en la mesa era siempre ella la que servía, con la silenciosa asistencia de Bubbles, anticipándose a sus más pequeñas necesidades.