La nave fantasma (23 page)

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Authors: Diane Carey

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La nave fantasma
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—Y esos compañeros mentalmente disminuidos son como enfermos cuya vida se mantiene artificialmente —le dijo Picard en ese momento de comunicación especial entre ambos—. Completamente dependientes de una máquina.

—Sí —asintió la doctora Crusher—. No son enfermos terminales, pero quieren morir. La historia médica ha tenido que enfrentarse oficialmente con eso desde el siglo veinte, y no ha conseguido encontrar una solución. La medicina dio un tremendo salto hacia delante durante ese período, y ha mejorado en progresión geométrica desde entonces. La única constante es la idea de que cada caso de eutanasia tiene sus propias variables y debe ser considerado de modo individual. ¿Corta uno la alimentación intravenosa, o simplemente deja que se agote, y cuál es la diferencia entre ambas cosas, y cuáles las trascendencias morales de cada una?

—Usted está planteando preguntas —observó el capitán—. Yo he pedido respuestas.

—No hay ninguna de alcance general —replicó ella—. Ése es el problema. Consideramos inhumano el dejar que los animales sufran, pero siempre hemos tenido dificultad para aplicar eso a nuestra propia especie.

—Pero históricamente —dijo Riker— es verdad que todo este problema ha sido el de decidir si un cuerpo orgánico sin mente está aún vivo. Lo que tenemos aquí es todo lo contrario. Mentes… sin cuerpos.

Crusher lo miró.

—Eso no cambia las cosas; es más, ratifica el argumento contrario al suyo.

Cuando Deanna Troi habló, a pesar de que su voz era débil, todos se volvieron a escucharla. Pero esta vez no habló de las entidades que estaban ejerciendo presión sobre ella, sino del asunto con que estaban luchando en ese momento.

—Así es como se ven a sí mismas las personas físicamente discapacitadas. Mentes sin cuerpo. Al menos durante un tiempo. Con frecuencia no es exacto, y a menudo cambian de opinión respecto a sí mismas gracias al tiempo y a una adecuada terapia.

Durante unos segundos nadie pronunció palabra porque esperaban que siguiera hablando. Cuando no lo hizo, la doctora Crusher se removió, incómoda, volvió a mirar a Riker y dijo:

—Pero también ha habido muchísimos casos de personas conscientes y con su capacidad racional intacta que querían decidir por sí mismas y no cambiaron de opinión. Algunas personas no quieren vivir si no pueden funcionar de forma independiente. Algunas pueden suicidarse, otro espinoso asunto, pero para las que no pueden, el problema se complica, pues es necesario conseguir que otra persona colabore.

—La cual también tiene sus propios derechos —argumentó Riker—. El derecho de no cometer un asesinato, por decir uno de ellos.

Con un resoplido de impaciencia, Picard se agarró al borde del escritorio.

—Sí. Tenemos el derecho a tener en cuenta nuestras propias conciencias. ¿Existe una respuesta concluyente, doctora? ¿El Consejo de Directrices Médicas de la Federación tiene una política al respecto? ¿O tiene usted una propuesta en tal sentido que sea de aplicación particular para nuestra nave?

—¿Yo? —Ella negó con la cabeza y parpadeó—. Es una asignatura que casi suspendí en la facultad de medicina. Nunca he encontrado un solo caso que fuera susceptible de establecer un paralelismo pleno. No hay términos de comparación.

—Doctora, necesito un criterio, y lo necesito ahora.

Ella guardó silencio, una mano en la barbilla, la expresión concentrada; luego se encogió de hombros.

—Finalmente se trazó una línea, clínicamente hablando, entre animales con memoria y animales con memoria capaces también de imaginar un futuro personal y tener deseos para ese futuro. Aunque, incluso eso tenía fallos. Los bebés, por ejemplo. A ellos no puede importarles el futuro.

Ahora le tocó el turno a Picard. Apretó la boca en una línea y bufó:

—Beverly, está consiguiendo cansarme.

Ella pareció hacerse cargo pero tuvo que reconocer el hecho:

—No hay una solución clara y distinta. Razón por la cual no se ha aprobado ninguna ley al respecto. Lo que lleva a pensar si hay cosas que pueden ser legisladas.

Riker enderezó la espalda y cruzó muy ceñidos los brazos.

—Lo cual nos deja librados a nuestros propios recursos.

—Considérelo como un reto a su intelecto —le soltó ella.

—Pero esas personas, esas «almas», si tenemos que emplear este término —continuó Riker—, no están muriendo. ¡Podrían continuar así eternamente!

—Sí. —La doctora movió la cabeza afirmativamente, en contra de su voluntad—. La cuestión que se plantea no es la de alguien que está muriendo y escoge cuándo tiene que llegarle el fin y nosotros, como sociedad, le forzamos a que siga viviendo hasta el último momento, sino que más bien la situación es…, ¿qué hace que merezca la pena vivir? —En busca de la respuesta a esto, una pregunta densa, profunda, ella se volvió directamente hacia Picard y tendió hacia él una mano vacía como requiriendo algo a lo que asirse.

El capitán le devolvió la mirada, hechizado, no por la belleza de la mujer ni por sus sentimientos hacia ella, sino por la pregunta que le planteaba, esa pregunta que marcaba el linde entre la vida y la muerte.

«¿Qué hace que merezca la pena vivir?»

Junto a Crusher, Troi se removió.

—Una persona que está muriendo se plantea, en efecto, si la enfermedad se ha llevado todo aquello que hace que merezca la pena vivir, como usted dice. Ya no habrá más momentos que se parezcan a la vida tal y como la ha conocido. Cuando el dolor se lleva todo el placer, el aroma, el sonido, el tacto…

—Pero no estamos hablando de dolor, consejera —le espetó el capitán, su voz más ruda por momentos—. Esas entidades no han comunicado ninguna clase de dolor de naturaleza física, ¿correcto? Si no, será mejor que nos lo diga ahora, porque aquí estamos caminando por el filo de la navaja.

—Ojalá fuera así —intervino Crusher con sequedad—. El problema habría sido más sencillo. El reino de lo físico es más simple de manejar que el reino de Deanna de angustia y confusión mental. —Se volvió a mirar a la consejera y dijo—: No la envidio.

El capitán se levantó y paseó en torno al escritorio.

—Doctora, había esperado que fuera usted de más ayuda. Beverly Crusher desvió la mirada por un momento, se acomodó, cruzó sus largas y esbeltas piernas, y volvió a alzar los ojos hacia él.

—No puedo ser de más ayuda —replicó—. Pero tiene que pedirme mi opinión.

—Maldición. Por supuesto. Lo siento. —Tendió una solicitante mano hacia ella—. Por favor.

Ella suspiró y pensó lo que iba a decir.

—Han expresado un muy resuelto y razonable deseo de morir.

—¿Y?

—Y yo creo que hay que respetarlo.

—¿Quiere decir actuar según el mismo? Vamos, doctora, no me haga someterla a un interrogatorio.

—¿Quiere decir que si yo lo haría? Capitán, déjeme decírselo de esta manera: el sufrimiento también puede ser mental y no le hace ningún bien a nadie.

—¿Lo haría usted? —repitió él.

Ella irguió los hombros.

—Sí.

Data halló su camino a través de la nave apenas iluminada con el infalible sentido de dirección de un androide. De ordinario no habría reparado en esa capacidad, pero hoy era una terca presencia en su mente. Hoy era consciente de sí mismo, cuando habitualmente no lo era, al menos no cuando se encontraba solo. Pero hoy, cada sucesiva cortina infrarroja, proyectada por las luces auxiliares, a lo largo del pasillo por el que avanzaba, era un recordatorio de sus dudas. Cada duda estimulaba sus pensamientos y hacía que el proceso que seguían sus redes neuronales fuera imperfecto, irritante. Se preguntó cómo sería para los seres humanos el hecho de pensar. El tener un pensamiento por vez, algunos sin cifras, sin contexto…, casi parecía una anomalía de funcionamiento. Pero los seres humanos con frecuencia percibían cosas que a él se le escapaban por completo hasta que se las señalaban.

«Parece que mi naturaleza no sólo no coincide con la humana sino que se aleja progresivamente de ella. Lo que a ellos les parece sencillo a mí me parece difícil e incongruente. Lo que yo computo y percibo sin esfuerzo, ellos lo consideran arduo. A medida que pasa el tiempo, yo catalogo más y más información, y me alejo más y más de la humanidad a causa de eso. Cuanto más tiempo paso entre ellos, más complicados me parecen. Tal vez ahora cambiará esa situación. Tal vez es esto lo que quieren decir cuando hablan de destino.»

Sintió que su cuerpo se detenía y canceló la orden de localización y desplazamiento automático; al instante notó el sutil tránsito al procedimiento habitual. En efecto, se encontraba exactamente donde quería estar. La cubierta del hangar. Se quedó de pie ante la puerta, contemplando las letras entre la penumbra.

HANGAR DE LANZADERAS

ENTRADA SÓLO PERSONAL AUTORIZADO

REQUERIDA AUTORIZACIÓN A.C.E.

INFÓRMESE EN CUBIERTA 14

O CONTACTE CON UN TENIENTE EN SERVICIO

Perdió la noción de esos pocos segundos durante los cuales observó esas letras y su significado. Todas sus alarmas internas se dispararon diciéndole que buscara al ayudante del jefe de ingenieros; pero no había tiempo. Y eso lo delataría. Por supuesto, el ser teniente le sirvió de ayuda para permitirse la acción que iba a emprender, incluso a pesar de que sus alarmas internas no habían sido programadas con esa información. La información de ese tipo era racional. La característica distintiva de los seres humanos, de las formas de vida de cualquier clase, era difícil dé asimilar y reproducir por una máquina, y tenía que ser desarrollada por lo que a Geordi le gustaba llamar el hemisferio subdominante de Data: la zona orgánica de su cerebro, la parte de su ser que le permitía ser subjetivo. La fracción de él por la que Geordi insistía en que no era una máquina.

Data se miró la mano izquierda. Abrió el puño y vio el destello de oro y pulido platino en forma de «A» estilizada de la que se había hecho merecedor. Sin embargo, no era la suya. Ésta todavía la llevaba prendida sobre su pecho, proclamando el mérito de sus esfuerzos y el grado hasta el cual la humanidad le había abierto los brazos. Nunca podían mirar su insignia de la Flota Estelar y pensar en la humanidad como en una especie inferior; pocas especies aceptarían a alguien como él. Sí, claro, había visto esquivas miradas de prejuicio. Geordi lo censuraría por no darse cuenta de su significado hasta ahora, que el prejuicio venía a ser una especie de privilegio que las formas de vida sólo conferían a lo semejante.

El oro y el platino se habían vuelto coralinos bajo las luces auxiliares de encima de la puerta. Sintió una extraña e inesperada presión a medida que en su pecho latía con fuerza su corazón sintético como respuesta a la tensión que aumentaba en su sistema nervioso.

Esta insignia, la que tenía en la mano… era la de Geordi.

«Perdóneme. Sé que nunca le he hecho nada parecido a esto hasta ahora. Se lo habría advertido, de haber previsto que me comportaría de esta forma…»

Ilógico. Geordi no estaba con él. Estaba encerrado en el centro de reserva de antimateria.

Data cerró fuertemente la mano ocultando la insignia. También ilógico. Debería ponerla en alguna parte, dejarla atrás. No tenía sentido llevársela. Pero en lugar de dejar la insignia, apartó de sí aquella idea y conservó cerrado el puño. Con la otra mano pulsó rápidamente su código de entrada, y las gruesas puertas esféricas se separaron para darle paso.

La cubierta del hangar contenía unas pocas lanzaderas y varias naves más pequeñas y rápidas de diversos tipos, todas escrupulosamente guardadas en sus receptáculos, listas para ser elevadas hasta la plataforma, un piso más arriba, cuando fueran solicitadas.

Una impaciencia muy humana lo reconcomía. Sabía muy bien qué era la impaciencia. Pero no había alternativa al tiempo que tendría que pasar allí antes de poder embarcarse en su misión.

Su mano se crispó. La programación de seguridad que prevenía contra los fallos envió sus señales de advertencia a través de sus redes neuronales, diciéndole que lo que estaba haciendo no debía llevarlo a cabo.

Con la misma facilidad con que se hace caso omiso de un leve dolor, inhibió las señales de advertencia internas y buscó en torno el material que iba a necesitar… sí, allí estaba. Le había preocupado que en medio de una situación crítica los encargados de los suministros de ingeniería no hubieran tenido tiempo de entregar en plazo esas pequeñas cajas, pero ahí estaban, ordenadamente apiladas ante él. Las miró del mismo modo que lo había hecho con las letras de la puerta. En lo alto de la pila había una autorización que simplemente decía: «Solicitud del Teniente Data. Alférez F. Palmer —En orden.»

El tiempo que tenía era limitado. No obstante, él titubeaba. Nunca antes se había encontrado enfrentado consigo mismo, batallando contra su cuerpo para conseguir que hiciera lo que su programación… su… conciencia… consideraba incorrecto. La desobediencia no estaba en su prog… en su naturaleza.

Su mano izquierda se crispó y abrió. La insignia de Geordi chocó contra el suelo con un metálico tintineo. Data la miró.

Con impasibilidad, se inclinó y la recogió. Si se la llevaba, la computadora de la nave la detectaría y utilizaría como detector de localización, y diría al puente que Geordi estaba con él. Semejante consecuencia… dejaría la insignia.

No se la llevaría.

Se acercó al teclado de la computadora más próxima, todavía mirando la insignia que tenía en la mano.

—Te dejaré —insistió. Su voz resonó en la vacía cubierta del hangar. ¿Por qué le hablaba a la insignia?

La dejó con rapidez. La insignia giró sobre el cierre y acabó de lado. Él se detuvo.

Casi con la misma rapidez, se quitó la suya propia. También era de oro y platino… idéntica a la otra. Excepto que ésta era la suya, lo que él se había ganado, y la otra era de Geordi. Cada una estaba codificada con el biopulso de su dueño, identidad, y contenía microsensores y un comunicador en miniatura. En la jerga de la Flota Estelar llamaban a estas insignias los «minimilagros» de la ciencia actual.

Pero hoy era la forma y no la ciencia lo que intrigaba a Data. Hoy su atención estaba fija en la heráldica contemporánea, en el emblema de la Flota Estelar y en lo que significaba para alguien como él.

Su vigoroso corazón arreció en sus latidos, desarrollando una potente acción muscular, como la gran máquina que era. Lo sintió golpear con fuerza, perceptible a pesar de hallarse en su interior, y notó la tensión ejercida a cada forcejeo destinado a imponer sus propios intereses a su sistema nervioso en parte bioquímico. Dudaba de qué impulsos seguir.

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