Se giró hacia Uffe y le revolvió el pelo, dejando al descubierto la larga cicatriz del cuero cabelludo.
—Venga, holgazán, vamos a comer algo.
Agarró un cojín del sofá con la mano libre y lo golpeó en la nuca, hasta que Uffe empezó a chillar de alegría y sacudir brazos y piernas. Entonces ella le soltó el pelo y brincó como una cabra montes por encima del sofá, atravesó la sala y se dirigió a las escaleras. Nunca fallaba. Dando voces y riendo, desbordando ganas de vivir y energía contenida, Uffe la siguió de cerca. Como un par de vagones de tren separados por amortiguadores, subieron a toda mecha hasta el primer piso, volvieron a bajar, salieron hasta el garaje, regresaron a la sala y finalmente a la cocina. Pronto comerían delante del televisor lo que les había preparado la asistenta. La noche anterior habían visto
Mr.Bean.
Anteayer, Charlot. Ahora iban a volver a ver
Mr. Bean.
La colección de vídeos de Uffe y Merete abarcaba solamente las cosas que le encantaba ver a Uffe. Normalmente aguantaba media hora antes de caer dormido. Entonces ella lo tapaba con una manta, dejándolo dormir en el sofá hasta que él, en algún momento de la noche, subía al dormitorio. Allí la tomaba de la mano y gruñía un poco antes de volver a dormirse junto a ella en la cama doble. Cuando por fin se quedaba profundamente dormido, emitiendo sonidos susurrantes, ella encendía la luz y preparaba el trabajo del día siguiente.
Así era como transcurría la noche. Porque así lo quería Uffe; el buenazo e inocente de su hermano pequeño. El buenazo de Uffe, tan callado él.
2007
La puerta, que llevaba un letrero de latón donde ponía Departamento Q, estaba desmontada y apoyada en los tubos de calefacción que se extendían por los largos pasillos del sótano. Diez cubos de pintura medio llenos seguían apestando en el suelo de lo que se suponía que iba a ser su despacho. Del techo colgaban cuatro tubos fluorescentes de los que al cabo de cierto tiempo te provocaban un dolor de cabeza impresionante. Pero las paredes estaban bien, aparte del color. Era difícil evitar la comparación con los hospitales de Europa del Este.
—Viva Marcus Jacobsen —gruñó Carl, tratando de hacerse una composición de lugar.
En los últimos cien metros del pasillo del sótano no había visto ni un alma. En su parte del sótano no había bicho viviente, luz solar, ni aire ni nada que evitara el parecido con el Archipiélago Gulag. Era de lo más lógico comparar aquel lugar con la cola de tercera división.
Observó sus dos ordenadores recién comprados y el montón de cables conectados. Aparentemente habían separado las vías de información, de modo que la intranet estaba conectada a uno de los ordenadores y el resto del mundo al otro. Dio unas palmadas al segundo ordenador. Allí iba a poder pasar las horas que quisiera navegando en la red. Nada de reglas irritantes sobre navegación segura y protección de los servidores centrales, algo es algo. Miró alrededor en busca de algo que le sirviera de cenicero y sacó un Cecil del paquete. «Fumar perjudica gravemente su salud y la de los que están a su alrededor», ponía en el paquete. Miró alrededor. Las pocas cochinillas de la humedad que medraban allí lo aguantarían. Lo encendió y le dio una buena calada. No estaba tan mal ser jefe de tu propio departamento.
«Te bajaremos el material», le había dicho Marcus Jacobsen, pero no había ni una cuartilla sobre la mesa o en las estanterías totalmente vacías. Debieron de pensar que antes tendría que acostumbrarse un poco al local. Pero a Carl le daba igual, no pensaba hacer nada en absoluto hasta que le llegara la inspiración.
Giró la silla con ruedas y plantó los pies sobre el borde de la mesa. Así fue como había pasado la mayor parte de la baja en casa. Las primeras semanas las pasó mirando fijamente ante sí. Fumaba sus cigarrillos e intentaba no pensar en la carga del cuerpo pesado y paralizado de Hardy y en los estertores de Anker en los segundos previos a su muerte. Después navegaba por Internet. Sin rumbo ni plan alguno, y anestesiado. Ésa era su intención también ahora. Miró el reloj. Le quedaban unas cinco horas de matar el tiempo antes de ir a casa.
Carl vivía en Allerød, y fue su esposa la que tomó la decisión. Se habían mudado allí un par de años antes de que ella se largara y se fuera a vivir a una cabaña con huerta, en Islev. Ella examinó un mapa de Selandia y calculó con rapidez que si lo querías todo tenías que tener la cartera llena o si no mudarte a Allerød. Un pueblecito excelente, con estación de tren, rodeado de campos, bosques supuestamente cercanos, muchas tiendas acogedoras, cine, teatro, vida asociativa, y encima la urbanización de Rønneholtparken. Su esposa estaba eufórica. Por un precio razonable podrían comprar una casa adosada de módulos de hormigón con mucho sitio para ellos y para su hijo, y además podrían utilizar las canchas de tenis, la piscina cubierta y la casa común, y estarían cerca de los campos de cereales y los pantanos y tendrían un montón de vecinos guays. Porque en Rønneholtparken todos se relacionaban con todos, por lo que había leído. En aquel entonces eso no era ninguna ventaja añadida para Carl, porque ¿quién coño se cree esas patrañas publicitarias? Pero de hecho con el tiempo llegó a serlo. Sin los amigos de Rønneholtparken Carl se habría hundido. Tanto en sentido figurado como en el literal. Primero se largó su mujer. Después no quería divorciarse, pero se quedó en la cabaña. Después tuvo una serie de amantes mucho más jóvenes, de quienes tenía la mala costumbre de hablarle por teléfono. Luego su hijo se negó a seguir viviendo en la cabaña con ella y volvió a casa de Carl en el momento álgido de la pubertad. Y finalmente pasó lo del tiroteo de Amager, que puso fin a todo aquello a lo que se había aferrado Carl: una vida estable y un par de buenos compañeros a quienes les importaba un bledo con qué pie se había levantado de la cama. Desde luego, si no hubiera sido por Rønneholtparken y toda su gente, entonces sí que se habría desmoronado.
Cuando Carl llegó a casa, dejó la bici apoyada en el cobertizo junto a la cocina y observó que sus otros dos compañeros de piso también estaban en casa. Como de costumbre, su inquilino, Morten Holland, tenía la ópera a todo volumen en el sótano, mientras el rock incendiario bajado de la red por su hijo postizo rugía por la ventana del primer piso. Imposible encontrar un
collage
sonoro más horrible.
Penetró en aquel infierno, dio un par de pisotones en el suelo y el Rigoletto del sótano bajó el volumen inmediatamente. Lo del chaval de arriba era más difícil. Salvó la escalera en tres saltos y no se tomó la molestia de llamar antes.
—Jesper, me cago en…! Las ondas sonoras ya han destrozado dos ventanas en la calle de abajo. ¡Tendrás que pagarlas de tu bolsillo! —vociferó tan alto como pudo.
El chaval ya había oído antes aquello, y su espalda encorvada sobre el teclado no se enderezó ni un milímetro.
—¡Hola! —le gritó Carl directamente al oído—. Baja el volumen o corto el cable del ADSL.
Aquello funcionó.
En la cocina Morten Holland ya había puesto la mesa. Uno de los vecinos lo había apodado «el ama de casa suplente del número 73», pero se equivocaba. Morten no era suplente de nadie, era la mejor y más auténtica ama de casa que había conocido Carl. Hacía la compra, ponía la lavadora, cocinaba y limpiaba mientras de sus labios sensibles brotaban las arias de ópera. Y además pagaba el alquiler.
—¿Has estado en la uni hoy, Morten? —le preguntó, aunque sabía la respuesta. Había cumplido treinta y tres años, y durante los últimos trece había estudiado con gran aplicación todo tipo de temas excepto los que correspondían a las tres carreras en las que había estado matriculado. Y el resultado era un conocimiento apabullante sobre todo lo que no fuera el estudio para el que le dieron las becas, y que se suponía que iba a ser su futura fuente de ingresos.
Morten le volvió la espalda rolliza y miró fijamente la masa borboteante de la cazuela.
—He decidido estudiar en la Escuela de Administración Pública.
Ya lo había mencionado antes, sólo era cuestión de tiempo.
—Joder, Morten, ¿no deberías terminar antes la carrera de políticas? —le preguntó Carl de todas formas.
Morten echó sal a la cazuela y removió.
—La mayoría de los de políticas votan a los partidos del Gobierno, y eso no es lo mío.
—¿Qué coño sabes de eso? Si nunca vas a clase, Morten.
—Fui ayer. Les conté a los compañeros de clase un chiste sobre Karina Jensen.
—Un chiste sobre una política que empieza en la extrema izquierda y termina con los Liberales. No debería ser muy difícil.
—«Un ejemplo más de que tras una fachada respetable se esconde una cabeza de chorlito», les dije. Y no se rieron.
Morten era especial. Sobrecrecido, eterno estudiante, andrógino y virgen, para él las relaciones sociales consistían sobre todo en comentarios que hacía a los ocasionales clientes del súper acerca de sus compras. Una pequeña conversación junto al arcón de los congelados acerca de si las espinacas había que hacerlas con o sin nata.
—No se rieron, Morten, pero para eso puede haber diversos motivos. Yo tampoco me he reído, y no voto a los partidos del Gobierno, para que te enteres.
Sacudió la cabeza. Era una batalla perdida. Mientras Morten siguiera cobrando bien en la tienda de alquiler de vídeos, a él le importaba un pimiento lo que estudiara o dejara de estudiar.
—En la Escuela de Administración Pública, dices. Suena aburridísimo.
Morten se encogió de hombros y añadió a la cazuela dos zanahorias cortadas. Estuvo callado un rato, cosa inusual en él. Carl ya sabía lo que venía.
—Ha llamadoVigga —dijo Morten finalmente con cierta inquietud en la voz, y se hizo a un lado. En tales situaciones solía continuar diciendo
Don't shoot me, I'm only the piano player.
Esta vez se abstuvo.
Carl no hizo ningún comentario. Si Vigga quería hablar con él, no tenía más que esperar a que llegara a casa.
—Me parece que está helada en la cabaña —osó añadir Morten mientras removía con la cuchara el contenido de la cazuela.
Carl se volvió hacia él. Aquella cazuela olía de maravilla. Hacía mucho que no sentía tanta hambre.
—¿Que está helada? Pues que meta en la estufa a un par de sus amantes macizos.
—¿De qué habláis? —se oyó desde la puerta. Tras Jesper, la cacofonía que volvía a rugir en su cuarto hacía estremecerse las paredes del pasillo.
Era un auténtico milagro que pudieran oírse entre ellos.
Cuando Carl llevaba tres días alternando entre mirar en Google y mirar la pared del sótano, y se sabía de memoria la distancia hasta el baño improvisado, además de sentirse descansado como nunca, dio los cuatrocientos cincuenta y dos pasos que había hasta la Brigada de Homicidios, en el segundo piso, donde se alojaban sus antiguos compañeros. Quería exigir que las obras del sótano terminaran de una vez y volvieran a montar la puerta, para que al menos pudiera dar algún portazo si le apetecía. También iba a recordarles discretamente que aún no le habían llegado los expedientes. No porque corriera prisa, pero tampoco quería quedarse sin puesto de trabajo antes de haber empezado a trabajar.
Tal vez esperaba que sus compañeros lo observaran con curiosidad cuando entrara en la Brigada de Homicidios. ¿Estaría a punto de tener un ataque de nervios? ¿Habría perdido color tras su estancia en la eterna oscuridad? Esperaba miradas de curiosidad, también burlonas, pero no que todos se encerraran en sus despachos cerrando la puerta de forma tan coordinada como había sucedido.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó a un hombre a quien nunca había visto, que estaba abriendo las cajas de mudanzas en el primer despacho.
El hombre le tendió la mano.
—Soy Peter Vestervig, vengo de la comisaría del centro. Voy a entrar en el grupo deViggo.
—¿En el grupo de Viggo? ¿De Viggo Brink? —se sorprendió. ¿Jefe de grupo? ¿Viggo? Pues debían de haberlo nombrado ayer.
—Sí. Y tú ¿quién eres? —dijo, dando la mano a Carl.
Carl la apretó brevemente y miró la estancia sin contestar. Había otras dos caras que no conocía.
—¿También del grupo deViggo?
—El que está en la ventana, no.
—Muebles nuevos, por lo que veo.
—Sí, acaban de subirlos. ¿Tú no eres Carl Mørck?
—Una vez lo fui —confirmó, dando los últimos pasos hacia el despacho de Marcus Jacobsen.
La puerta estaba abierta, pero una puerta cerrada no le habría impedido entrar sin más.
—¿Tenéis sangre nueva en el departamento, Marcus? —preguntó directamente, interrumpiendo una reunión.
El jefe de Homicidios miró resignado a su subinspector y a una secretaria.
—Bueno, Carl Mørck ha subido de las catacumbas. Seguiremos dentro de media hora —dijo, haciendo un montón con los papeles.
Carl dirigió una mirada agria al subinspector cuando éste salió por la puerta, y la que recibió de él fue del mismo estilo. El subinspector de la Policía Criminal Lars Bjørn siempre había sabido mantener viva la llama de su frialdad.
—¿Qué tal ahí abajo, Carl? ¿Has empezado ya a ordenar los casos?
—Algo así. Al menos los que me han llegado hasta ahora. Después señaló hacia atrás.
—¿Qué pasa ahí?
—Buena pregunta —convino el jefe levantando las cejas y enderezando la Torre Inclinada de Pisa, que es como solían llamar al montón de casos recién empezados de su escritorio—. La cantidad de casos nos ha obligado a montar dos grupos más de investigación.
—¿Para sustituir al mío? —preguntó Carl con una sonrisa irónica.
—Sí, y otros dos más.
Carl frunció el entrecejo.
—Tres grupos. ¿Cómo cojones habéis conseguido financiarlo?
—Una partida especial. Un pequeño ajuste relacionado con la reforma, ya sabes.
—¿Lo sé? No jodas…
—¿Querías algo en concreto, Carl?
—Sí, pero puede esperar, ahora que lo pienso. Antes tengo que mirar una cosa. Luego vuelvo.
Era del dominio público que en el Partido de la Derecha había mucha gente del mundo empresarial que se lo pasaba en grande y hacía lo que le pedían las organizaciones del sector. Pero el partido más impecable de Dinamarca también había atraído siempre a policías y personalidades militares, sabe Dios por qué. Sabía que en aquel momento había por lo menos dos de aquellos en la Derecha dentro del Parlamento de Christiansborg. Uno de ellos era un tipo sórdido que sólo había pasado por el organigrama de la policía para después salir de él a toda velocidad, pero el otro era un veterano subcomisario de la Policía Criminal, un tipo majo que Carl conocía de su época de Randers. No era de ideas especialmente conservadoras, pero el distrito electoral era su tierra natal, y seguro que el trabajo estaba bien pagado. De modo que Kurt Hansen de Randers se convirtió en parlamentario del Partido de la Derecha y en miembro de la Comisión de Justicia, y en la mejor fuente de información de tipo político para Carl. Kurt no lo contaba todo, pero era fácil de sonsacar si el caso le interesaba. Claro que Carl no sabía si éste le interesaba.