La naranja mecánica (15 page)

Read La naranja mecánica Online

Authors: Anthony Burgess

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: La naranja mecánica
13.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esa naito yo estaba tendido en la cama, completamente solo, después de mi cena de guiso de cordero, pastel de frutas y crema helada, y pensaba para mí: Demonios, demonios, demonios, habría tiempo aún si pudiese salir ahora. Pero yo no tenía armas. No me permitían usar britba, y día por medio me afeitaba un veco gordo y calvo que venía a mi cama antes del desayuno, y dos brachnos de chaqueta blanca estaban ahí cerca, videando si yo me comportaba como un buen málchico no violento. Me habían cortado y limado las uñas casi al ras, así que ni siquiera podía arañar. Pero todavía era muy scorro en el ataque, aunque, hermanos, me habían debilitado casi a una sombra de lo que había sido en mis buenos tiempos de málchico libre. Así que ahora bajé de la cama y fui a la puerta cerrada con llave y comencé a descargar golpes fuertes y joroschós, crichando a la vez: —Oh, socorro, socorro. Estoy enfermo, me muero. Doctor doctor doctor por favor, rápido. Oh, me muero. Socorro. —Tenía el gorlo de veras seco y dolorido antes que apareciese alguien. De pronto oí nogas que venían por el corredor y una golosa gruñona, y reconocí entonces la golosa del veco de chaqueta blanca que me traía la pischa y me escoltaba a mi condenación cotidiana. Gruñó a través de la puerta:

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa ahí? ¿Qué juego podrido te traes entre manos?

—Oh, me estoy muriendo —casi gemí—. Tengo un terrible dolor en el costado, aquí. Es apendicitis. Ooooohhh.

—Apendicitis, mierda —gruñó el veco, y entonces, oh hermanos, alcancé a slusar el clanc clanc de las llaves—. Si intentas una jugarreta, amigo, mis compañeros y yo te patearemos toda la noche. —El veco abrió la puerta y junto con él entró el dulce aroma de la promesa de libertad. Bueno, yo estaba detrás de la puerta cuando el veco la abrió, y pude videarlo a la luz del corredor buscándome con los glasos, un poco sorprendido. En eso alcé los dos puños para tolchocarlo fuerte en el cuello, y entonces, lo juro, cuando medio ya lo videaba de antemano tirado en el suelo gimiendo o fuera de carrera y comenzaba a sentir el goce que me subía de las tripas, la náusea cayó sobre mí como una ola y sentí un miedo horrible, como si realmente me fuese a morir. Me acerqué a la cama vacilando y haciendo urg urg urg, y el veco, que no estaba con la chaqueta blanca sino con una bata, videó clarito lo que yo había pensado pues me dijo:

—Bueno, siempre se aprende, ¿verdad? Siempre aparece algo nuevo, ¿no? Vamos, amiguito, levántate de la cama, y pégame. Realmente, me gustaría. Un buen golpe a la mandíbula. Oh, vamos, me muero de ganas. —Pero lo único que pude hacer, hermanos, fue quedarme tendido sollozando juuu juuu juuu.— Basura —rezongó burlón el veco—. Mierda. —Y me alzó por el cuello de la chaqueta del piyama, y yo estaba muy débil y agotado, y luego levantó y descargó la ruca derecha, de modo que recibí un lindo y viejo tolchoco justo en el litso.— Esto —dijo— es por sacarme de la cama, basura. —Y el veco se frotó las rucas una contra la otra suich suich suich y salió. Clic clac hizo la llave en la cerradura.

Y entonces, hermanos, tuve que hundirme en el sueño para escapar de la horrible y perversa impresión de que recibir un golpe era mejor que darlo. Si ese veco no se hubiese ido, yo tal vez le habría ofrecido la otra mejilla.

7

Hermanos, no podía creer a mis propios oídos. Me parecía que había estado en ese mesto vonoso toda una vida, y que me lo pasaría allí eternamente. Pero siempre había sido una quincena, y ahora decían que la quincena casi había terminado.

—Mañana, amiguito, fuera fuera fuera. —Y movieron el viejo pulgar, como apuntando a la libertad. Y el veco de chaqueta blanca que me había tolchocado, y que seguía trayéndome bandejas de pischa y me escoltaba todos los días a la tortura, me dijo luego: —Pero todavía te falta un día importante. Será el examen de salida. —Y el veco smecó con una sonrisa recelosa.

Supuse que esa mañana me llevarían como de costumbre al mesto de las películas en piyama, tuflos y bata. Pero no fue así. Me dieron la camisa y la ropa interior, y mis platis de la noche, y mis joroschós botas de patear, todo bien preparado y lavado o planchado o lustrado. Hasta me devolvieron la britba filosa que había usado en los buenos viejos tiempos en peleas y dratsas. Desconcertado, miré todo esto mientras me vestía, pero el veco de la chaqueta blanca se limitó a sonreír y no quiso goborar palabra, oh hermanos míos.

Me llevaron muy amablemente al mismo viejo mesto, pero había algunos cambios. Habían puesto cortinas frente a la pantalla, y el vidrio opaco ya no estaba bajo los orificios de proyección, tal vez porque lo habían levantado o plegado a los costados como persianas. Y donde antes se oía solamente el ruido de toses cashl cashl cashl cashl y se veían como sombras de liudos ahora había un verdadero público, y en él algunos litsos que yo conocía. Estaba el director de la staja, y el hombre santo, el chaplino como le decían, y el jefe de los chasos, y ese cheloveco muy importante y bien vestido que era el ministro del Interior o Inferior. A los demás no los conocía. También estaban el doctor Brodsky y el doctor Branom, pero no llevaban chaqueta blanca, y se habían vestido ahora como visten los doctores que son importantes y quieren vestirse a la última moda. El doctor Branom estaba y nada más, pero el doctor Brodsky estaba y goboraba con palabras muy complicadas a todos los liudos reunidos. Cuando me videó venir dijo: —Ajá. Aquí, caballeros, presentamos al propio sujeto. Como ven, se encuentra en excelentes condiciones y bien alimentado. Acaba de dormir bien y de tomar un abundante desayuno, y no está drogado ni hipnotizado. Mañana lo devolveremos confiadamente al mundo, un chico tan decente como los que asisten a la escuela dominical, dispuesto a la palabra amable y la colaboración. Qué cambio, caballeros, comparado con el perverso granuja que el Estado condenó a sufrir un castigo estéril hace dos años, y que no cambió nada en ese período. ¿Dije que no cambió? No, no fue así. La prisión le enseñó la sonrisa falsa, las manos untuosas de la hipocresía, la sonrisa obsequiosa y baja. Le enseñó otros vicios, además de confirmar los que practicaba desde hacía tiempo. Pero, caballeros, basta de palabras. Los hechos hablan mejor que las palabras. Bien, acción. Atentos todos.

Yo estaba un poco aturdido por esta goborada, y trataba de entender qué Brodsky hablaba de mí. Entonces se apagaron todas las luces y se encendieron dos reflectores que venían de los orificios de proyección, y uno de ellos iluminaba directamente a Vuestro Humilde y Sufriente Narrador. Y la otra luz fue a fijarse sobre un cheloveco grande y bolche que yo jamás había videado antes. Tenía un litso grasiento, y mostacho, y como mechones de pelo pegados a la golová casi calva. Era de unos treinta, cuarenta o cincuenta años, es decir un starrio que andaba por esa edad. Se me acercó y el reflector lo acompañó, y poco después las dos luces eran una sola más grande. El veco me dijo con mucha burla: —Hola, montón de basura. Puff, no te lavas mucho, qué olor tienes. —Luego, como si estuviera dando pasos de baile, me pisó las nogas, la izquierda y también la derecha, y después me dio un arañazo en la nariz que me dolió como besuño y me llenó los glasos con las viejas lágrimas, y además me retorció el uco izquierdo como si fuera la perilla de una radio. Pude slusar risitas y un par de jajajas realmente joroschós que venían del público. La nariz, las nogas y las orejas me ardían y dolían como besuño, así que le dije:

—¿Por qué me tratas así? Jamás te hice mal, hermano.

—Ah —dijo este veco—. Mira esto —arañazos a la nariz— y esto —retorcimiento de oreja—, y esto otro —feo pisotón en la noga derecha— pues no me gusta la gente como tú. Y si quieres responder de algún modo, empieza, por favor empieza. —Entonces comprendí que tenía que andar verdaderamente scorro y sacar la britba filosa antes que se me apareciese aquella náusea espantosa, convirtiendo la alegría de la batalla en el sentimiento de que era mejor contenerse. Pero, oh hermanos, cuando mi ruca buscó la britba en el carmano interior, mi glaso mental videó a este cheloveco insultante, y ahora me pedía compasión, y el crobo rojo rojo le corría por la rota, y apenas había aparecido esta imagen cuando llegaron las náuseas, la garganta seca y los dolores, y comprendí que tenía que cambiar muy scorro lo que sentía por este podrido veco, de modo que busqué cigarrillos o dinero en los carmanos, y entonces, oh hermanos míos, como no tenía ninguna de las dos vesches, le dije, medio tembleque y balbuceante:

—Me gustaría darte un cigarrillo, hermano, pero parece que no tengo. —Y el veco me dijo:

—Bah, bah, juuujuuu. Llora, chiquito. —Y ahí nomás me arañó otra vez la nariz con una uña bolche y dura, y pude slusar smecadas muy ruidosas de diversión que venían del público en la oscuridad. Le dije verdaderamente desesperado, procurando mostrarme amable con este veco insultante y agresivo, y parar así los dolores y las náuseas:

—Por favor, déjame hacer algo por ti. —Y rebusqué en mis carmanos; pero sólo encontré la britba filosa, así que la saqué y se la ofrecí, al mismo tiempo que le decía: —Por favor, toma esto, te lo ruego. Un regalito. Te pido que lo aceptes.

—Guárdate esos sobornos hediondos —dijo el veco—. No me convencerás de ese modo. —Me dio un golpe en la ruca y la britba filosa cayó al suelo. Así que le dije: —Por favor, tengo que hacer algo. ¿Te limpio las botas? Mira, me agacho para lamértelas. —Y entonces, hermanos míos, créanlo o bésenme los scharros, me arrodillé y saqué un kilómetro y medio de mi yasicca roja para lamerle las botas grasñas y vonosas. Pero el veco me contestó con una patada —no muy fuerte— en la rota. Entonces pensé que no vendrían las náuseas y el dolor si sólo le agarraba los tobillos con las rucas y lo mandaba al suelo a este grasño brachno. Así lo hice y el veco se llevó una real y bolche sorpresa, porque se fue al suelo entre las risas del podrido público. Pero al videarlo en el suelo sentí que me venía esa sensación horrible, de modo que le ofrecí la ruca para que se levantara scorro, y arriba fue el tipo. Y cuando se disponía a darme un tolchoco realmente feo y perverso en el litso el doctor Brodsky dijo:

—Está bien, suficiente. —Así que este veco horrible medio se inclinó y se alejó muy elegante, como un actor, mientras se encendían las luces encegueciéndome, y yo abría la rota aullando. El doctor Brodsky dijo al público: —Como ven ustedes, nuestro sujeto se siente impulsado hacia el bien porque paradójicamente se siente impulsado al mal. La intención de recurrir a la violencia aparece acompañada por hondos sentimientos de incomodidad física. Para aliviarlos, el sujeto tiene que pasar a una actitud diametralmente opuesta. ¿Alguna pregunta?

—El problema de la elección —dijo una golosa rica y profunda, y era el chaplino de la cárcel—. En realidad, no tiene alternativa, ¿verdad? El interés propio, el temor al dolor físico lo llevaron a esa humillación grotesca. La insinceridad era evidente. Ya no es un malhechor. Tampoco es una criatura capaz de una elección moral.

—Ésas son sutilezas —sonrió a medias el doctor Brodsky—. No nos interesan los motivos, la ética superior. Sólo queremos eliminar el delito...

—Y —agregó el ministro bolche y bien vestido— aliviar la espantosa congestión de las prisiones.

—Bien, bien —dijo alguien.

Hubo mucha goborada y discusión, y yo estaba allí, hermanos, casi completamente ignorado por esos brachnos ignorantes, así que criché:

—Yo, yo, yo. ¿Qué hay de mí? ¿Dónde entro en todo esto? ¿Soy un animal, o un perro? —Y así provoqué una goborada de veras fuerte, y todos me arrojaban slovos. Así que criché más fuerte todavía: —¿No soy más que una naranja mecánica? —No sé qué me llevó a usar esos slovos, hermanos, que se me vinieron a la golová sin pensarlo. Y no sé por qué, pero los hice callar a todos los vecos durante un minuto o dos. Entonces, un cheloveco starrio de tipo profesoral se puso de pie, y tenía un cuello que era como un montón de cables que le salían de la golová y le bajaban al ploto, y me dijo:

—No tienes por qué protestar, muchacho. Elegiste, y esto es el resultado de tu elección. Lo que venga ahora es lo que elegiste tú mismo. —Pero el chaplino de la prisión crichó:

—Oh, ojalá pudiera creerlo. —Y se podía videar que el director lo miraba como diciéndole que no ascendería en la religión carcelera tan alto como él creía. Aquí recomenzó la discusión a gritos, y entonces pude slusar el slovo Amor que iba de un lado para otro, y el propio chaplino de la prisión crichaba tan alto como los demás sobre el Amor Perfecto que Destruye el Miedo, y el resto de esa cala. Y aquí el doctor Brodsky dijo, sonriendo con todo el litso:

—Me alegro, caballeros, de que se haya suscitado esta cuestión del Amor. Ahora veremos en acción una forma del Amor que creíamos muerta, junto con la Edad Media. —Se apagaron las luces y otra vez se encendieron los reflectores, uno enfocado sobre vuestro pobre y doliente Amigo y Narrador, y en el pedazo iluminado por el otro rodó o se deslizó la más hermosa débochca joven que uno hubiera podido imaginar en toda la chisna. Es decir, tenía unos grudos realmente joroschós, que casi se videaban enteros, porque llevaba unos platis que bajaban y bajaban y bajaban por los plechos. Y tenía las nogas como Bogo en el Paraíso, y cuando caminaba uno sentía que se le revolvían las quischcas, aunque el litso era un litso dulce y cordial, joven e inocente. Se me acercó y era de luz, como la luz de la gracia celestial y toda esa cala, y lo primero que me vino a la golová era que quería tumbarla ahí mismo, sobre el suelo, para hacer el viejo unodós unodós realmente salvaje, pero scorro como un tiro me atacó la náusea, como un detective que hubiese estado vigilando desde la esquina y ahora viniese a hacer el arresto. Y el vono del agradable perfume de la débochca inició un movimiento en mis quischcas, y así entendí que tenía que pensar de otro modo en ella, antes que el dolor, la sed y la náusea horrible se me echasen encima verdaderamente joroschós. Así que criché:

—Oh, la más bella y dulce de las débochcas, pongo el corazón a tus pies para que lo pises. Si tuviera una rosa te la daría. Si el suelo estuviera mojado y caloso extendería mis platis para que caminaras encima y no mancharas tus nogas exquisitas con la roña y la cala. —Y mientras decía todo esto, oh hermanos míos, sentía que la náusea iba cediendo. —Permite —criché— que te venere y sea tu auxilio y protector en este mundo perverso. —Entonces me vino el slovo justo, y me sentí mejor, y le dije: —Déjame ser tu auténtico caballero —y otra vez me arrodillé, inclinado casi hasta rozar el suelo.

Other books

Boxcar Children 64 - Black Pearl Mystery by Warner, Gertrude Chandler
About a Girl by Sarah McCarry
Merline Lovelace by The Colonel's Daughter
Icon by Genevieve Valentine
Lone Star Legend by Gwendolyn Zepeda
A Nest of Vipers by Catherine Johnson