El profesor se desentendió de la contienda que se traía con la señora Phakamon, recuperó la serenidad y, al hilo de lo que decía su ayudante, añadió:
—Es una suerte cómo han sucedido las cosas, porque, a mayor dolor, mayor provecho para el alma y, de paso, para el cuerpo, y ya verás, querida niña, cómo pasados unos días todos tus dientes se colocarán en perfecta alineación y darás gracias a todos los dioses por haberte puesto en mis manos.
Dicho esto se retiró a un lugar apartado del barco, dejando a su criada el cuidado de cobrar sus honorarios, que empezaron siendo de dos mil quinientos bahts, pero acabaron en mil quinientos por el feroz forcejeo de la señora Phakamon, que no quería pagar nada en absoluto, pero la criada le decía que en tal caso no les daría los emplastos cicatrizantes y que, sin ellos, no respondía del curso posterior de la operación.
Pagó Yui sacando de su faltriquera los mil quinientos bahts, que eran casi todos los ahorros de la familia, porque se sentía feliz de haber salido del trance y, después de lo padecido, soñó que las cosas serían como le había dicho el sanador, pero sucedió todo lo contrario. Aquella misma tarde se le comenzó a hinchar la cara y a la mañana siguiente parecía un monstruo. Para cuando intentaron localizar al profesor Sil fue inútil porque había levado anclas río arriba o río abajo, sin que en los predios ribereños pudieran dar razón de él.
La infección le duró muchos días, algunos con fiebres muy altas, y fue cuando Wichi comenzó a padecer por vez primera, viendo en semejante situación a su madre, en medio de un torbellino de terribles acusaciones que se hacían los miembros más queridos de su familia. La madre acusaba a la abuela de haberla puesto en manos de semejante monstruo, del que no tenía duda que había sido su amante, ¡qué vergüenza y qué baldón que su madre se entregase a hombres de tal catadura! De lo cual la señora Phakamon se defendía torpemente, arguyendo que la culpa había sido de ella, que no había puesto de su parte para que las agujas hicieran su benéfico efecto, quién sabe si movida por la concupiscencia que le producían los masajes previos que ella había interpretado como caricias.
Por su parte, el padre, cuando regresó de su trabajo en Chiang Mai y se encontró a su mujer de aquella guisa, montó en cólera por diversas razones. Primero se encolerizó consigo mismo por haberse fiado de su estúpida suegra, que ya no le cabía duda de que era una ramera y de la peor condición por la clase de sujetos que frecuentaba. Luego trasladó la cólera a su mujer, echándole la culpa por su manía de querer cambiarse lo que la naturaleza había dispuesto de otra manera, recordándole que lo de actuar en anuncios era una quimera, puesto que el último, y único, lo había hecho hacía ya unos cuantos años y era impensable que nadie se acordara de ella. Estas hostilidades cesaban cuando, al subirle la fiebre hasta llegar a los cuarenta grados, Yui comenzaba a delirar, llegando incluso a temer por su vida. Por fin se tuvieron que poner en manos de un médico, que la sometió a un tratamiento intensivo de antibióticos, pero que les recomendó que cuanto antes acudieran a un buen dentista, ya que la erosión producida por aquella torpe extracción requería atenciones especiales.
Y en ese punto fue cuando perdió los estribos Cheonchai, ya que al principio le ocultaron lo de los mil quinientos bahts que habían pagado al falso doctor, pero Yui, en uno de sus delirios febriles, lo dio a entender y el marido no comprendía que, en lugar de meter en la cárcel a ese sinvergüenza, le hubieran pagado. Y a eso se añadía el importe del tratamiento antibiótico, más lo que les habría de costar la nueva atención odontológica, a tal extremo que Cheonchai se negó a que se la prestaran, aunque la cara se le quedara deformada por la hinchazón, que bien se lo merecía por su necia vanidad.
Durante aquel forcejeo entre marido y mujer fue cuando por vez primera Cheonchai hizo ademán de pegar a Yui, y una de las veces la agarró por el pelo, que era una mata negra y brillante de la que ella se sentía muy orgullosa, y tiró con tal fuerza que parecía que los ojos se le iban a saltar de las órbitas, al tiempo que con grandes gritos le decía que lo que se merecía era una buena paliza para que escarmentara de una vez por todas. Todo esto delante de Wichi, que se abrazó a los pies de su padre y le suplicó que perdonara a mamá. Y, cosa curiosa, la que se enfadó entonces con ella fue su madre, quien le gritó:
—¿De qué me tiene que perdonar? ¿Es que he hecho algo malo por querer arreglarme los dientes?
—¡Has hecho todo mal, estúpida! —exclamó el padre, que seguía bufando—. ¿Y cómo vamos a pagar todo esto? ¡Vamos a vivir empeñados meses, o quién sabe si años!
La madre adoptó un aire de dignidad ofendida y le conminó al marido:
—¡Suéltame el pelo! Si tu dinero es lo que te preocupa, olvídalo. Yo me ocuparé de pagarlo.
El marido, después del ataque de furia, se quedó como abatido, pero aún le quedaron fuerzas para decir a su mujer:
—¿Y cómo lo vas a pagar, desgraciada? ¿Vendiendo quizá tu cuerpo? En eso puedes tener una buena maestra en tu madre, que te diga cómo lo tienes que hacer. Aunque no sé si con esa cara que se te ha quedado habrá quien te quiera comprar.
La mujer se encerró en un silencio despreciativo, y aquella misma tarde Cheonchai se marchó, de nuevo, a su trabajo en Chiang Mai y estuvo quince días sin dar señales de vida. Fue como el preludio de su partida definitiva. Wichi, los primeros días, le preguntaba a su madre:
—¿Ha llamado papá? Hasta que al cuarto día le espetó su madre:
—Ni ha llamado ni hace falta que llame, así que deja de preguntar.
Antes, cuando su padre estaba en Chiang Mai llamaba todos los días y hacía que se pusiera al teléfono Wichi, para gastarle alguna broma o decirle que le había comprado una sorpresa que le iba a gustar. Y siempre le agradaba, aunque no fuera más que un cromo que tenía repetido.
La niña pensó que el viejo monje se había equivocado y que hubiera sido preferible no haber convencido al padre de lo del arreglo de la boca, que estaba teniendo tan funestas consecuencias. Se fue a verle, de nuevo, al monasterio y, como la otra vez, le tocó esperar un buen rato a la puerta, hasta que salió con su andar sosegado y le preguntó cuál era el motivo de la visita de la pequeña oropéndola de las alas amarillas.
—Ya no deseo reencarnarme en una oropéndola —le explicó la niña—, sino en una mujer muy rica, con mucho dinero.
—¿Dinero? —musitó el monje sorprendido.
—Sí, dinero —le aclaró—, para pagar una deuda que tienen mis padres, por culpa de mi madre, y que es la causa de que riñan como nunca lo hicieran antes.
El monje guardó silencio un buen rato y luego le pidió a la niña más explicaciones; ella se las dio con todo detalle, dejando escapar un sollozo al contar lo del tirón de pelos. Cuando terminó su triste relato el anciano colocó ambas manos sobre la cabeza de Wichi, musitando una plegaria, y por fin le dijo:
—No es dinero lo que les falta a tus padres, sino amor, y eso tiene peor remedio. No dudes que el sufrimiento que eso te produce te acercará a la realidad de la vida, que es eso, sufrimiento. Ningún ser está libre del sufrimiento. Nunca te podrás librar de él, pero si en tu karma consigues hacer muchas acciones buenas se producirán efectos muy beneficiosos.
Le dio más explicaciones sobre el karma que Wichi no entendió muy bien, pero le tranquilizaba que el monje colocara las manos sobre su cabeza sin llegar a tocarla, diciendo oraciones en una lengua que ella desconocía. La conclusión a la que llegó, al igual que la vez anterior, era que si hacía muchas buenas acciones podría ayudar a que se clarificasen las mentes de sus progenitores y, al regreso del padre de Chiang Mai, volvieran las cosas a ser como antes.
Las acciones buenas que estaban a su alcance eran estudiar más en el colegio, ayudar a Siri en todas las labores de la casa y dar parte de su comida a los pobres, que en su pueblo eran dos: un retrasado mental que se pasaba el día dando vueltas por las calles, babeando, y una mujer anciana que vivía a las afueras en una cabaña semiderruida. Lo más fácil de apartar de la comida sin que lo advirtiese su madre era el arroz, y lo metía en una bolsa de plástico que escondía en un bolsillo. La madre, que mostraba aquellos días un talante sombrío, centrada en su preocupación por el dinero, prestaba poca atención a lo que hacía su hija; no obstante, un día le dijo:
—¡Qué deprisa comes! Qué pronto te has terminado el arroz. No es bueno comer tan deprisa.
—Es que tenía mucha hambre, mamá —mintió la niña. Pero a la que no pudo engañar fue a la sirvienta Siri, que se dio cuenta de sus maniobras, tanto en lo de ayudarla a ella continuamente, como en lo del arroz. Cuando la niña le confesó por qué lo hacía, la mujer se quedó muy pensativa y le dijo:
—En nuestra religión está muy bien considerado hacer buenas acciones, por ser algo muy grato a nuestro Dios, pero no sé si servirá para lo que tú quieres. De todos modos, cómete tu arroz, que estás en edad de crecer, y yo cocinaré un poco más, cada día, para tus pobres.
—Entonces la que hace la buena acción eres tú, no yo —objetó la niña.
—Tú cómete el arroz y ya se nos ocurrirá algo para compensar —replicó la sirvienta.
—¿Como qué? —preguntó la niña no muy convencida.
Siri se lo pensó y le dijo:
—Sé muy cariñosa con tu madre, hazle caricias. ¿No ves que está muy triste? Quizá le consuelen algo tus muestras de cariño.
Wichi pensó que no era ningún sacrificio hacer caricias a su madre, y si no se las hacía más era porque ella, a veces, se la quitaba de encima diciéndole que no fuera tan pegajosa. A pesar de todo decidió seguir el consejo de Siri, esmerándose en ser muy delicada en sus muestras de afecto. Una de esas delicadezas consistía en no preguntar si su padre había llamado o dejado de llamar por teléfono.
Apenas llevaba dos días con esas atenciones cuando al tercero la madre amaneció cantando, la tomó en sus brazos y le dijo:
—¿No preguntas por tu padre? ¡Menuda sorpresa se va a llevar cuando vuelva!
La niña, emocionada, fue a contárselo a Siri, considerándolo como el resultado de sus consejos. Pero la sirvienta, que se enteraba de todo y conocía la causa de aquel repentino cambio, se limitó a menear la cabeza dubitativamente y decir:
—No sé adónde nos puede llevar esto.
Y Wichi no consiguió más explicaciones sobre esa enigmática declaración.
La alegría de Yui Kanchanaporn se debía, no a las muestras de cariño de su hija, a las que apenas había prestado atención, sino a una afortunada partida de cartas en la que había ganado cerca de cuatro mil bahts. Desde niña había mostrado afición por el juego y no dejaba de comprar lotería, con la esperanza de hacerse rica. No desperdiciaba ocasión de echar partidas con las amigas, bien de cartas o de dados, en las que se jugaban pequeñas cantidades de dinero, y a veces incluso sin monedas, sustituyendo estas por pequeñas piedras azules.
Dada la afición de los tailandeses por cualquier clase de juegos y apuestas, el gobierno tenía prohibido el juego en toda la nación, de suerte que no había casinos, ni casas de apuestas legales, pero sí clandestinas, las cuales, al parecer, funcionaban mejor que si fueran oficiales. Todo era ganancia porque no tenían que pagar impuestos al Estado, y eso también beneficiaba a los jugadores.
Una de esas casas estaba situada a pocos kilómetros del pueblo, en un lugar apartado, apenas iluminado por la noche, que ejercía un extraño atractivo sobre Yui. Una de sus amigas, la señora Plai Fon, una mujer mayor, de más de cincuenta años, casada con un chino dueño de la mayor fábrica de paraguas de la región, frecuentaba esa casa, o casino ilegal, y luego les contaba las maravillas que sucedían en el interior. Era un lugar con acceso restringido, que contaba con toda clase de juegos, incluso ruletas de la fortuna, pero su preferido era el Pok Daeng, una modalidad del bacará que consistía en recibir dos cartas cada jugador, con posibilidad de pedir una tercera, ganando quien más se aproximara al 9. Ella había llegado a obtener en una noche diez mil bahts, apostando contra la banca. En las modestas partidas de aquel grupo de amigas, les enseñaba a jugar al Pok Daeng, con continuas referencias a lo que hubiera sucedido en «The House» —siempre la nombraba en inglés— de haber sido una partida seria: en lugar de conseguir la ganadora unos pocos bahts, se habría llevado varios miles de ellos. Y Yui decidió probar fortuna, rogándole a la señora Plai Fon que consintiera en que la acompañara una noche. La mujer se sintió maternal y le preguntó:
—¿Tú crees que puedes permitírtelo?
—Lo necesito —le contestó Yui—. Estoy en un apuro económico.
—Entonces no ganarás —le dijo la señora Plai Fon—, solo ganan los que no tienen necesidad. Mira mi caso, estoy casada con uno de los hombres más ricos de la región, no tenemos hijos, no necesito el dinero para nada, y por eso gano más veces que pierdo. Ojo, aunque también pierdo, pero de eso no llevo cuentas, ni falta que me hace.
Pero tanto insistió Yui que, por fin, accedió, advirtiéndole que fuera bien vestida, y que procurase no hablar mucho para que no se le notaran las mellas que le habían quedado en la boca, después de la malhadada extracción. La falta de dientes en gente joven era señal de pobreza, y The House era muy exclusivo.
La hinchazón le había desaparecido y su rostro había recuperado su agraciado óvalo, pero cuando hablaba mostraba unas mellas tan acusadas que parecía un vampiro. Por eso, desde que se dio cuenta de ello, procuraba hablar en susurros, sin apenas mover los labios, y no veía el momento de ir a un dentista para que le arreglase la dentadura.
Por último, la señora Plai Fon le dijo que tenía que llevar una suma razonable para jugar, por lo menos mil bahts. Con menos no se podía sentar en la mesa del Pok Daeng. De acuerdo, asintió Yui, que no disponía de ese dinero pero estaba dispuesta a sacárselo a su madre con razones muy poderosas.
De primeras, esas razones no convencieron en absoluto a la señora Phakamon. ¿Cómo podía pensar su hija que ella, una pobre viuda, pudiera tener ese dinero?
—Tienes eso y mucho más, madre querida. ¿Cuántos años llevas sin gastar un satang, comiendo y bebiendo en nuestra casa?
—¿Me vas a echar en cara la caridad que has tenido con quien siempre se ha desvivido por ti?
—Pues ahora te pido, madre querida, que te desvivas un poco más, y hagas un esfuerzo de mil bahts.