La música del azar (12 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: La música del azar
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—No estarán pensando en reconstruirlo, ¿verdad? —preguntó Nashe.

Por alguna razón, la idea le parecía grotesca. En lugar de imaginarse el castillo, veía la encorvada figura del viejo Lord Muldoon, rindiéndose con fatiga al trabuco de la fortuna de Flower.

—Willie y yo lo pensamos —contestó Flower—, pero finalmente desechamos la idea por ser poco práctica. Faltan demasiadas piezas.

—Una mezcolanza —dijo Stone—. Para reconstruirlo tendríamos que mezclar nuevos materiales con los viejos. Y eso seria un contrasentido.

—Así que tienen diez mil piedras puestas en un prado —dijo Nashe— y no saben qué hacer con ellas.

—Ya no es así —respondió Flower—. Sabemos exactamente lo que vamos a hacer con ellas. ¿Verdad, Willie?

—Desde luego —afirmó Stone, sonriendo repentinamente con alegría—. Vamos a construir un muro.

—Un monumento, para ser más precisos —dijo Flower—. Un monumento en forma de muro.

—Qué fascinante —comentó Pozzi, su voz rezumando untuoso desprecio—. Me muero de ganas de verlo.

—Sí —dijo Flower, sin percibir el tono burlón del muchacho—, es una solución ingeniosa, aunque esté mal que yo lo diga. En lugar de intentar reconstruir el castillo, vamos a convertirlo en una obra de arte. En mi opinión, no hay nada más misterioso ni bello que un muro. Ya lo estoy viendo: levantándose como una enorme barrera contra el tiempo. Será un monumento conmemorativo de sí mismo, caballeros, una sinfonía de piedras resucitadas, que cada día cantará una endecha por el pasado que llevamos en nuestro interior.

—Un Muro de las Lamentaciones —dijo Nashe.

—Sí— afirmó Flower—, un Muro de las Lamentaciones. Un Muro de las Diez Mil Piedras.

—¿Quién te lo va a hacer, Bill? —preguntó Pozzi—. Si necesitas un buen contratista, quizá pueda ayudarte. ¿O pensáis hacerlo vosotros mismos?

—Creo que ya somos un poco viejos para eso —respondió Flower—. Nuestro factótum contratará a los obreros y supervisará el trabajo diario. Creo que ya le habéis conocido. Se llama Calvin Murks. Es el hombre que os abrió la puerta de la verja.

—¿Y cuándo empiezan las obras? —preguntó Pozzi.

—Mañana —contestó Flower—. Antes tenemos que ocuparnos de una partidita de póquer. Una vez que hayamos terminado con eso, el muro es nuestro próximo proyecto. A decir verdad, hemos estado demasiado ocupados preparándonos para esta noche como para dedicarle mucha atención. Pero esta noche está ya casi encima y luego pasamos a lo siguiente.

—De naipes a castillos —dijo Stone.

—Exactamente —respondió Flower—. Y de la charla a la comida. Lo crean o no, amigos míos, me parece que es hora de cenar.

Nashe ya no sabía qué pensar. Al principio había tomado a Flower y Stone por un par de amables excéntricos —más bien tontos, quizá, pero esencialmente inofensivos—, pero cuanto más veía de ellos y escuchaba lo que decían, más inciertos se volvían sus sentimientos. El dulce Stone, por ejemplo, cuya actitud era tan humilde y benévola, pasaba sus días construyendo la maqueta de un mundo extraño y totalitario. Desde luego era encantador, desde luego era habilidoso, brillante y admirable, pero había una especie de retorcida lógica de vudú en la cosa, como si debajo de toda la monería y dificultad uno percibiera una insinuación de violencia, un ambiente de crueldad y desquite. También con Flower todo era ambiguo, difícil de precisar. Un momento parecía perfectamente sensato; al siguiente, daba la impresión de un lunático, divagando sin cesar como un completo loco. No había duda de que era simpático, pero incluso su jovialidad parecía forzada, sugiriendo que si no les bombardease con toda aquella charla pedante y excesivamente precisa, tal vez la máscara de camaradería se le caería de la cara. ¿Y qué revelaría? Nashe no se había formado una opinión definida, pero sabía que se sentía cada vez más inquieto. Por lo menos, se dijo, debía observarles atentamente, mantenerse en guardia.

La cena resultó una situación ridícula, una farsa de baja categoría que pareció anular las dudas de Nashe y demostrar que Pozzi tenía razón: Flower y Stone no eran más que dos niños grandes, un par de payasos bobos que no merecían que se les tomara en serio. Cuando bajaron del ala este, la enorme mesa de nogal ya estaba puesta para cuatro. Flower y Stone ocuparon sus puestos habituales en las dos cabeceras y Nashe y Pozzi se sentaron en el medio uno frente a otro. La sorpresa inicial se produjo cuando Nashe miró su mantelito. Era una baratija de plástico que parecía datar de los años cincuenta y sobre la superficie de vinilo estaba estampada una fotografía a todo color de Hopalong Cassidy, el vaquero estrella de las viejas películas de las sesiones matinales de los sábados. La primera reacción de Nashe fue interpretarlo como un deliberado detalle kitsch, un pequeño gesto de humor por parte de sus anfitriones, pero luego llegó la comida, y ésta resultó ser un banquete infantil, una cena adecuada para niños de seis años: hamburguesas entre panecillos blancos sin tostar, botellas de Coca-Cola con una pajita de plástico asomando por la boca, patatas fritas, mazorcas de maíz y un recipiente de salsa de tomate en forma de tomate. Aparte de la ausencia de gorros de papel y matasuegras, aquello le recordó a Nashe las fiestas de cumpleaños a las que asistía de pequeño. No paraba de mirar a Louise, la doncella negra que les servía, buscando en su expresión algo que revelara la broma, pero ella no sonrió ni una vez y hacía su trabajo con toda la solemnidad de una camarera de un restaurante de cuatro tenedores. Para empeorar las cosas, Flower comía con la servilleta de papel metida por el cuello de la camisa (probablemente para evitar salpicarse el traje blanco), y cuando vio que Stone se había dejado la mitad de su hamburguesa se inclinó hacia adelante con un brillo glotón en los ojos y le preguntó a su amigo si podía terminársela él. Stone estaba encantado de complacerle, pero, en lugar de pasarle el plato, sencillamente cogió con los dedos la hamburguesa a medio comer, se la tendió a Pozzi y le pidió que se la diera a Flower. Por la expresión de la cara de Pozzi en ese momento, Nashe pensó que estaba a punto de arrojársela al gordo, gritando algo como
¡Cógela!
o
¡Piensa rápido!
mientras la carne volaba por el aire. De postre, Louise trajo cuatro platos de jalea de frambuesa, cada uno coronado con un pequeño montículo de nata y una cereza glaseada.

Lo más extraño de la cena fue que nadie dijo nada sobre ella. Flower y Stone se comportaban como si fuese perfectamente normal que los adultos comiesen así, y ninguno de los dos ofreció disculpas ni explicaciones. En un momento dado Flower mencionó que ellos siempre tomaban hamburguesas los lunes por la noche, pero eso fue todo. Por lo demás, la conversación transcurrió igual que antes (es decir, Flower peroró largamente y los demás le escucharon), y cuando estaban masticando las últimas patatas fritas la charla había vuelto al tema del póquer. Flower enumeró todas las razones por las que el juego le resultaba tan atractivo —la sensación de riesgo, el combate mental, su absoluta pureza—, y por una vez pareció que Pozzi le prestaba algo más que una fingida atención. Nashe no dijo nada, sabiendo que era poco lo que podía añadir al tema. Luego la cena acabó y al fin los cuatro se levantaron de la mesa. Flower preguntó si a alguien le apetecía una copa y, cuando Nashe y Pozzi declinaron la invitación, Stone se frotó las manos y dijo:

—Entonces tal vez deberíamos pasar a la otra habitación y abrir la baraja.

Y así empezó la partida.

5

Jugaron en la misma habitación en que les habían servido la merienda. Habían colocado una gran mesa plegable en un espacio abierto entre el sofá y las ventanas, y cuando vio aquella superficie de madera desnuda y las cuatro sillas vacías puestas a su alrededor, Nashe comprendió repentinamente cuánto estaba en juego para él. Aquélla era la primera vez que se enfrentaba seriamente a lo que estaba haciendo, y la fuerza de esa conciencia vino muy bruscamente, con una aceleración del pulso y un frenético martilleo en la cabeza. Estaba a punto de jugarse su vida en aquella mesa, y la locura de ese riesgo le llenó de una especie de temor reverencial.

Flower y Stone se entregaron a sus preparativos con una obstinada, casi inexorable resolución, y mientras miraba cómo contaban las fichas y examinaban las barajas selladas Nashe comprendió que no iba a ser sencillo, que el triunfo de Pozzi no era ni mucho menos seguro. El muchacho había salido a buscar sus cigarrillos al coche y cuando entró en la habitación ya iba fumando, dando cortas y nerviosas caladas a su cigarrillo. El ambiente festivo de hacía un rato pareció desvanecerse en aquel humo, y todos se pusieron tensos de repente por la expectación. Nashe hubiera deseado tener un papel más activo en lo que iba a suceder, pero aquél era el trato que había hecho con Pozzi: una vez que se repartiera la primera carta, él quedaría al margen y a partir de ese momento no podría hacer nada excepto esperar y mirar.

Flower se dirigió al otro extremo de la habitación, abrió una caja fuerte en la pared que había al lado de la mesa de billar y pidió a Nashe y a Pozzi que se acercaran a mirar en su interior.

—Como pueden ver —dijo— está completamente vacía. He pensado que podríamos usarla como banco. Las fichas se cambian por dinero en efectivo y el dinero lo metemos aquí. Una vez que hayamos terminado, abrimos la caja de nuevo y repartimos el dinero de acuerdo con lo sucedido. ¿Alguno de ustedes tiene algo que objetar? —Ninguno objetó nada y Flower continuó—: En interés de la justicia, me parece que todos deberíamos participar con la misma cantidad. El veredicto será más decisivo de ese modo, y puesto que Willie y yo no jugamos únicamente por el dinero, aceptaremos encantados cualquier cantidad que decidan. ¿Qué me dice, señor Nashe? ¿Cuánto pensaba gastar en avalar a su hermano?

—Diez mil dólares —contestó Nashe—. Si no es problema para usted creo que me gustaría convertir en fichas la cantidad total antes de empezar.

—Excelente —dijo Flower—. Diez mil dólares es una buena cifra redonda.

Nashe vaciló un momento y luego dijo:

—Un dólar por cada piedra de su muro.

—Ciertamente —respondió Flower con un ligero tono condescendiente—. Y si Jack hace bien su trabajo, puede que tenga usted suficiente para construirse un castillo cuando hayamos terminado.

—Un castillo en España, quizá —intervino Stone de pronto.

Luego, sonriendo por su propia frase ingeniosa, se tiró al suelo inesperadamente, metió el brazo bajo la mesa de billar y sacó una pequeña bolsa. Aún en cuclillas sobre la alfombra, abrió la bolsa y empezó a sacar fajos de mil dólares en billetes, dejándolos de uno en uno, con un golpe seco, sobre la superficie de fieltro. Cuando hubo contado veinte de estos fajos, cerró la cremallera de la bolsa, la empujó debajo de la mesa y se puso de pie.

—Aquí tienes —le dijo a Flower—. Diez mil para ti y diez mil para mí.

Flower preguntó a Nashe y a Pozzi si deseaban contar el dinero, y Nashe se sorprendió cuando el muchacho dijo que sí. Mientras Pozzi contaba meticulosamente los fajos pasando los billetes con el índice, Nashe sacó diez billetes de mil dólares de su cartera y los puso suavemente sobre la mesa de billar. Por la mañana temprano había ido a un banco en Nueva York y había convertido su multitud de billetes de cien en aquellos monstruosos billetes. No era tanto por la comodidad como por ahorrarse el azoramiento cuando llegase el momento de adquirir las fichas; se daba cuenta de que no quería verse en la situación de tener que soltar pilas de billetes pequeños arrugados sobre la mesa de un extraño. Le parecía que había algo limpio y abstracto en hacerlo de aquella manera, una sensación de asombro matemático al ver su mundo reducido a diez pedazos de papel. Todavía le quedaba un poco, por supuesto, pero dos mil trescientos dólares no era mucho. Había conservado esta reserva en valores más modestos, había metido el dinero en dos sobres y luego se había guardado cada sobre en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta de sport. Por el momento eso era todo lo que tenía: dos mil trescientos dólares y una pila de fichas de póquer de plástico. Si perdía las fichas, no iría muy lejos. Tres o cuatro semanas, tal vez, y luego no tendría ni un orinal donde mear.

Tras una breve discusión, Flower, Stone y Pozzi se pusieron de acuerdo respecto a las reglas del juego. Jugarían póquer descubierto de siete cartas desde el principio hasta el final, sin comodines; béisbol puro y duro, como dijo Pozzi. Si Pozzi se les adelantaba pronto, los otros dos podrían aumentar la cantidad inicial hasta un máximo de treinta mil dólares. Habría un límite de quinientos dólares en las apuestas y la partida continuaría hasta que uno de los jugadores fuese barrido. Si los tres conseguían mantenerse, terminarían al cabo de veinticuatro horas, sin hacer preguntas. Luego, como diplomáticos que acaban de concluir un tratado de paz, se dieron la mano y se acercaron a la mesa de billar para recoger sus fichas.

Nashe tomó asiento detrás del hombro derecho de Pozzi. Ni Flower ni Stone lo mencionaron, pero él sabía que estaría mal visto que paseara por la habitación mientras jugaban. Era parte interesada, después de todo, y tenía que evitar hacer cualquier cosa que pudiera parecer sospechosa. Si casualmente se situaba en un lugar desde donde pudiera ver sus cartas, ellos podrían pensar que Pozzi y él eran unos tramposos que se comunicaban por medio de un código de señales acordado: toses, por ejemplo, o guiños, o rascándose la cabeza. Las posibilidades de engaño eran infinitas. Todos lo sabían y por lo tanto nadie se molestó en decir nada.

Las primeras manos fueron poco espectaculares. Los tres jugaban con cautela, dando vueltas como boxeadores en los primeros asaltos de un combate, poniéndose a prueba con golpes rápidos y fintas, tanteando y adaptándose gradualmente al cuadrilátero. Flower encendió un nuevo puro, Stone mascaba chicle de menta y Pozzi mantenía un cigarrillo encendido entre los dedos de la mano izquierda. Todos estaban pensativos y retraídos, y a Nashe empezó a sorprenderle un poco la falta de conversación. Siempre había asociado el póquer a una especie de charla despreocupada y agresiva, un intercambio de bromas groseras e insultos amistosos, pero aquellos tres eran todo seriedad, y no pasó mucho rato antes de que Nashe percibiera que un ambiente de auténtico antagonismo se insinuaba en la habitación. Los sonidos del juego ocuparon su conciencia, como si todo lo demás se hubiera borrado: el tintineo de las fichas, el ruido de las cartas nuevas al ser barajadas antes de cada mano, los secos anuncios de las apuestas y las subidas, los silencios absolutos. Al final, Nashe empezó a coger cigarrillos del paquete que Pozzi tenía sobre la mesa y a encenderlos inconscientemente, sin darse cuenta de que estaba fumando por primera vez en cinco años.

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