La mujer del faro (6 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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Estaban sentados en el despacho de Carsten, preguntándose qué razón podía haber para emparedar a alguien, y por qué aquel desdichado no había opuesto resistencia.

–Supongo que ya estaría muerto cuando lo hicieron -dijo Karin.

–Pero ¿por qué molestarse en emparedarlo? Así, a bote pronto, parece bastante más sencillo hundirlo en el mar -objetó Carsten.

El móvil de Karin sonó, interrumpiendo la conversación.

–Sí, hola… Por supuesto. – Echó un vistazo a su reloj-. Me va bien.

Colgó y le sonrió a Carsten.

–Era un policía jubilado de Marstrand. Sten Widstrand. Ha oído hablar del cadáver y piensa que podría echarnos una mano. Iré hasta allí para que me cuente lo que sepa.

–¿Podrías llevarte a Folke? – le preguntó Carsten.

Karin soltó una risita, hasta que se dio cuenta de que Carsten hablaba en serio.

–Preferiría que no.

Suecia era un país precioso, no podía decirse otra cosa al ver el paisaje desde la cubierta del ferry entre Koón y Marstrandsón a las diez de la mañana. Tal vez era su linaje sueco lo que lo hacía sentirse así. A pesar de que se había criado en Rinteln, una pequeña aldea alemana de cuento con antiguas y bellas casas entramadas, allí nunca se había sentido como en su hogar. Cuando sus padres le contaron que era

adoptado fue como si de pronto todo encajara, pero también fue entonces cuando empezó la búsqueda. Al menos estaba obligado a intentar averiguar sus orígenes.

Había estudiado periodismo y, después de un tiempo trabajando para un diario de tirada considerable, había decidido intentarlo por cuenta propia. Como periodista freelance, solía enviar sus artículos por correo electrónico a sus clientes alemanes, que le pagaban con transferencias a su cuenta mientras él proseguía con sus viajes. Había estado en Dinamarca los últimos seis meses y ahora se hallaba en Suecia. Había escrito un total de catorce artículos sobre aquel país: casas de campo rojas, impuestos sobre inmuebles y toda clase de tecnicismos acerca de la compra de viviendas. La demanda de artículos había sido mayor de lo esperado. Cuando escribió sobre Ósterlen, la venta de bienes inmuebles a ciudadanos alemanes había subido considerablemente. Sin embargo, el interés alemán por la compra de bienes inmuebles en Suecia no había sido recibido de manera unánimemente positiva. Puestos a elegir, la población local prefería tener vecinos suecos.

La oficina de turismo de Marstrand todavía no había iniciado la temporada, pero él había conseguido encontrar una familia dispuesta a alquilarle el apartamento del sótano de su casa en la ciudad.

No era muy grande, sólo tenía una habitación y una cocina con una bonita y antigua estufa de leña. El baño estaba recién reformado y el lavadero lo compartía con la familia. Éste tenía incluso una trascocina con calefacción en el suelo de gres y un secadero donde podía tender a secar su equipo de buceo. Compartía entrada con un gato atigrado, aunque el minino entraba por la trampilla de la puerta.

Encendía la estufa casi a diario. Le gustaba llegar a casa, así como la rutina de coger el cesto de la leña, ir a la leñera y llenarlo. Incluso solía llenarle un cesto a Sara, la mujer de la familia que le alquilaba el sótano. No solía hablar con ella, simplemente le dejaba el cesto cubierto con un saco de yute delante de la puerta principal.

Al lado de la estufa había un cajón hecho de ladrillos para guardar la leña. Cogió unos periódicos y unas ramas secas y encendió el fuego. Cuando empezó a arder, lo alimentó con leña nueva. Acomodó el resto de la madera en su sitio. El calor del fuego era maravilloso, tan genuino que incluso calentaba el alma, y él prefería cocinar allí que en la cocina moderna.

Tal vez fueran estas reflexiones lo que hacía que sus artículos fueran especialmente apreciados; su capacidad para ver las pequeñas cosas, para fijarse en los detalles y mostrarlos, para lograr que

los lectores compartieran con él el chisporroteo de la leña de abedul y percibieran el aroma y el borboteo de la sopa sueca de guisantes secos con tocino.

Al final había descubierto el nombre de su madre biológica, que era lo que lo había llevado a Marstrand. No había sido sencillo y le había costado más de un euro. Del padre todavía no sabía nada, pero se había vuelto muy hábil a la hora de buscar y encontrar viejos hechos ocultos, olvidados o de sobra sabidos. Sin duda, todo habría sido más sencillo si hubiera hablado sueco, pero sus ojos azules y su semblante franco le habían abierto puertas insospechadas en más de una ocasión. Las asociaciones locales, los registros eclesiásticos y las pequeñas bibliotecas con bibliotecarios entusiastas y competentes solían ser verdaderas minas de oro.

Había visto varias veces a la mujer que ahora sabía que era su madre biológica. Sin embargo, no sabía cómo acercarse a ella, ni siquiera si debía hacerlo. Alquilar el sótano de sus familiares había sido un primer paso. Solía observarla cuando hacía la compra en la tienda o paseaba por el muelle. En una ocasión, al ver que a ella se le caía el pase del ferry, se había acercado corriendo para recogerlo y sus manos se habían rozado. Después, él se preguntó si sus manos lo habrían reconocido, si habrían percibido la sangre que corría por sus venas. La mujer le había dado las gracias con una sonrisa y él se había quedado allí, siguiéndola con la mirada, mientras ella se alejaba deprisa en dirección al ferry. Hasta que éste zarpó con ella a bordo, él no abandonó el muele para seguir las indicaciones que le habían dado en la biblioteca.

La biblioteca de Marstrand ocupaba la planta baja del ayuntamiento, un edificio de piedra, sencillo pero elegante, situado en una plaza abierta donde la copa de un gran álamo plateado desplegaba su sombra. Unos porches decorados elegantemente con colores des conchados, muy necesitados de cuidados y de un pincel, aguardaban pacientemente, mientras sus propietarios discutían si había que pintarlos con las antiguas y fiables pinturas al aceite o con las aparecidas en el mercado en los últimos años.

Dando un paseo desde la adoquinada Lánggatan hasta el álamo plateado se podía admirar, además del ayuntamiento, la parte trasera de Societetshuset e, inmediatamente a la derecha, la vista se abría hacia el mar y la bocana norte. Con el álamo plateado a las espaldas, si se alzaba la vista se podía ver la colina coronada por la fortaleza de Carlsten. La ladera escarpada de la misma ascendía esforzadamente con sus viejas casas bajas apiñadas a ambos lados de la estrecha calle.

Markus había empezado por la casa-museo local. Al otro lado de una cerca blanca, detrás del ayuntamiento, había un edificio de madera también blanca que albergaba la casa de cultura, donde en ese momento se exhibía una exposición fotográfica, “Marstrand, ahora y entonces”. Apreciaban sus preguntas, sobre todo porque mostraba interés, tanto por lo que se ocultaba bajo el agua como por encima. Eran muchas las embarcaciones que se habían hundido alrededor de Marstrand por culpa de los famosos escollos, los Kopparnaglarna, que había allí fuera. A Markus le encantaba pensar en todos aquellos tesoros ocultos bajo la superficie del mar, de difícil acceso, que a veces se conservaban mejor precisamente gracias a la ausencia de oxígeno.

Markus había tardado dos semanas en revisar el archivo fotográfico de la casa-museo, pero después de cuatro días ya había obtenido un resultado. Antes incluso de conocer a la entusiasta gente de la institución había encontrado una serie de fotos interesantes de 1963 que, en principio, consideró obra de un fotógrafo profesional. En ellas salían todos los invitados a la fiesta celebrada en el chalet del doctor Lindner en Klóverón, a finales del verano de aquel mismo año. El chalet estaba situado en un lugar precioso, muy cerca del canal de Albrektsund, pero fue el velero con cuatro personas a bordo, más que los ilustres invitados del doctor Lindner, lo que despertó el interés de Markus. Las parejas invitadas habían sido retratadas una a continuación de otra al borde del canal, mientras, al fondo, el velero se iba moviendo en dirección sur, con dos mujeres y dos hombres a bordo. Ahora sabía que la mujer que iba sentada con el rostro vuelto hacia el fotógrafo en la foto número 5 era su madre. La pregunta era cuál de los dos hombres era su padre.

4

A Karin le habría gustado otro compañero, pero ahora iba irremediablemente sentada en el coche con Folke al volante. No sólo estaba irritada por la compañía, sino también porque Folke se había negado a desviarse para comprar un café en el McDonald's de Kungálv. Su compañero había visto un documental en el que explicaban lo que te pasaba si consumías comida basura, y ahora se lo estaba explicando a Karin con todo detalle y en un tono aleccionador. Además de ser un ávido lector de la revista
Rád Ron
(Consejos y Hallazgos), algo que no pasaba inadvertido a nadie que estuviera cerca de él, también era un suscriptor fervoroso de
Kropp Sjal
(Cuerpo y Alma). Karin pensó que sería un día muy largo si empezaban enemistándose de buena mañana, e incluso se preocupó por explicarle que lo único que

pretendía era una dosis de cafeína. Se moría de ganas de tomarse un café cuando aparcaron en Koón y hubieron de esperar el ferry que los llevaría a Marstrandsón. El ferry de la línea azul, que avanzaba a lo largo de un cable, parecía salir a horas de lo más extrañas.

–Siete minutos después de cada cuarto -le había dicho el chaval moreno del quiosco cuando compraron el billete. Y, al ver que Karin no se quedaba muy convencida, sacó un horario, buscó la página que correspondía a su ferry y se lo tendió-. De Koon a Marstrandsón: doce y siete, doce y veintidós, doce y treinta y siete y doce y cincuenta y dos.

Karin le dio las gracias y se metió el horario en el bolsillo.

El ferry iba lleno de albañiles y obreros que probablemente habían estado almorzando y ahora volvían a la isla. Tanto polacos como suecos. Karin miró a un hombre que tenía enfrente. Llevaba pantalones azules y un jersey blanco de punto con un pequeño emblema en el lado izquierdo del pecho. Escondía la calva bajo una gorra con vasera, también ésta de la marca adecuada. Una voz aguda a espaldas de Karin le hizo dar un respingo.

–¡Hola, Putte! – Un hombre con una mujer joven del brazo se abría camino entre los trabajadores de peto. Saludó como si se dirigiera a una persona con problemas auditivos.

–¡Vaya! ¡Hola! ¿Qué haces tú por aquí? – El hombre bien ataviado tenía una voz afectadamente nasal. Todos quieren jugar a ser P. G. Gyllenhammar, pensó Karin.

–Quería dar una vuelta por Marstrand para enseñárselo a mi mujer. – El hombre animó a ésta a que diese un paso adelante.

A Karin le pareció la clase de tipo que piensa en su mujer como tal y nada más.

–Irina -se presentó ella, y tendió la mano.

Llevaba un vestido corto y zapatos de tacón alto y fino. Un calzado muy adecuado para pasear por las calles adoquinadas; Karin se sonrió. Sus labios de color carmín eran anormalmente gruesos, al igual que sus pechos, y el cabello rubio platino se oscurecía en las raíces. El marido, que la tenía cogida de la mano, parecía muy orgulloso de ella.

–Putte -saludó el hombre de la gorra, tocándose la visera-. Enchanté -añadió en su mejor francés de colegio, y besó la mano de la mujer.

–¡Uyuyuy! Me temo que tendré que separaros -bromeó el marido de Irina.

Karin suspiró y negó con la cabeza. ¡Dios mío! El hombre prosiguió con la conversación, ignorando por completo la presencia de la mujer.

–Como verás, me he casado.

–Sí, eso me han contado. ¡Felicidades! Ha sido buena idea hacer una excursión por aquí.

–Desde luego. ¿Cómo te van los negocios?

–Pues bien. La verdad es que jodidamente bien -contestó el llamado Putte.

–¿Cuántas embarcaciones tenéis ahora?

–Oh, me parece que son once, y luego tenemos unas cuantas en copropiedad -explicó Putte, subiendo la voz para que el mayor número de personas oyera cuán bueno era como hombre de negocios.

¡Dios mío!, pensó Karin. Folke se había quedado mirando el agua y los pájaros, aparentemente indiferente a la conversación que tenía lugar a unos pasos.

–Bueno, pues nosotros hemos expandido nuestro mercado a Polonia. Como ya sabes, contratamos mucha mano de obra allí.

–Sí, es verdad. Qué interesante -comentó Putte, aunque no parecía decirlo en serio.

–¿A lo mejor podríamos pasar a saludar a Anita?

–Sí, claro, no estaría nada mal, pero justo hoy va a ser un poco complicado. – Y carraspeó.

Karin no pudo evitar sonreír. Putte no tenía ningunas ganas de que lo visitaran aquel hombre y su nueva esposa.

–Tengo una propuesta de negocios que hacerte que a lo mejor podría interesarte.

–Veré si puedo arreglarlo para hablar de nuestros proyectos.

¿Tienes una tarjeta para que pueda llamarte al móvil?

El hombre rebuscó en sus bolsillos, pero no encontró ninguna y tuvo que contentarse con recibir la tarjeta con estampación azul en forma de ancla que le tendió Putte. El ferry atracó en Marstrandsóny se levantaron las barreras para que los pasajeros desembarcaran.

Había llegado el momento. Lo comprendió con una mezcla de tristeza y alegría. Se quedó un rato mirando el sobre que sostenía en la mano arrugada, hasta que finalmente se puso el abrigo, salió y cerró la puerta con llave. Al llegar al buzón se detuvo y miró alrededor. Por la calle, la gente caminaba a paso ligero. Algunos se apresuraban más, sobre todo los que se dirigían a la parada del autobús y el tranvía. Todo el mundo parecía tener prisa en estos tiempos, porque el que

tiene prisa es importante y necesario para la sociedad: hay alguien esperándolo precisamente a él. Un niño en la guardería, un posible jefe para una entrevista de trabajo, una reunión, la consulta de un médico. La gente que camina a paso lento es o bien mayor, o bien está desempleada o enferma.

La mujer sacó el sobre con veneración y lo dejó caer en el buzón de correos, después de asegurarse de que el sello estaba bien pegado. Hizo una leve reverencia, como si el buzón fuera el ataúd en un entierro; en cierto modo, el símil se ajustaba peligrosamente a la realidad. Luego se dio la vuelta para regresar a casa. Ahora les tocaba a otros tomar el relevo.

La casa era una de las que todavía tenían placas de amianto en la parte exterior. “Widstrand”, ponía en el blanco buzón metálico. “No se admite correo comercial”, advertía una pegatina enganchada justo encima del dibujo de una barca roja en el mar; ésta era demasiado pequeña en relación con el anciano que aparecía de pie en cubierta. Folke abrió la puerta de la cerca de madera sin esperar a Karin, que iba detrás de él. Al cerrarse, la puerta le golpeó la espinilla.

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