Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Cruzaron una sonrisa, más bien una mueca, algo pálido el capitán, y después asumieron sus respectivas posiciones. El oficial se incorporó al anillo, y el rey se colocó junto a dos oficiales veteranos que había seleccionado sabiamente para que lideraran a los hombres, en lugar de permitir que intentaran reclamar la gloria para sí. Formaron unos veinte hombres, y el rey, al verlo, asintió satisfecho.
—Necesitaré algunos aceros diestros para buscar al enemigo —les dijo—. Si alguno de vosotros cojea o no se encuentra en condiciones, ahora es el momento de decirlo. Os aseguro que vuestras vidas dependerán por completo de que podáis moveros rápidamente en el campo de batalla.
Volvió la mirada en dirección a la colina por donde, según el aviso de la retaguardia, debían aparecer los orcos, y se envaró.
Una figura solitaria corría hacia ellos, trastabillando de cansancio. Era un guerrero con la armadura cubierta de tierra, aunque le pareció familiar: un cormyta, seguro.
En aquel momento los orcos empezaron a asomar por la colina, cerca del caballero que huía. Iban a atraparlo y matarlo ante las narices del rey, delante de todos y cada uno de los componentes del ejército real.
Azoun apretó los labios con fuerza. Sería una locura abandonar una posición defensiva tan fuerte para cargar cuesta abajo y cruzar el acero con semejante cantidad de orcos, pero lo último que deseaba era permanecer de brazos cruzados y observar cómo asesinaban a un hombre al que podría haber salvado.
Era aquél un deseo compartido por todos los Dragones Púrpura. No querían presenciarlo, no querían recordarlo. La próxima vez, cualquiera de ellos podía encontrarse en el lugar de aquella figura solitaria. ¿De qué sirve un rey que se cruza de brazos impávido, cuando uno de sus súbditos necesita de ayuda?
—¡Avanzadilla! ¡Colina abajo a defender a ese caballero! ¡Los demás cargaréis cuando la cima de la colina esté a rebosar de orcos! —rugió al tiempo que emprendía la carga a la cabeza de sus hombres.
—¡Majestad! —protestó uno de los capitanes de lanza.
—¡Buen rey, esto es una locura! —gritó otro.
—Hago oídos sordos a todos los oficiales que no corran a mi lado —gritó Azoun sin dejar de correr, después de llevarse las manos a los labios a modo de bocina—. ¿Qué clase de rey sería si muere un hombre mientras yo permanezco ocioso?
Oyó el murmullo aprobador de los guerreros que formaban en el anillo, y también lo hicieron los oficiales. Ya no llegaron más protestas a los oídos reales cuando el rey de Cormyr y su avanzadilla de combate descendieron la colina a la carrera, de tal forma que la carga se dirigiera hacia un punto intermedio entre los orcos que iban en cabeza y el caballero que huía ante ellos.
Dioses, pero si era una horda. Cientos de orcos enormes, altos como torres, descansados y aguerridos, que aparecieron con la espada y el colmillo brillante, aullando al ver a los humanos que salían a su encuentro.
Las dos fuerzas chocaron en una maraña de gritos, silbido de espadas y cuerpos que se enzarzaban con un ruido sordo. Azoun señaló al caballero solitario y jadeante que intentaban rescatar para asegurarse de que ningún orco atravesara la línea y pudiera herirlo. Vio que Tolon y Braerwinter lideraban a cuatro Dragones para formar a su alrededor un anillo de protección, y de inmediato el rey se sumó al fragor del combate. Hundió media espada en el antebrazo de un orco. La bestia gritó e intentó librarse de la hoja de la espada. Con todo aquel ruido, Azoun apenas pudo oír un grito inesperado.
—¡Padre! ¡Azoun! ¡Padre!
Sólo podía tratarse de Alusair, pero su voz parecía un sollozo. El rey se batió en retirada, levantando el anillo.
—¿Alessa? ¿Moza?
—¡Majestad! —La voz de Braerwinter se alzó como el toque de una trompeta, y Azoun reparó en que el caballero exhausto al que había querido salvar de la muerte era su hija.
Echó a correr por el terreno, oyendo el entrechocar del acero y el estruendo del cuerpo principal de su ejército que cargaba colina abajo, a su espalda, contra los orcos. Corrió hasta el lugar donde el anillo formado por los nobles y los Dragones protegía a una figura solitaria y temblorosa.
Encontró a la princesa Alusair sentada, con la boca húmeda después de haber tomado la poción curativa que Braerwinter le había obligado a ingerir, con el rostro surcado de berretes de sudor y de polvo. Tenía los ojos hundidos del cansancio y temblaba entre sollozos.
Y pensar que podía haberse quedado cruzado de brazos en la cima de colina, mientras los orcos la acuchillaban: Alusair era uno de los mejores guerreros del reino.
—Moza —dijo encendido, arrojando la espada al suelo y rodeando a su hija con sus brazos con toda la suavidad de la que fue capaz. Su abrazo era fiero, y ella apoyó la cabeza en el peto de su padre mientras hacía lo posible por reprimir los sollozos, dispuesta a impedir que los hombres que los rodeaban expectantes pudieran oírla llorar.
—En... encontré una arboleda de esos árboles retorcidos... Estaba llena de orcos... He estado corriendo desde... Gastado toda la magia que tenía corriendo y luchando... El anillo no me llevó a tu lado... ¿Cómo has llegado aquí, a estas mis tierras lejanas?
La batalla se extendía a su alrededor con denuedo; tanto los hombres como los orcos gritaban al morir, y sus gritos se perdían ahogados por el entrechocar del acero.
—Alessa —dijo Azoun al tiempo que la abrazaba con suavidad, sin querer soltar aquello que había estado tan cerca de perder—. Ando buscando al hombre que siempre sabe qué debe hacerse, por mucho que tú y él hayáis cruzado vuestra espada a lo largo de los años. Ahora más que nunca, necesito su consejo. El caballo de guerra de Vangey ha pasado por aquí. Hemos seguido su rastro, con la esperanza de encontrarlo con vida.
—A
Cadimus
lo montaba otro jinete. —Alusair sacudió la cabeza—. Vangerdahast ha... desaparecido.
—¿Qué? ¿Que Vangey no montaba a
Cadimus
?
Antes de responder, Alusair volvió a sacudir la cabeza.
—Me temo que lo hemos perdido —susurró.
El rey echó atrás la cabeza como si alguien lo hubiera abofeteado, sin prestar atención a la batalla que se libraba a su alrededor. La horda interminable de orcos obligaba a los hombres de Cormyr a retroceder lentamente.
El rey cerró los ojos y sacudió la cabeza en un gesto de dolor.
—No —masculló entre dientes—. Dioses, no.
La soltó y se alejó unos pasos de su hija, como si quisiera estar solo. Alusair y los nobles intercambiaron miradas de sorpresa, y después se pusieron en pie y se acercaron al rey. La princesa de acero recogió la espada que su padre había olvidado en el suelo.
—¡Lo mío no es averiguar el sentido de todas esas profecías! —exclamó Azoun sin dirigirse a nadie en particular, desesperado.
—¿Padre? —Alusair devolvió la espada a su padre y lo sacudió por el hombro, en un tono con el que parecía implorarle—. Rey Azoun... ¡hablad!
—¿He perdido la sabiduría de Vangey cuando más la necesitaba? —murmuró Azoun—. Después de todos estos años... —Giró sobre sus talones y añadió—: No puede ser. Ese viejo mago andará metido en una de las suyas. Algo que no nos ha contado, para variar.
—¿Y si no es así? —susurró Alusair.
—Entonces es que los dioses me han vuelto la espalda —respondió con voz serena Azoun, como si hablara del tiempo que se avecinaba al mirarlo a través de la ventana del castillo, tras clavar una mirada feroz en su hija.
Sonó el cuerno, animando al ejército de Cormyr a intentar ganar de nuevo la colina de la que había partido. El sonido estuvo a punto de perderse, ahogado por el rugido burlón de una nueva oleada de orcos.
V
angerdahast permanecía sentado en el último escalón del espléndido palacio situado en la gigantesca ciudad de los trasgos; tenía el anillo de deseos en una mano y la maza que había tomado prestada a Owden en la otra, y observaba la oscuridad que cubría la plaza, en cuyo centro se encontraba el estanque donde un par de membranas doradas y escamosas yacían plegadas en ambas orillas. Las membranas parecían los párpados pertenecientes al ojo de un reptil gigantesco que lo observara mientras él, a su vez, observaba que lo observaba, y así hasta el infinito, como el espejo que refleja el reflejo de otro espejo, como el eco que a su vez encuentra un eco, o el hombre que pondera los abismos donde mora la vacuidad de su propia alma. En un lugar como aquél, un mago podía perder por completo la cabeza.
Y quizá fuera así. La plaza que rodeaba el estanque parecía volverse escamosa y rojiza, a excepción de una larga cadena de triángulos blancos que guardaban una inquietante semejanza con unos dientes. Vangerdahast también distinguió la forma del oído de una vela y la curva que trazaba una ceja larga como un puente, e incluso los arcos de diversos cuernos prolijos que se extendían desde la coronilla de la cabeza. En conjunto, aquellos rasgos le provocaron la inquietante sensación de mirar el mayor mosaico de un dragón que había visto en toda su vida.
Lo más probable es que Vangerdahast no se preocupara por no haber caído antes en la cuenta. Entonces luchaba por salvar la vida, e intentaba también capturar a Xanthon Cormaeril para obligarlo a que le indicara cómo podía salir de la ciudad de los trasgos. Hubo de todo: hechizos fulminantes, riñas horribles y hordas de insectos zumbones, y cualquier otro en su lugar también se hubiera percatado de la existencia de aquel mosaico.
Pero Vangerdahast no era un simple guerrero. Era el castellano supremo de los magos guerreros, el mago real de Cormyr, el primer consejero del rey, y no era propio de él pasar por alto tales detalles. No podía permitírselo. La vida del rey y la fortaleza de Cormyr dependían de su capacidad de observación, y en ello ponía los cinco sentidos, tan afilados como la hoja de cualquier caballero que se preciara de cazar dragones. Percibía todo cuanto sucedía a su alrededor; oía hasta el más imperceptible de los susurros que se dijera a su espalda; intuía todos los problemas antes de que se plantearan y, sin embargo, no había reparado en aquel mosaico hasta... en fin, hasta hacía muy poco. En aquel lugar, el paso del tiempo carecía de significado. La única forma de calcularlo se la proporcionaba el encogimiento de su amplio estómago, y ya había recuperado dos agujeros del cinturón antes de reparar en el mosaico. O estaba alucinando o aquella cosa había cobrado forma paulatinamente ante su mirada. No quería apostar por ninguna de estas dos posibilidades.
Un par de membranas amarillas se deslizó bajo el estanque, oscureciendo la superficie, para acto seguido retraerse de nuevo, lentamente. Vangerdahast había visto cómo el estanque parpadeaba antes, mucho antes de que apareciera el dragón, de modo que quizás el pestañeo no tenía nada que ver con el mosaico. Todo el mundo sabe que los mosaicos no pestañean.
Vangerdahast se puso el anillo, y después descendió las escaleras moviéndose lentamente para evitar perder la conciencia. En la ciudad de los trasgos no había más que piedra y agua, y no podía comer piedra. Ya hacía tiempo que había superado la fase de sentir punzadas en el estómago, pero estaba aturdido.
Poco antes de llegar al suelo le flaquearon las piernas. Cayó sobre la escalera, y se cogió al frío granito para evitar resbalar el trecho que le quedaba por descender.
—Necesitas una buena comida. —Aquellas palabras resonaron hondas y sibilantes, y retumbaron a través de la solitaria ciudad como un terremoto—. Un buen filete de
rothé
asado, y un jarro para mojarlo.
Vangerdahast se puso en pie; de pronto había recuperado las fuerzas. Observó la oscuridad que se extendía más allá de la plaza, en busca de un par de ojos centelleantes, de la sombra que lo acechaba o de cualquier otro detalle que pudiera darle una idea de dónde se encontraba su interlocutor. Como no vio nada en la oscuridad, consideró la posibilidad de lanzar algunos encantamientos de luz, aunque no tardó en llegar a la conclusión de que ni aun así lo encontraría. El hambre se había apoderado de las riendas de la razón, y ahora oía cosas y también las veía. No tenía ningún sentido desperdiciar su magia por unas alucinaciones. La magia era demasiado valiosa en ese lugar donde los hechizos de luz permanente parecían apurarse como vulgares antorchas.
El estanque siguió observándole, hasta tal punto que Vangerdahast tuvo la sensación de que la oscuridad que allí moraba se había vuelto para enfocarlo. Gateó hasta el pie de la escalera y se agazapó sobre lo que parecía ser la coronilla del dragón. Había una cuesta definida allí donde se alzaba el cráneo del suelo, y pudo sentir el temblor rítmico en las escaleras que había a sus pies. Vangerdahast extendió la mano y acarició la escama que tenía más cerca. Era del tamaño de un escudo de justa, tan cálido al tacto como su propia carne.
—He debido de perder la cabeza —dijo entre jadeos.
—Sí que has perdido algo, pero no la cabeza —rugió la voz. A diez pasos del ojo, la hilera de triángulos blancos se movió al son de las palabras—. Sólo has perdido esa barriga que tenías, y no tardarás en perder la vida, a menos que comas algo.
Vangerdahast subió corriendo las escaleras, pero al cabo de media docena de peldaños se sintió mareado y no tuvo más remedio que parar. Se frotó los ojos con los nudillos de la mano y al mirar de nuevo comprobó que allí seguía el rostro del dragón, y también el ojo que lo miraba desde el estanque.
—¿Por qué tienes menos fe en tus ojos y oídos que en las dudas de una mente cansada y agotada? —preguntó el dragón—. Soy tan real como tú. Tócame y verás.
—Prefiero... bueno... prefiero creer en tu palabra, sin más.
Vangerdahast siguió donde estaba, mientras hacía un esfuerzo por encontrar un sentido a todo lo que veía. La locura le parecía la causa más probable, excepto por el hecho de que tenía entendido que los locos eran los últimos en reparar en su propia locura, claro que allí abajo él era el último en hacerlo, porque era el único... Llevaba atrapado en la ciudad de los trasgos... en fin, un tiempo. En la oscuridad eterna que moraba en aquel lugar, el tiempo no tenía ningún sentido. El único modo de contar el paso de las horas era por la duración de sus hechizos, duración que se le antojaba exigua.
Al ver que Vangerdahast no despegaba los labios, el dragón siguió adelante con su discurso.
—No crees que exista; de otro modo me hubieras preguntado mi nombre.