Read La muerte de la familia Online
Authors: David Cooper
Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría
En los países del primer mundo los hombres persiguen al tercer mundo al igual que a las minorías dentro del primer mundo, incluyendo a la principal «minoría» llamada mujer, sobre la base claramente visible de su envidia de la negritud, que está llena de color y de procreación, que está llena de vida. En cada eyaculación hay miles de espermatozoides pero tan sólo un óvulo de la mujer salvará a un espermatozoide concreto del destino normal de todo espermatozoide. Las eyaculaciones son totalmente contingentes e indiferentes en este sentido. Los hombres están tan seguros de su pene, que posiblemente el orgasmo sea menos frecuente entre ellos que entre las mujeres.
[3]
La negrura, como he dicho, es, en términos físicos científicos, todos los colores en fantástica concentración. El hombre blanco ha perdido el color porque está aterrorizado por sus envidias. Su sangre ha dejado su piel facial debido a un no reconocido, perpetuo y perpetuado temor. La clásica interpretación en términos de que el miedo que el hombre blanco tiene por su potencia es más irrelevante que ridicula. Simplemente, el hombre blanco envidia el color del hombre negro. La guerra genocida contra los hombres negros es la defensa-tipo contra esa envidia y sin duda hay una relación, aunque no una ecuación, entre el asesinato racial y la subyugación de las mujeres.
La revolución, creo, se convertirá en una realidad social suficientemente total cuando los hombres blancos asuman todos los colores de la negrura y luego tengan también niños.
La doctrina guevarista del hombre nuevo en Cuba se aproxima mucho al amplio sentido de revolución que he expuesto en estas páginas. El hombre nuevo es un revolucionario pragmático que aniquila efectivamente las estructuras de poder del estado feudal-burgués y coge todo el poder que necesita para mantener una comunidad autónoma, a la que aprende a defender con fusiles, pero al mismo tiempo usa la teoría marxista como una técnica para estar en el mundo de manera que las relaciones de explotación nunca puedan ser reconstruidas y si la jerarquización burocrática vuelve a emerger pueda rápidamente ser obligada a retroceder. Las tendencias burocráticas subsisten en Cuba, al cabo de once años de su liberación, pero no encuentro pruebas que el pueblo vaya a tolerar mucho tiempo la imposición de formas esclerotizadas de no-vida sobre él.
La razón de este original éxito revolucionario reside en otras características del hombre nuevo que trataré de esquematizar. Aquellos primeros revolucionarios con un pasado burgués católico-español se liberaron de él con un salto poético visionario que hizo posible una conjunción de esfuerzo revolucionario con los campesinos supuestamente supersticiosos y sobre todo con el espíritu del vudú en el pueblo afro-americano; un espíritu, que, pese a estar oculto e implícito, definía en la experiencia la perpetua posibilidad de regeneración. Y así encontramos, si se examina la ideología del hombre nuevo, un curioso sincretismo que comprende tanto los orígenes chamanísticos del vudú como un proto-cristianismo (la idea del «hombre nuevo» de san Pablo) de antes de que el cristianismo se convirtiera en algo institucionalizado y contra-revolucionario y, luego, la entera integración de esas líneas de luz procedentes de un pasado remoto en la iluminación presente del Marxismo perpetuamente renovado que de hecho se opone al revisionismo.
Pienso que ahora podemos intentar definir el vínculo entre las formas revolucionarias del tercer mundo y lo que debe ser el núcleo de transformación revolucionaria del primer mundo. En una ocasión hablé en un mitin de masas, en la celebración del aniversario de la revolución cubana, y pregunté a la gente cuántos de los que allí había estaban dispuestos a morir por la causa de la revolución socialista. Un simpático muchacho me dijo, luego, que él creía estarlo. La pregunta era irónica y directa a la vez. Pienso que de una manera directa debemos estar preparados para arriesgar la vida en la calle, en la guerrilla urbana; me ha llevado treinta y seis años alcanzar este punto, pero hay quienes lo alcanzan antes. No obstante, para penetrar en la total ambigüedad del «arriesgar la vida» creo que debemos ver esto como un corajudo movimiento para abandonar cualquier forma de la estasis social en la que hayamos quedado confortablemente cogidos. Hablo, por ejemplo, de la existencia dentro de las formas de vida familiar monógama estatuidas, que limitan nuestras relaciones de trabajo y de amor y crean un destructivo impedimento de vida a cuantos entran en contacto con nosotros. Esto lo he analizado anteriormente con la Ilusión de la Cuantificabilidad del Amor.
También necesitamos encontrar el valor para abandonar, cuando lo exija el momento, las situaciones de trabajo institucional que nos destruyen mediante su falsa seguridad familiar, y luego encontrar otras vías de supervivencia cooperativas en el prerevolucionario Occidente. Realmente quiero decir que, dada una cierta desesperación iluminadora, «arriesgar la vida» es sinónimo de «arriesgar la vida para salvarla». No hay generosidad alguna en los convencionales suicidios que elegimos para nosotros en forma de trabajo y de familia. Realmente, tampoco hay en ellos amor a sí mismo y por lo tanto, tampoco posibilidad de dar a los otros un regalo verdaderamente no-ambiguo.
Philippe Aries, en un estudio sobre el significado social de los testamentos
[4]
muestra cómo la familia, hasta la primera mitad del siglo XVIII, entraba en la vida individual en ocasiones de crisis o después de la muerte. Sólo desde mediados del siglo XVIII la familia invadió la vida cotidiana de sus miembros hasta el punto de convertir la existencia cotidiana de las personas en un terreno ocupado casi enteramente por la familia: el territorio, realmente, del crimen más violento de nuestra sociedad incluido el homicidio (disfrazado con frecuencia de «bebés golpeados»). Todos los homicidios son homicidios familiares o de situaciones que son réplicas de la familia.
La forma familiar de existencia social que caracteriza todas nuestras instituciones destruye esencialmente la iniciativa autónoma al definir el no-reconocimiento de lo que hemos llamado la correcta dialéctica de la soledad y de estar con los otros. La familia en los dos últimos siglos ha hecho de intermediaría de una invasión en la vida de los individuos, que es esencial para la continuidad del capitalismo imperializante. Por definición, la familia nunca nos puede dejar solos ya que es la hipóstasis de los medios de comunicación sociales en su perfección suprema. La familia es el aparato de televisión lleno de efectos cromáticos, táctiles, gustativos y olfativos que han enseñado a no apagarse. Ninguna droga psicodélica será capaz de encendernos si antes no damos la vuelta a los botones que apagan el aparato de televisión familiar. El apagado se debe llevar a cabo como una evacuación o al menos una neutralización parcial de las presencias familiares y de los modos familiares de funcionamiento (incluso más importantes que los «objetos» familiares internalizados) que viven en nuestra cabeza. La familia es un sistema que permanentemente colocamos sobre todos los demás con una violencia desconocedora que invita a su desconocedora violación de la fuente de violencia desconocedora, que es donde entramos.
Éste es el momento de describir nuestra última Voluntad y Testamento y tan sólo hay una cláusula esencial y urgente. No hay que dejar nada a la familia. Madres, padres, hermanos, hijos, esposos: todos nos han precedido en la muerte. No están allí como gente a la que debemos dejar algo nuestro o para hacerles sitio en nosotros mismos. La sangre de la consanguinidad ya se ha ido por las alcantarillas de las calles de las familias suburbanas.
La edad de los parientes se ha terminado porque lo relativo
[5]
invade el centro absoluto de nosotros mismos, a menos que se cumpla este Testamento.
Vamos a confiar en que al final de nuestras vidas nos encontremos con un amor inmenso aunque golpeado para dejar y también con una desesperación finalmente vencida. Y luego leguémoslas a los hombres, a las mujeres y a los niños.
Yo lo haré así.
Probablemente hay seis u ocho maneras de castrar a un hombre, pero las dos primeras maneras, que prescinden del cuchillo de trinchar, probablemente son las más importantes. Puede usted quitarle la verga al hombre o separar al hombre de su verga.
De Ana.
Tiz, una psicóloga, me habló de un niño, encerrado en una prisión psiquiátrica, que había cortado la cabeza de su madre para asarla después. Mi reflexión sobre este relato fue que el chico quizá tuviera hambre.
Billie, de ocho años, después de una visita a sus abuelos en Nueva York, me dijo: «Me están torturando con comida».
¿Por qué no añadir un año a nuestra vida en el aniversario de nuestro nacimiento y celebrar el estado de cosas que había un año antes de nuestro nacimiento? En aquella época había dos clases de sustancias químicas en cada uno de los cuerpos de nuestros padres: un pequeño óvulo en formación en los ovarios de nuestra madre, un pequeño espermatozoide informe en los testículos del padre. Si, luego, sentimos esa escisión química lo suficiente, podemos —o no podemos, por supuesto— mirar hacia adelante para prever el inminente matrimonio químico porque seguro que es la única clase de matrimonio que se da en el mundo; un acontecimiento que nos muestra a su verdadera luz la atemorizada compulsividad social del matrimonio en el sentido comúnmente aceptado.
Ciertamente tenemos que tomar una decisión con respecto a los límites de la comprensión posible de la conducta social de las personas lograda a través del «psicoanálisis» y la «psicoterapia analítica». La inteligibilidad de la conducta humana se puede ampliar con la consideración «existencial» de la posibilidad de trascender todo el condicionamiento microsocial por ciertos actos críticos de decisión, que nos llevan a nuevas zonas de condicionamiento, las cuales de nuevo pueden ser rechazadas con una elección radical.
Más allá de eso nos precipitamos en regiones de misterio que deben ser aprehendidas, es decir, conscientemente captadas y retenidas, porque no se las puede ver a la luz peculiar de la oscuridad de un cierto tipo de visión que cruza, con un guantelete de hierro, las espadas de mistificación hábilmente dispuestas que consisten en una multiplicidad de juegos defensivamente autocegadores que se desarrollan entre ciertas personas que, de diversas maneras, están personal y directamente comprometidas entre sí. La mistificación es un modo mutuamente elegido y engendrado de no-ver que se define a sí mismo como un plan social, que es una pila coordinada (que rehúsa la síntesis) de estrategias y tácticas que llevan a una destrucción de la visión, que para mí significa la conjunción de luz y oscuridad en una totalidad social dada. Ese todo social puede estar formado por los mendigos de Calcuta que realmente viven y no se encuentran bien en los «ghettos» blancos de Nueva York y Chicago y en las comunas de San Francisco y Notting Hill Gate, y puede estar formado por el pueblo del Sudeste asiático, de Sudáfrica y de Angola, violado genocídicamente, como sabemos, que vive cómodamente y vota todavía convencido a sus asesinos para llevarlos hasta una semejanza globalmente destructiva de poder en las mejores zonas de Greenwich Village, Neuilly-sur-Seine y Welwyn Garden City. O puede estar formada por cualquier familia o amistad u organización de retículas de individuos que conozca usted personalmente o que pueda imaginar.
Esta llegada al mundo, a través de cualquier persona, del misterio desmitificado es revolucionaria en el momento en que procede a su deformación institucional en un oscilante sistema de suicidio o asesinato.
Una vez había un muchacho que durante toda su infancia hasta los nueve años había deseado que su padre lo castigara. Un día, al fin, el padre alzó su mano para golpearle en el reverso.
[1]
Pero al hacerlo dio un revés en la cara de su mirona esposa.
Heidi, de cuatro años, después de que le enseñé el lenguaje de los árboles, la manera de estrecharles debidamente la mano y de oír luego sus diferenciadas respuestas, cómo escuchar al árbol decir «hola» y cómo superar el silencioso rechazo de otros, dijo: «Me parece que estás como una cabra».
DAVID COOPER, (Ciudad del Cabo, 1931 - París, 1986) fue un psiquiatra sudafricano, teórico y líder de la antipsiquiatría junto con R. D. Laing, Thomas Szasz y Michel Foucault. Acuñó el término "antipsiquiatría", situándose en contra de los métodos ortodoxos de la psiquiatría de su tiempo.
Se graduó en la Universidad de Ciudad del Cabo en 1955. Se trasladó a Londres, donde trabajó en varios hospitales, dirigió una unidad especial para jóvenes esquizofrénicos llamada Villa 21. Con Laing y otros colaboradores, fundó la Asociación Filadelfia basada en un marxismo existencialista. Dejó la asociación en los setenta cuando sus inquietudes espirituales empezaron a desplazar las políticas. Fue director del Instituto de Estudios Fenomenológicos, y coordinador del congreso de la Dialéctica de la Liberación, celebrado en Londres, en el Roundhouse de Chalk Farm desde el 15 al 30 de julio de 1967. Cooper exponía que la locura y la psicosis eran un producto de la sociedad, y que su verdadera solución pasaba por una revolución. Con este fin viajó a Argentina, país que él veía como potencialmente revolucionario. Más tarde volvió a Inglaterra por un tiempo, y después se afincó en Francia, donde pasó el resto de su vida.