—¿Había también carteros?
—Con los ojos lacrimosos, las narices como cerezas a causa del viento, y unos mitones puestos, caminaban hasta las puertas sobre sus anchos y congelados pies. Y la nieve crujía a su paso. Entonces, llamaban con unos modos muy varoniles. Pero todo lo que los niños oían era el sonido de las campanas.
—¿Quieres decir que cuando el cartero llamaba a la puerta, toc-toc, sonaban las campanas?
—Quiero decir que las campanas que los niños oían sonaban en su interior.
—Yo solo oía truenos algunas veces, pero nunca campanas.
—También sonaban las campanas de la iglesia.
—¿En su interior?
—No, no, no; me refiero al campanario, que, aunque era negro como un murciélago, estaba teñido de blanco por la nieve, y en él repicaban obispos y cigüeñas. Y anunciaban sus noticias por el vendado pueblo, por la congelada espuma de las colinas de polvo y de helado, por el crepitante mar. Era como si en Navidad todas las iglesias retumbaran de júbilo bajo mi ventana, como si las veletas con forma de gallo cacarearan sobre nuestra valla.
—Pero, vuelve a los carteros.
—No eran más que simples carteros, encantados con sus caminatas, con los perros, con las Navidades, con la nieve. Llamaban a las puertas con los nudillos morados…
—La nuestra tiene una aldaba negra.
—Y después se quedaban sobre la alfombra blanca que daba la Bienvenida en los diminutos porches; respiraban con fuerza y resoplaban, formando fantasmas con su aliento, y pasaban de un pie a otro dando saltitos, como los niños que quieren salir.
—¿Y entonces, los regalos?
—Y entonces, los regalos, llegaban después del aguinaldo. Y el cartero, aterido, con la nariz colorada y en forma de botón, bajaba haciendo eses por el camino de la congelada y rutilante colina por el que nosotros nos deslizábamos encima de una bandeja de té. Iba con las botas llenas de hielo, como un hombre con zuecos de pescadero. Sacudía su bolso como si fuera una giba de a la esquina sobre un pie con gran rapidez, y cuando te dabas cuenta —¡Dios mío!— había desaparecido.
—Vuelve a los regalos.
—Estaban los regalos útiles: tapabocas de los antiguos tiempos de los carruajes, mitones hechos para perezosos gigantes; bufandas de cebra fabricadas con un material como la goma sedosa que se estiraban hasta las polainas, deslumbrantes boinas escocesas hechas de almazuelas como las fundas de las teteras, y gorros de disfraz de conejo y pasamontañas para las víctimas de las tribus reductoras de cabezas; las tías, que siempre usaban prendas de punto en contacto directo con la piel, dejaban ásperos chalecos de lana con pelo; y entonces te preguntabas cómo les podía quedar a ellas piel alguna; y una vez me encontré un morral de los de los caballos hecho a ganchillo por una de mis tías, la cual, desafortunadamente, no volvió a relinchar entre nosotros. Y libros sin dibujos sobre los que los pequeños, a pesar de estar avisados con «eso no se hace», patinarían en el estanque del granjero Giles; de hecho un día lo hicieron y terminaron hundiéndose; y libros que contaban todo sobre la avispa, excepto el porqué.
—Sigue ahora con los regalos inútiles.
—Bolsas con muñequitos de gominola húmeda de muchos colores y una bandera doblada y una nariz falsa y una capucha de conductor de tranvía y una máquina que picaba billetes y tocaba una campana; nunca un tirachinas; una vez, debido a un error que nadie pudo explicar, un hacha pequeña; y un pato de goma que, cuando lo apretabas, emitía un sonido que no parecía el de un pato, sino más bien un «muu» que más se asimilaba al maullido que podría emitir un gato ambicioso, deseoso de convertirse en vaca; y un cuaderno de dibujo en el que podía pintar la hierba o los árboles o el mar o los animales del color que se me antojara; y las ovejas azul cielo brillante siguen rumiando inalterables en un campo bermellón bajo unos pájaros amarillentos que tienen el pico de los colores del arcoíris. Caramelos duros y blandos de toffee, de dulce de leche y variados, caramelos crujientes, de menta, galletitas, helados, mazapán y dulce de café con leche galés para los galeses. Y tropas de brillantes soldados de lata que, si bien no podían luchar, podían correr perfectamente. Y juegos de la Oca. Y sencillos mecanos para ingenieros en potencia, con todas las instrucciones. ¡Sí! ¡Serían sencillos para Leonardo! Y un silbato para que ladren los perros y despierten al anciano de la puerta de al lado, que entonces comienza a golpear con el bastón en su pared y termina tirando el cuadro de la nuestra.
Y una cajetilla de cigarros: te ponías uno en la boca y te quedabas en una esquina de la calle esperando en vano, durante horas, a que una anciana te regañara por fumar, momento en el cual le dabas un bocado con una sonrisita. Y después venía el desayuno bajo los globos.
—¿Y venían tus tíos, como pasa en casa?
—En Navidades siempre venían algunos tíos. Siempre los mismos. Y todas las mañanas, por Navidad, con el silbato de molestar a los perros y los cigarros de azúcar, yo escudriñaba la tapizada ciudad buscando las noticias del mundo en miniatura, y siempre encontraba algún pájaro muerto al lado de la oficina de Correos o junto a los columpios abandonados y teñidos de blanco; quizá un petirrojo con todos sus brillos apagados menos uno. Hombres y mujeres volvían de misa abriéndose camino con palas entre la nieve, con las narices coloradas como si hubieran salido de la taberna y con las mejillas curtidas por el viento; se apiñaban, todos albinos, juntando sus compactas y discordantes plumas negras para hacer frente a la nieve hostil. El muérdago colgaba de las abrazaderas del gas en todos los salones; junto a las cucharillas de postre había jerez y nueces y botellas de cerveza y galletas crujientes; y los gatos, con sus abrigos de piel, observaban el fuego; y el rescoldo, acumulado en un gran montón, lanzaba chispas; todo estaba listo para las castañas y los atizadores calientes. Algunos de los hombres, los más orondos, tíos míos casi sin ninguna duda, se sentaban en los salones, se quitaban los cuellos de las camisas y saboreaban sus nuevos puros sujetándolos pensativos con el brazo estirado, se los llevaban de nuevo a la boca, tosían un poco, y volvían a sujetarlos otra vez como esperando a que explotaran; y algunas de las tías, las más enjutas, a quienes echaban de la cocina o de cualquier sitio que tuviera que ver con la comida, se sentaban en el mismo borde de la silla, muy dignas y tiesas, con miedo a romperse, como las copas y las salseras desgastadas.
No había muchos que se atrevieran aquellas mañanas a caminar por las calles llenas de montones de nieve: había un anciano que, siempre con un bombín beige y guantes amarillos y, en esta época del año, con polainas para la nieve, daba siempre un paseo hasta el blanco campo de bolos a buen ritmo, ida y vuelta, y lo hacía tanto con lluvia como a pleno calor, fuera el día de Navidad o el del juicio final; alguna vez vi a dos jóvenes lozanos, con sendas pipas, grandes y candentes, sin abrigos y con las bufandas al viento, que paseaban despacio y sin hablar hasta el desamparado mar para abrir el apetito, para airear los malos humos, quién sabe, o con la intención de meterse en las olas hasta que no quedara nada de ellos salvo las dos espirales de humo de sus inextinguibles pipas. Entonces me marché a casa rápidamente, y los aromas a salsas de cenas ajenas, el olor a ave, a coñac, a pudín y a carne picada comenzaron a llegar serpenteantes hasta mis orificios nasales, cuando de un montón de nieve que había a un lado de la carretera salió un chico, que era mi viva imagen; llevaba un cigarro con la punta rosa y le quedaban restos de un ojo morado. Arrogante como un camachuelo, me miró de reojo.
Me pareció tan odioso, tanto por su aspecto como por los sonidos que emitía, que estuve a punto de ponerme en la boca mi silbato para perros y borrarle de la faz de la Navidad, cuando de repente, guiñando su ojo amoratado, introdujo en la boca su silbato y sopló de una manera tan estridente, tan alto, tan exquisitamente alto, que sin duda a lo largo de toda la nevada calle por la que retumbó aquel sonido, las caras voraces se asomaron a las ventanas profusamente adornadas, pegándose contra los cristales con sus mofletes llenos de ganso.
Para cenar había pavo y pudín flambeado, y después de la cena los tíos se sentaron junto al fuego, se desabrocharon los botones, colocaron sus grandes y sudorosas manos sobre las cadenas de los relojes, refunfuñaron un rato y se quedaron dormidos. Madres, tías y hermanas correteaban de aquí para allá, llevando las soperas. La tía Bessie, a la que ya había asustado dos veces con un ratón de cuerda, gimoteaba junto al aparador mientras se bebía un vino de saúco. El perro estaba vomitando. La tía Dosie se tuvo que tomar tres aspirinas, y la tía Hannah, a la que le gustaba el oporto, permanecía en medio del patio trasero, inaccesible por la nieve, cantando como un zorzal de gran pechera. Yo inflaba los globos para comprobar lo grandes que podían llegar a ser; y cuando estallaban —cosa que hacían uno tras otro—, los tíos daban un bote y murmuraban. Aquella tarde, abundante y pesada, mientras los tíos resoplaban como ballenatos y la nieve seguía cayendo, yo me senté entre festones y lámparas chinas mordisqueando unos dátiles, tratando de hacer el prototipo de una fragata, siguiendo las instrucciones para ingenieros en potencia, pero terminé por construir algo que podía confundirse con un tranvía marino.
Otras veces salía rechinando con mis brillantes botas nuevas al mundo de las nieves. Continuaba hasta la colina que había junto al mar, buscaba a Jim y a Dan y a Jack, y caminábamos en silencio a través de las calles tranquilas, dejando unas grandes y profundas huellas sobre las ocultas aceras.