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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (20 page)

BOOK: La mujer que caía
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Cuando recuerdo mi boda, nos imagino a Robert y a mí, vestidos pulcra e incómodamente en nuestro mejor atuendo, de pie ante un juez de paz en una oficina que olía a flores marchitas. Siento frío al recordarlo. No sé si entonces lo sentí.

La boda de Tony se celebró en una iglesia llena de flores y buenos deseos. Yo permanecí en el fondo, tras rehusar un sitio en el banco de las madrinas. Hilde me lo había pedido, pero me habría sentido extraña y torpe vestida de encaje. Recuerdo a Tony cuando avanzaba hacia el altar, manipulaba el anillo, levantaba el velo blanco y besaba a la novia. Aún recuerdo lo que pensaba. Me preguntaba por qué no me sentía herida.

Reflexionaba sobre lo curiosamente vacía que estaba, como una casa a medio construir o un recipiente agujereado. Tenía el vacío alojado en el estómago y me preguntaba si no estaría incubando un resfriado.

Después de la boda les deseé lo mejor y bebí champaña. Las burbujas subían y estallaban en el gran vacío que tenía dentro, mas no conseguían llenarlo. Bailé pésimamente con hombres que no me agradaban.

Poco después de la medianoche regresé a casa. Me senté ante el escritorio, en ese horrible apartamento de una sola habitación atestado de muebles; observé el papel floreado de las paredes y la espantosa alfombra verde, y me puse a trabajar en mi proyecto de tesis, a leer y tomar notas meticulosas. Al amanecer fui hasta la biblioteca de la universidad para estar allí apenas abriera y durante el camino me crucé con un grupo de indios que iban de cacería. Cuando Tony regresó de su luna de miel le di la bienvenida y retomamos nuestra amistad sin tropiezos.

Ahora habíamos llegado a esto: viejos amigos que tomaban gin-tonic caliente y que escuchaban los truenos.

—Me gusta tu hija —dijo sin trabas—. Se parece mucho a ti en tu primera excavación.

—¿Sí? ¿Y cómo era yo?

—Cuidadosa —comenzó—, muy cauta. Es amigable, pero jamás baja la guardia por completo. Por debajo de esa calma algo está sucediendo, aunque no sé qué podrá ser.

—Ni yo.

El trueno retumbó y Tony aguardó a que cesara. El viento soplaba con más fuerza y nuestras sombras se mecían cada vez que un vendaval sacudía el farol.

—No creo que debas preocuparte por Carlos. Diane es demasiado lista para él.

—Probablemente tengas razón.

Comenzaron a caer grandes gotas de agua. Cada una dejaba su marca, del tamaño de una moneda, sobre el polvo apisonado de la plaza. El viento soplaba por detrás, barriendo la lluvia sobre el tejado de cinc.

—¿Y tú? —quiso saber—. ¿Cómo te llevas con tu hija?

Me encogí de hombros, mirando la lluvia. El recuerdo del sueño seguía vivido en mí. Mi mundo estaba lleno de incertidumbres que no podía explicar.

—Bien, supongo.

—He estado pensando que... estás como preocupada por algo. ¿Hay algo de lo que quieras hablarme? —Se inclinó hacia delante, con el vaso entre las manos.

No me agrada que mis amigos se inclinen hacia delante y me pregunten qué es lo que me sucede; particularmente cuando me interrogan sobre preocupaciones que aún no he admitido para mis adentros. Tenía la ligera sensación, aun menos que un presentimiento, de que la balanza se desequilibraba y que perdía el control.

—Aquel primer verano en Arizona mantuviste todo bien envuelto, y guardado, suave como el cristal. Pero sabía que dentro de ti había algo explosivo. Si algo perforaba la superficie, estallarías. Ahora me causas la misma impresión.

Había cruzado los brazos sobre mi pecho. Negué con un gesto. En algún lugar de la oscuridad que se extendía más allá del círculo vacilante de la luz del farol, las sombras se estaban congregando. El mundo perdía el equilibrio.

—¿Qué te sucede?

—Me siento como... —Hice un rápido gesto de impotencia con las manos. Vacía, abierta, vulnerable—. No lo sé.

Se reclinó en la silla.

—Siempre me he preguntado quién de los dos lo pasa peor. Tú mantienes a todos a distancia, y los dejas fuera para que no te lastimen. Yo acerco tanto a todos que no pueden evitar herirme. —Su voz era firme y lenta, ligeramente nublada por la ginebra—.

Ninguno de los dos puede hallar el punto medio.

Cogió una de mis manos entre las suyas, y la sostuvo con ternura y delicadeza. Me gustaba sentir sus manos sobre la mía. Su voz era cálida y reconfortante. Sus manos, ásperas por el ácido que usaba para limpiar el sedimento de limo de los cacharros.

Me cuesta dejar que la gente me ayude. Siempre me ha sido difícil. Tony lo sabía. No me presionaría.

—Tengo miedo —confesé.

El trueno rugió y la lluvia golpeteó el tejado de cinc que nos cubría. Bajo la luz del relámpago que iluminó la plaza vi una sombra avanzar por el espacio abierto, moverse junto con la lluvia que barría el polvo duro, pero sin reparar en ella. En su mundo, no llovía.

—No tengas miedo —oí que Tony me decía.

Otro relámpago y vi la sombra con más claridad: una mujer joven vestida de azul, con el rostro iluminado por una luna que a mis ojos era invisible. La reconocí por los tatuajes: era Zuhuy-kak, mucho más joven. Escuché el firme batir de un tambor, un son hueco de madera. La mujer danzaba, levantaba los brazos sobre la cabeza y saltaba hacia el cielo.

Otro relámpago. Ella se enroscaba, y la luz hacía destellos en el cuchillo de obsidiana que tenía en la mano. Los golpes del tambor se confundían con el trueno. Su expresión era de regocijo; los ojos, enormes y cargados de poder. Sentí que la luz de la luna corría por mis venas, y por un instante, quise unirme a ella y bailar bajo el astro.

—¿Liz? —Tony estrechó mi mano para llamar mi atención—. Recuerda que puedes hablar conmigo.

—Lo tendré en cuenta.

El relámpago se encendió, y la plaza quedó vacía, salvo por la lluvia. Cogí la mano callosa de Tony y traté de no tener miedo.

Estaba cansada. La lluvia había cesado apenas me fui de la choza de Tony, pero dormí sólo a ratos. Una y otra vez me despertaron ruidos cotidianos: la puerta que se sacudía ante el viento, el croar de una rana, los truenos. Al amanecer, me alegré de abandonar la hamaca y de salir a inspeccionar la zona del sudeste.

La tierra despedía vapor bajo el sol matinal. Casi toda el agua había sido absorbida por el suelo. Los pájaros se bañaban en los pocos charcos que quedaban. Uno de los cerdos de María dormitaba sobre el fango cerca de la albarrada.

En la excavación todo marchaba bien. Sólo muy poca agua había traspasado el toldo que cubría la abertura. Las piedras estaban húmedas.

Bajé los escalones. Un ciempiés serpenteó por el suelo para ocultarse entre los escombros. Cuando me puse de pie en el pasadizo, el sombrero rozó las lajas de piedra.

Sería un pasillo de un metro cincuenta de alto por casi un metro de ancho. Su construcción no era nada notable: las paredes de la escalinata eran de suave manpostería y los ladrillos cuadrados estaban prolijamente apilados. En lo alto, las piedras que sobresalían formaban un borde sobre el cual descansaban las losas planas que constituían el techo. Sobre estas losas se había vertido la argamasa de la plaza. El pasadizo sólo me interesaba en tanto me condujera a algún sitio de interés. Subí las escaleras y salí al sol.

Zuhuy-kak estaba en cuclillas a la sombra, como si estuviera esperándome. La saludé y me hizo un gesto, aceptando mi presencia. Me senté sobre una roca cercana y encendí un cigarrillo.

—Ayer fue el día Oc —le dije—. Cuarto día de Cumku.

Sonrió.

—Así es. El año pronto concluirá. Se acerca la hora. ¿Has visto a mis enemigos, Ix Zacbeliz?

—Ayer por la noche soñé con un jaguar que me perseguía a mí y a mi hija —dije lentamente.

—Sabe que se acerca la hora de los cambios —sentenció—. Los ciclos han de cambiar. —Tocó la concha de nácar pensativamente—. Mis enemigos tratarán de evitar que la diosa regrese al poder. Debes tener cuidado. —Se alejó de mí, y con los ojos trazó el contorno de un edificio derruido mucho tiempo atrás—. Qué silencioso ha quedado este lugar desde que la gente se marchó —musitó. Una lagartija tan larga como mi brazo nos observaba desde una roca soleada sobre el montículo. La hierba susurraba con suavidad—. No sabía que habría tanto silencio.

Se la veía triste y cansada. Comencé a acercarme a ella, deseosa de ofrecerle consuelo. Mi mano la atravesó como si fuera humo y quedé sentada al lado de la tumba, hablando sola en el intenso calor de la mañana.

Capítulo 12: DIANE

«Las malezas lo cubren casi todo; es el fondo en el que yacen todos los demás rasgos de la superficie de la Tierra. Las malezas jamás son reducidas por entero para el uso del hombre; los milpas no son más que demandas temporarias que los hombres presentan a la buena voluntad de las deidades que animan y habitan el monte.»

ROBERT REDFIELD,

Folk Culture of the Yucatán

Esa noche fuimos al partido de baloncesto de la universidad y vimos perder al equipo de Marcos. El partido transcurrió en un patio central rodeado de altos edificios de estuco.

Sobre nuestras cabezas, en el retazo de cielo, veíamos unas pocas estrellas. Los gritos de los espectadores reverberaban por las paredes amarillas, y un niño anotaba los tantos en una gran pizarra. El equipo de Marcos se componía de jóvenes de largas piernas y uniforme verde brillante que corrían, gritaban y robaban el balón a otros jóvenes de piernas largas y uniforme azul. Por encima de la cancha las estrellas se movían con lentitud por el rectángulo del cielo.

Barbara y yo nos sentamos en el escalón superior de las gradas de cemento. Éramos las únicas norteamericanas entre los espectadores. Barbara se reclinó contra el edificio que hacía de respaldo a las gradas y puso las manos por detrás de la cabeza. Sus ojos seguían a los hombres mientras corrían de un lado a otro del campo de baloncesto.

—Envuélvamelos —dijo en voz baja—. Nos los llevaremos a todos a casa.

Sobre la pista, Marcos movía la pelota de un lado a otro para perderla finalmente a manos de un gigante vestido de azul. Lo reconocí sólo por el número de su camiseta.

—Creo que Liz no estaría de acuerdo.

—Sí, lo estaría. Su forma de encarar el sexo es evitarlo. —La miré y se encogió ligeramente de hombros—. Al menos hasta donde yo sé...

—¿Cuánto hace que la conoces? —también yo me recliné, imitando su pose informal.

—Siete años —respondió—. Durante los últimos tres años hemos estado trabajando juntas en la universidad. —Levanté la mirada del partido para dirigirla al cielo—. No es fácil conocerla. Le gusta mantenerse distante. Sólo me invitó a su casa después de un año y medio de trabajar junto a ella.

—¿Dónde vive? —La pregunta salió antes de que pudiera detenerme a pensar.

—En un pequeño apartamento de una sola habitación de un viejo edificio. Lleno de libros, vasijas y artefactos. Cocina diminuta. Creo que casi siempre come fuera. —Barbara me miró, todavía con aire informal—. ¿Sabes? Aún no me has contado la historia. Eres hija de Liz, pero no la conoces ni ella te conoce a ti. Apareces inesperadamente y te quedas. —Hizo un gesto sin mirarme—. Cuéntamelo, si quieres.

—Ella y mi padre se divorciaron cuando yo tenía cinco años. Mi padre me crió. Sólo vi unas pocas veces a mi madre después del divorcio. Mi padre no quería que ella tuviese nada que ver conmigo. Por eso no la conozco. No la conozco en absoluto.

—¿Tu padre le prohibió verte? ¿Y a todo eso qué decía Liz?

—Aparentemente nada. —Me encogí de hombros.

La gente estalló en vivas cuando el equipo de Marcos tomó el balón e hizo un tanto, el primero en diez minutos. Barbara aguardó a que los ecos murieran y siguió a los hombres con la mirada.

—¿Crees que te acostarás con él?

Hice un gesto de indiferencia, agradecida de que hubiera cambiado de tema y sabiendo que lo había hecho en mi beneficio.

—Si lo haces, no esperes gran cosa —fue su consejo—. Los mexicanos actúan con normas diferentes.

—Pareces la voz de la experiencia...

—He oído cosas —se defendió.

No pude oír ninguna de esas cosas. Desde el pie de las escalinatas, Emilio nos saludaba y subía hasta donde estábamos. Se sentó un peldaño más abajo y apoyó la espalda contra las piernas de Barbara. Le sonrió, mostrando su diente de oro, y dijo:

—Sabía que Marcos y yo tendríamos suerte hoy.

El domingo por la mañana Barbara y yo nos despertamos temprano, al oír el sonido de las campanas de la iglesia que, llamaban a la gente a misa. Marcos y Emilio llegaron a la cafetería cuando terminábamos el desayuno.

Emilio arrojó un fardo de hamacas sobre el respaldo de u a silla y se hundió en otra.

Pidió a la camarera que trajese dos cafés.

—¿Qué hacemos? —preguntó Marcos en español, sentado a mi lado—. ¿Qué queréis hacer? —repitió en mi idioma.

—¿Una hamaca? —ofreció Emilio a una pareja que pasaba.

A continuación, lo que hicimos fue observar el intrincado juego de negociaciones cautelosas que siguió entre ambas partes. La mujer dijo que no, y el hombre que sí, y después de un rato el hombre dijo tal vez, y la mujer dijo quizá. Finalmente, tras mucho regatear, la mujer dijo que sí, y el hombre que también. Emilio regresó a la mesa, sonriente.

—Bueno, ¿qué hacemos? —insistió Barbara, pero Emilio, distraído ante la perspectiva de ganancias había avistado a dos turistas franceses al otro lado de la cafetería y observaba cómo otro vendedor de hamacas trataba de convencerlas de que compraran una.

—Mañana les venderé una yo —se propuso.

—Dejemos aquí a estos tipos y marchémonos a algún sitio fresco —me sugirió Barbara. Marcos se inclinó y dijo:

—Podríamos ir al parque de atracciones. No lo habéis visto aún, ¿verdad?

Cogimos el autobús urbano, un vehículo desvencijado que había venido a Mérida a acabar sus días. Crujiente, estertoroso, atiborrado, y seguramente maltratado, habría apostado a que antes de llegar a Mérida había funcionado muchos años en Estados Unidos o en alguna provincia más rica de México. El autobús nos llevó al parque, que apenas si estaba algo más fresco que la cafetería.

Subimos al trenecito que daba vueltas al parque, y nos apretujamos en un rincón del vagón atestado de señoras gordas con vestidos de campesina y niños felices que olían a caramelo y a salsa picante. Alquilamos un bote con viejos remos de madera y paseamos por un pequeño estanque de cemento lleno de agua verde clara que no nos llegaría más arriba de la cintura. Barbara y Emilio remaban con entusiasmo. A mitad de camino chocamos con un bote conducido por un robusto padre mexicano; su esposa y sus hijos nos miraban con asombro mientras nos disculpábamos en castellano y en inglés. De regreso, rozamos un bote en el que viajaban dos jovencitos de la escuela secundaria que al parecer interpretaron la colisión como alguna clase de desafío. El joven más alto chapoteó con los remos en el agua para lanzar una cascada de agua verde hacia donde estábamos y nos apresuramos a regresar a la costa.

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