Durante el viaje padre Antonio se había sentado al otro lado del pasillo, junto a una ventanilla, de la que no apartaba la vista, aunque de vez en cuando miraba a Wichi y le echaba una sonrisa. A veces, si la miraba un rato muy fijo, la niña pensaba que estaría leyendo en su interior, y le daba vergüenza que solo leyera banalidades, tales como si las prendas le quedaban bien o mal, y en lo que diría Siri cuando la viera así vestida, y procuraba en esos momentos rectificar y que en su corazón solo hubiera pensamientos de amor y agradecimiento a lo que estaban haciendo por ella. Pocas horas antes estaba en un basurero, con mierda hasta las cejas, y ahora iba sentada en un avión de lujo atendida por unas mujeres elegantísimas, vestidas con largos trajes de seda, de colores maravillosos, que le ofrecían sándwiches, cacahuetes y bebidas, y la animaban a repetir. «Puedes coger otro, guapa», le decía una de ellas, muy sonriente.
Cuando estaba a punto de aterrizar, Rasmani se despertó con un sobresalto y, como vio a la joven con lágrimas en los ojos, la tomó de una mano y le preguntó si le pasaba algo, a lo que Wichi le contestó que no sabía lo que había hecho ella para merecer ese tratamiento.
—¿Te parece poco haberte estrellado contra una pared para defender tu dignidad de mujer? —le contestó Rasmani.
Esto lo repetiría en más de una ocasión Rasmani, y aunque Wichi le intentó explicar que ella no se había estrellado voluntariamente, sino que era una mujer forzuda la que lo había hecho, la budista insistía en presentarlo como una especie de inmolación heroica.
Wichi nunca llegó a saber cuál fue el trato que hicieron con su abuela, o de qué clase de argumentos se sirvieron para que la dejara en paz. Lo único que supo fue que cuando llegaron a Chiang Mai y se montaron en el coche que les estaba esperando, a ella la hicieron sentar en el asiento delantero, junto al conductor, y padre Antonio y Rasmani se sentaron detrás y fueron todo el viaje cuchicheando, y de vez en cuando oía que la mujer le decía: «Sí, padre». Cuando llegaron al pueblo, padre Antonio le dijo:
—Ahora nos tienes que llevar a casa de tu abuela. Supongo que no te habrás olvidado de dónde vive.
Le entró tal temor de pensar que tenía que acercarse a la casa en la que tanto había padecido que le entró un temblor, y en esta ocasión sí lo adivinó padre Antonio leyendo en su interior, pues le dijo:
—Tú no te preocupes, ni siquiera tienes que bajarte. Solo indicarnos la casa, y del resto se ocupa Rasmani, y nosotros seguimos al arrozal.
Wichi obedeció, los condujo hasta la casa origen de sus sufrimientos, pero según se acercaban se tumbó en el fondo del coche, aterrada ante la idea de que pudiera salir la abuela y verla. Y tuvo la extraña sensación de que estaba traicionando a la única persona de su sangre que le quedaba en este mundo. Su único consuelo era pensar que aquella buena gente quizá le diera mucho dinero, lo que confortaría a la anciana y así le concedería su perdón. ¿Es que necesitaba que la perdonase? Claro está que si no eran tan buenos como parecía tal vez quisieran meterla en la cárcel, porque una vez ya lo había dicho Rasmani muy enfadada: «¡Esa mujer merecería la cárcel por lo que ha hecho!».
De todos modos no fue todo tan sencillo. Una vez en la puerta de la vivienda hubo que cerciorarse de que allí seguía viviendo la abuela, y que se encontraba dentro, aunque padre Antonio les aseguraba que le habían informado de que seguía viviendo ahí, con lo que Wichi tenía la impresión de que el misionero contaba con fuentes de información en la región. Pero cuando Rasmani llamaba a la puerta, nadie le abría, y miraba a padre Antonio, que seguía en el coche muy tranquilo, como pidiéndole instrucciones, y este se las dio: que llamara en la casa de la vecina más próxima, como así hizo. Salió una mujer relativamente joven, ante la que se presentó Rasmani como profesora de la Universidad de Chulalongkorn, que deseaba hablar con la señora Phakamon para un asunto de su interés. Dado el prestigio que tenía la formación académica en Tailandia la mujer no dudó de sus palabras, y le informó de que la señora Phakamon estaba imposibilitada, apenas se movía de la cama, excepto durante unas pocas horas en las que venía una mujer a atenderla en las tareas principales. ¿Y faltaba mucho para que viniese esa mujer? No solía llegar siempre a la misma hora. ¿Y no tendría, por casualidad, ella, u otra vecina, una llave de la casa?
La mujer dudó, pero acabó por admitir que ella disponía de una llave, y fue en su busca.
El coche no arrancó hasta que la vecina volvió con la llave, abrió la puerta y comprobaron cómo Rasmani desaparecía en su interior. «Primer asunto resuelto», dijo el padre Antonio, que al salir del pueblo mandó al conductor parar el coche para que Wichi pasara al asiento de atrás y así pudieran charlar con mayor comodidad. Durante el trayecto al arrozal hablaron mucho y extendiéndose en los detalles, porque ya le había explicado Rasmani que cuando el misionero tomaba una niña bajo su protección cuidaba de informarse muy bien, no tanto de su vida pasada, que ya formaba parte del pasado, sino de la futura, y por eso había hecho el esfuerzo de volar hasta Chiang Mai, con el pretexto de visitar la casa de costura que tenían en esa ciudad, aunque en realidad quería conocer cómo era el arrozal por el que la niña suspiraba, y cómo la gente que se encontraba al frente de él. «Eso lo hace padre Antonio con todas nuestras niñas, que ya son más de mil. ¿Qué te parece? O, si no puede hacerlo él, lo hace la señora Kai o yo misma. ¿Qué te parece?»A Wichi no le parecía ni bien ni mal, le resultaba sorprendente tanto interés. Pero ya no le extrañaron las múltiples preguntas que le hizo durante el viaje, para al final volver a insistir en que tenía que estudiar si quería ser algo en la vida.
—Tienes buenas disposiciones. Si has aprendido a manejar tan bien el ordenador, gracias al cual estamos aquí, es que no tienes un pelo de tonta. ¿Acaso te apetece pasar el resto de tu vida agachada recogiendo espigas de arroz?
—No —le aclaró Wichi—, yo quiero ser arrocera como el señor Pimok. Siri y yo estamos, o estábamos, ahorrando dinero para comprar una buena tierra, quizá no de las mejores, para tener nuestro propio arrozal, en el que además solo trabajarían mujeres.
Esta idea le hizo reír al misionero. ¿Por qué solo mujeres? ¿Es que acaso era feminista?
Wichi no sabía lo que era ser feminista, pero le aclaró que en su arrozal le gustaría que trabajasen chicas como Amphica, su amiga del basurero, o la propia Watana, que era muy desgraciada en el prostíbulo y solo pensaba en quitarse la vida aun a riesgo de reencarnarse en un gusano. Y al acordarse de esta última le entró una pena muy grande y le preguntó a padre Antonio si no podría hacer algo por ella.
—Es difícil —le contestó—, pero ya veremos. —En cambio le pareció una buena idea lo del arrozal atendido solo por mujeres—. Como logréis sacar ese plan adelante, cuenta con mi ayuda —le dijo.
A continuación le explicó que para ser una arrocera-empresaria había que tener muchos conocimientos. No bastaba solo con plantar el arroz y esperar a que creciese, sino que había que comercializarlo y no dejarse engañar, y abrirse a otros mercados, quizá venderlo en el extranjero, y conocer las leyes que regulaban tan complejas operaciones, para lo cual no le bastaría con terminar de cursar el bachillerato, sino que tendría que entrar en la universidad para estudiar alguna carrera relacionada con la economía y la empresa. Y terminó su exposición con una declaración sorprendente:
—Con gente como tú es como vamos a cambiar el mundo. Aunque sea poco a poco. —Y como viera la cara de asombro de Wichi, añadió—: ¿Te parece que estoy soñando? Pues llevo cuarenta años soñando y muchos de mis sueños se han visto cumplidos.
Por supuesto, oyéndole hablar así Wichi no dudó de que acabaría estudiando Ciencias Empresariales, o lo que el padre Antonio determinase, y solo se le ocurrió decirle:
—Pero para eso hace falta mucho dinero, padre...
—Por dinero nunca he dejado de hacer las cosas —fue la respuesta terminante del misionero.
Llegaron al arrozal en un día singularmente hermoso del mes de enero, cuando todavía no habían empezado los grandes calores y las plantas de la primera cosecha del año verdeaban bajo un sol tibio que asomaba entre nubes, dando lugar a claroscuros de insólita belleza.
—Aquí se debe vivir mejor que en Bangkok —comentó el padre Antonio—, no me extraña que te guste tanto.
—Bueno —dijo Wichi—, cuando hace mucho calor no se pasa demasiado bien. Pero, claro, siempre se está mejor que en otros sitios.
El misionero pensó que esos otros sitios serían el prostíbulo o el basurero y, a pesar de estar muy hecho a las desgracias humanas, perdió por un momento su habitual sonrisa, miró con fijeza a la niña y esta, al verle tan serio, temió que algo de lo que había dicho, o hecho, podía haberle disgustado, y se apresuró a añadir:
—Perdone, padre, si no he mostrado entusiasmo por lo de estudiar; pero estoy de acuerdo y estudiaré lo que usted me diga. Y en cuanto a lo del dinero, con lo que nos paga el señor Pimok a Siri y a mí podremos ayudar a costear los estudios. ¿Costarán mucho?
Al misionero, ante esta salida, le volvió la sonrisa al rostro, tomó a la niña por el hombro y la estrechó contra él, con moderación, y Wichi se sintió muy a gusto y pensó que la vida le había privado de su verdadero padre a una edad muy temprana, pero que el Chao Thi la iba proveyendo de otros que la trataban como a una hija, empezando por el señor Pimok, siguiendo por el señor Din Bo y ahora con el padre Antonio, el más reciente de todos, pero quizá el que más estaba haciendo por ella. Con la diferencia de que los otros la ayudaban en cosas muy concretas, pero este, además, le daba una gran confianza en la vida y en el futuro. Cuando hablaba, y hablaba mucho, siempre era para decir cosas bonitas. Pensó que su religión tenía que ser tan buena como el budismo, por lo menos.
A la primera que vieron nada más llegar fue a Siri, a la puerta de la casa grande, porque el señor Pimok le había dado permiso para ir a esperar a la niña del arrozal, que no sabían exactamente a qué hora llegaría. Y al verla estalló en sollozos incontenibles ante la aparente pasividad de la mujer, que se limitaba a esperar la llegada del coche, de rodillas, con las manos a la altura del pecho, y sin atreverse a levantar la cabeza, musitando oraciones de agradecimiento a su Dios. Tan concentrada estaba que luego comentaría el padre Antonio que daba la sensación de que se hallaba en éxtasis, y que en cualquier momento levitaría por los aires.
Por fin se puso de pie y lo primero que hizo, muy recogida, fue besar con unción ambas manos del sacerdote, como era costumbre entre los católicos pakeñós, y cuando se volvió hacia Wichi fue para abrazarse a ella, diciéndole a borbotones expresiones de amor, y no había forma de que la soltara, ni tan siquiera cuando aparecieron, primero la señora Pimok, luego su marido, y uno tras otro todos sus hijos, que también querían manifestarle su cariño, pero tropezaban con la dificultad de Siri, hasta que advertida de su excesivo afán posesivo se hizo a un lado, consintiendo que los otros la abrazaran. Pero en cuanto podía se volvía a ella y, por lo menos, la tomaba de una mano. Lo primero que le dijo Wichi fue:
—¡Tienes gafas nuevas!
—Sí —admitió la mujer entre sollozos—, el señor Pimok se empeñó en que me las hiciera y me ha ayudado a pagarlas.
—Estás mucho más guapa —mintió Wichi, convencida de que estaba diciendo la verdad.
—Bien —comentó el misionero—. Después de esto, poco más me queda por ver.
Aquel recibimiento le había convencido de que dejaba a la niña en buenas manos, y aunque poco más le quedaba por ver, se recorrió el arrozal de arriba abajo, haciéndose explicar por el señor Pimok las distintas funciones que se cumplían en cada uno de los cuarteles. Cuando llegaron al barracón que servía de vivienda a las mujeres, torció ligeramente el gesto. No le pareció suficientemente digno. Sin perder su sonrisa habitual, y con mucha cortesía, le preguntó al arrocero si no sería posible que habilitaran una habitación en la casa principal. Si era preciso él pagaría su coste. El señor Pimok, que pensó que aquel señor se dedicaba al mecenazgo, no sabía muy bien por qué, accedió en el acto, y cuando terminaron el recorrido se pararon de nuevo en la casa grande y le señaló cómo, sin excesivo coste, se podría ampliar un ala para sacar una habitación más.
—Bien pensado —comentó el misionero—, serían mejor dos. Una un poco más grande para Wichi, ya que lo precisará para estudiar con más independencia. ¿Qué le parece?
Le parecía muy bien siempre que lo pagase aquel mecenas, aunque concedió que la mano de obra que pusieran él y sus hijos no se la cobrarían. Solo la de los albañiles que precisaran y los materiales. Lo que le desconcertó un poco es lo de que Wichi fuera a estudiar. ¿No iba a seguir trabajando en el arrozal como antes? Como antes, no, le aclaró el padre Antonio. Trabajaría a tiempo parcial, compatible con sus estudios, pero a la larga el señor Pimok saldría ganando, contando con una colaboradora bien preparada.
—Tenga usted en cuenta, señor Pimok, que si se integra en la cooperativa, lo cual me parece una idea excelente de cara al futuro, precisará de alguien que le ayude en el papeleo, que ya le advierto que puede ser notable. Y en eso Wichi, que es muy lista y dispuesta, le puede ayudar mucho.
El arrocero admitió la sugerencia y a continuación se pusieron a hacer números sobre lo que le costaría la ampliación de la casa, pues el padre Antonio le advirtió que el dinero para estas atenciones lo recibía de gente que le ayudaba desde Europa, pero que tenía que rendir cuenta de cada baht invertido y, por lo tanto, el señor Pimok debía obtener facturas de todos los proveedores de materiales y de los jornaleros. Esto último sorprendió al arrocero, quien le objetó que algunos de esos jornaleros no sabían leer ni escribir. ¿Qué recibo le iban a dar?
—Me conformo con que me los dé usted. De usted me fío —le dijo el padre Antonio, que no tenía por qué fiarse de alguien a quien acababa de conocer, pero hizo que el señor Pimok se considerase muy honrado, y dispuesto a serlo a carta cabal.
En ese momento sonó su móvil y el misionero se apartó del grupo para hablar con más tranquilidad; la conversación le llevó un largo rato y cuando terminó se dirigió a Wichi, unas veces manoseada por Siri, otras por la señora Pimok, a la que no se cansaba de preguntar por los peces y por otros aspectos del arrozal. A todo ello iba respondiendo la mujer, que no veía el momento de preguntarle si seguía siendo virgen o habían logrado abusar de ella en el prostíbulo.