El silencio de Assad no podía ocultar su inquietud. Tras la mirada sosegada se veía fugazmente el animal perseguido. Si hubieran sido enemigos, con toda probabilidad habría saltado hacia él e intentado estrangularlo.
—Un momento —añadió Carl. Volvió la cabeza hacia el ordenador y buscó en Google—. Tengo un par de preguntas que hacerte, ¿vale?
No hubo respuesta.
—¿Me oyes?
El susurro de Assad, más débil que el que emitía el ordenador, probablemente sería afirmativo.
—En tu expediente pone que tú, tu mujer y tus dos hijas vinisteis a Dinamarca en 1998. Estuvisteis en el campo de refugiados de Sandholm en el período 1998-2000, y después conseguisteis asilo político.
Assad asintió en silencio.
—Qué rápido.
—Eran otros tiempos, Carl. Ahora todo es diferente, o sea.
—Eres de Siria. ¿De qué ciudad? No lo pone en tu expediente.
Se volvió hacia Assad y vio que su rostro estaba más oscuro que nunca.
—¿Me estás interrogando, Carl?
—Sí, digamos que sí. ¿Alguna objeción?
—Hay muchas cosas que no quiero decirte, Carl. Debes respetarlo, entonces. He tenido una vida de maldad. Es mi vida, no la tuya.
—Te comprendo. Pero ¿en qué ciudad vivías? ¿Es difícil responder a eso?
—Vivía en un suburbio de Sab Abar.
Carl tecleó el nombre.
—Eso está en medio de la nada, Assad.
—¿Acaso he dicho lo contrario?
—¿Cuánto dirías que hay de Damasco a Sab Abar?
—Un día de viaje. Más de doscientos kilómetros.
—¿Un día de viaje?
—Allí las cosas llevan su tiempo. Primero hay que atravesar la ciudad, y después están las montañas.
Sí, era lo que aparecía en Google Earth. Había que buscar mucho para encontrar un lugar más desértico.
—Te llamas Hafez el-Assad. Al menos es lo que pone en la documentación de la Dirección de Extranjería —continuó, tecleando el nombre en Google y encontrándolo enseguida—. ¿No es un nombre engorroso para llevar a cuestas?
Assad se encogió de hombros.
—¡El nombre de un dictador que gobernó en Siria durante veintinueve años! ¿Tus padres eran miembros del partido Baath?
—Sí.
—¿Por eso te pusieron su nombre?
—En mi familia hay varios con mi nombre, para que lo sepas.
Carl miró a los oscuros ojos de Assad. Estaba en un estado distinto al habitual.
—¿Quién fue el sucesor de Hafez el-Assad? —preguntó de pronto Carl.
Assad no pestañeó.
—Su hijo Bashar. ¿Por qué no dejamos esto, entonces? No es bueno para nosotros.
—No, puede que no. ¿Y cómo se llamaba su segundo hijo, el que murió en accidente de coche en 1994?
—En este momento no me acuerdo.
—¿No te acuerdas? Es extraño. Aquí dice que era el favorito de su padre, y designado para sucederlo. Se llamaba Basil. Supongo que todos los sirios de tu edad sabrían decirlo sin vacilar.
—Sí, es verdad, se llamaba Basil —admitió Assad, asintiendo con la cabeza—. Pero hay muchas cosas que he olvidado, Carl. No quiero recordarlas. Lo he…
Estaba buscando la palabra.
—¿Lo has reprimido?
—Sí, eso suena bien.
Bueno, en ese caso no voy a llegar a ninguna parte por ese camino, pensó Carl. Iba a tener que cambiar de estrategia.
—¿Sabes qué creo, Assad? Creo que estás mintiendo. No te llamas en absoluto Hafez el-Assad, sencillamente es el primer nombre que te vino a la cabeza cuando buscaste asilo, ¿verdad? Me imagino que el que te hizo los papeles falsos se echaría unas risas, ¿no? Podría incluso tratarse de la misma persona que nos ayudó con la lista de teléfonos de Merete Lynggaard; ¿lo era?
—Creo que es mejor que lo dejemos, Carl.
—¿De dónde eres en realidad, Assad? Bueno, ya me he acostumbrado al nombre, así que lo seguiré usando, aunque en realidad es tu apellido, ¿verdad, Hafez?
—Soy sirio, de Sab Abar.
—De un suburbio de Sab Abar, ¿no?
—Sí, al nordeste del centro.
Todo sonaba muy verosímil, pero a Carl le costaba aceptarlo sin más. Diez años y cientos de interrogatorios antes puede que sí. Pero ya no. El instinto chirriaba. Assad no reaccionaba con normalidad.
—En realidad eres iraquí, ¿verdad, Assad? Y tienes cadáveres a tus espaldas que harían que te expulsaran de aquí al país de donde vienes, ¿no es verdad?
El rostro de Assad volvió a cambiar. Las arrugas de su frente se borraron. Tal vez había divisado una salida, tal vez decía simplemente la verdad.
—¿Iraquí? En absoluto, estás diciendo tonterías, Carl —se defendió, herido—. Ven a casa a ver mis cosas. La maleta la traje de allí. Puedes hablar con mi mujer, entiende algo de inglés. O con mis hijas. Así sabrás que lo que digo es verdad. Soy un refugiado político, y he tenido experiencias espantosas. No tengo ganas de hablar de ello, Carl, ¿no puedes dejarme en paz? Es verdad que no he estado mucho con Hardy, como ya he dicho, pero es que Hornbæk está muy lejos. Estoy intentando traer a Dinamarca a mi hermano, y eso lleva su tiempo también, Carl. Lo siento. En adelante diré las cosas como son, o sea.
Carl se recostó en la silla. Casi le entraron ganas de empapar su cerebro escéptico en el agua almibarada de Assad.
—No entiendo cómo te has familiarizado tan rápido con el trabajo policial. Estoy muy contento por tu ayuda. Eres un tipo estrafalario, pero tienes talento. ¿De dónde te viene?
—¿Estrafalario? ¿Qué es eso? ¿Tiene que ver con espíritus, o algo así? —dijo, dirigiendo a Carl una mirada candorosa. Sí, tenía talento. Puede que no fuera más que talento natural. Puede que lo que decía fuera verdad. Tal vez fuera él quien se había convertido en un quisquilloso gruñón.
—En tus papeles no pone gran cosa sobre tus estudios. ¿Qué estudios tienes? —preguntó.
Assad se encogió de hombros.
—Poca cosa, Carl. Mi padre tenía una pequeña empresa de conservas. Lo sé todo acerca de cuánto tiempo puede aguantar una lata de tomates pelados a una temperatura de cincuenta grados.
Carl trató de sonreír.
—Y no podías evitar meterte en política, y terminaste teniendo un nombre equivocado, ¿no es así?
—Sí, algo parecido.
—¿Y te torturaron?
—Sí, pero no quiero hablar de ello. No has visto, o sea, cómo me puedo poner cuando estoy triste. No puedo hablar de ello, ¿vale?
—De acuerdo —convino Carl, asintiendo con la cabeza—. Pero en lo sucesivo me dirás siempre qué haces en tus horas de trabajo, ¿comprendido?
Assad levantó el dedo pulgar.
Carl apartó su mirada de Assad.
Después levantó en el aire la mano con los dedos extendidos y Assad la palmeó con la suya. Habían hecho las paces.
—Bien, Assad, sigamos adelante. Tenemos cosas que hacer. Hay que encontrar a ese Lars Henrik Jensen. Espero que dentro de poco podamos meternos en el registro civil, pero hasta entonces tenemos que intentar encontrar a su madre, se llama Ulla Jensen. Una persona de Riso… —vio que Assad iba a preguntar qué era eso, pero tendría que esperar—. Una persona me ha informado de que vive al sur de Copenhague.
—Ulla Jensen ¿es un nombre poco frecuente?
Carl sacudió la cabeza.
—Sabemos cómo se llamaba la empresa del marido, o sea que podemos atacar por varios ángulos. Primero voy a telefonear al registro mercantil. Esperemos que esté disponible. Mientras tanto, tú busca a Ulla Jensen en las páginas blancas. Prueba en Brondby y ve hacia el sur. Valensbaek, tal vez Glostrup, Tástrup, Greve-Kildebronde. No bajes hasta Koge, que es donde estaba la fábrica del marido antes. Está al norte de ahí.
Assad pareció aliviado. Cuando iba a salir por la puerta se volvió y dio un abrazo a Carl. Su barba crecida parecían punzones, y la loción de afeitado una marca barata, pero el sentimiento era auténtico.
Cuando Assad pasó a su cuarto Carl se quedó un rato sentado, dejando que el sentimiento se asentara. Era casi como haber recuperado su antiguo grupo de trabajo.
La respuesta llegó de ambos sitios a la vez. El registro mercantil estuvo funcionando de forma irreprochable durante el corte, y HJ Industries estaba sólo a cinco segundos de tecleo de ser identificada. Su dueño era Trabeka Holding, una empresa alemana sobre la que podían buscar más información si estaba interesado. No podían ver el grupo de propietarios, pero podía obtenerse si hablaban con sus compañeros alemanes. Cuando le informaron de la dirección, gritó a Assad que podía dejarlo, pero Assad le respondió también a gritos que había encontrado un par de direcciones posibles.
Compararon sus resultados. Tenía que ser así. Ulla Jensen vivía en el complejo de lo que había sido HJI, en Strohusvej, Greve.
Miró en el mapa. Estaba a sólo unos cientos de metros del lugar donde el coche de Daniel Hale se quemó en la carretera de Kappelev. Recordó la vez que estuvo allí. Strohusvej era la carretera que había visto más allá cuando miraron el paisaje. La carretera del molino.
Notó la lenta aceleración de la bomba de adrenalina. Ahora tenían una dirección. Y podían llegar allí en veinte minutos.
—Será mejor que llamemos antes, ¿no? —sugirió Assad, pasándole el Post-it con el número de teléfono.
Dirigió a Assad una mirada inexpresiva. Así que no todo lo que salía por su boca eran ideas brillantes.
—Es una buena idea si lo que queremos es llegar a una casa vacía, Assad.
Originalmente habría sido una granja normal, con un cuerpo central, una porqueriza y un edificio para el grano en torno al patio adoquinado. Se podían ver las habitaciones desde la carretera, de lo cerca que estaba. Tras los edificios encalados había otros tres o cuatro edificios grandes. Al parecer, un par de ellos no se habían utilizado nunca; ése era el caso, al menos, de un edificio de diez o doce metros de altura que se alzaba horadado de agujeros vacíos donde deberían haberse instalado las ventanas. Era incomprensible que las autoridades hubieran permitido aquel engendro. Echaba completamente a perder las vistas de los campos, donde las alfombras amarillas de la colza tapizaban prados tan verdes que el color era imposible de reproducir por medios artificiales.
Carl oteó el paisaje y no percibió signos de vida, tampoco en ninguno de los edificios. El patio de entrada parecía descuidado, igual que el resto. El encalado de la vivienda estaba desconchado. Hacia la carretera, algo más al este, había montones de trastos y escombros. Aparte de los dientes de león y los frutales en flor que se erguían por encima del techo de uralita, el aspecto era desolador.
—No hay ningún coche en el patio de la granja, Carl —confirmó Assad—. Puede que no viva nadie desde hace mucho tiempo.
Carl apretó los dientes e intentó mantener la decepción a distancia. No, todo parecía indicar que Lars Henrik Jensen no estaba allí. Mierda, mierda puta.
—Entremos a mirar, Assad —dijo, aparcando el coche en el borde de la carretera cincuenta metros más allá.
Procedieron con sigilo. Atravesaron el seto, llegaron a la parte trasera de la casa y entraron en un jardín en el que los arbustos de bayas y la hierba de San Gerardo peleaban por el sitio. Las ventanas arqueadas de la vivienda estaban grises por la vejez y la suciedad, y todo parecía muerto.
—Mira —susurró Assad, con la nariz apretada contra uno de los cristales.
Carl siguió su invitación. El interior de la vivienda también parecía estar abandonado. Aparte del estandarte y el zarzal, era casi como el palacio de la Bella Durmiente. Polvo sobre las mesas, sobre los libros, periódicos y todo tipo de papeles. En un rincón, cajas de cartón sin abrir. Alfombras sin desenrollar.
Era una familia realmente rota en una época feliz. —Creo que iban a mudarse aquí cuando sucedió el accidente, Assad. Es también lo que dijo el hombre de Riso. —Pero mira en la parte de atrás, o sea. Señaló más allá de la sala hacia una puerta entreabierta por la que salía luz, y el suelo brillaba detrás. —Tienes razón. Tiene otro aspecto. Pasaron por un huerto donde los abejorros zumbaban en torno a los cebollinos en flor, y llegaron al otro lado de la casa, en una de las esquinas del patio empedrado.
Carl caminaba pegado a las ventanas de la vivienda. Todas estaban cerradas. Tras los cristales de la primera ventana se divisaba una habitación de paredes desnudas con un par de sillas junto a la pared. Apoyó la frente en el cristal y el espacio se amplió. No había duda de que el cuarto se usaba. Había un par de camisas en el suelo, el edredón estaba echado a un lado, y encima había un pijama, estaba seguro de haber visto recientemente uno igual en el catálogo de unos grandes almacenes.
Respiraba de manera controlada, e instintivamente se llevó la mano al cinturón, donde había estado su arma reglamentaria durante años. Hacía cuatro meses que no la llevaba.
—Alguien ha dormido recientemente en esa cama —dijo en voz baja en dirección a Assad, que estaba un par de ventanas más allá.
—Aquí también ha habido alguien hace poco —declaró Assad. Carl se colocó a su lado y miró por la ventana. Era verdad. La cocina estaba bien limpia. Por una puerta en medio de la pared se divisaba la sala polvorienta que habían visto del otro lado. Era como una cámara mortuoria. Como un santuario que nadie debía hollar.
Pero la cocina la habían utilizado hacía poco. —Arcones congeladores, café en la mesa, hervidor eléctrico. Hay también un par de botellas de refresco llenas en ese rincón —añadió Carl.
Después se volvió hacia la porqueriza y los edificios de detrás. Podían seguir adelante y llevar a cabo un registro sin orden de registro previa y después cargar con las consecuencias si se demostraba infundado, porque no podía decirse que la ocasión fuera a desaprovecharse en caso de llevar a cabo el registro en otro momento. De hecho podrían hacerlo mañana, sí, puede que fuera incluso mejor mañana. Quizá hubiera entonces alguien en la casa.
Movió la cabeza arriba y abajo. Sí, sería mejor esperar y canalizar la petición por el camino trillado del derecho. Respiró profundamente. En realidad no aguantaba ni una cosa ni la otra.
Mientras pensaba, de pronto Assad echó a correr. Para tener un cuerpo tan compacto y pesado era sorprendentemente ágil, y en un par de zancadas atravesó el patio antes de salir a la carretera y hacer señas a un campesino que había sacado a pasear su tractor.
Carl fue hacia ellos.
—Sí —oyó decir al campesino mientras se aproximaba y el tractor resoplaba en punto muerto—. La madre y el hijo siguen viviendo ahí. Es algo extraño, pero creo que ella se ha instalado en ese edificio.