La Muerte de Artemio Cruz (4 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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1919: 20 de mayo

Él contó la historia de los últimos momentos de Gonzalo Bernal en la prisión de Perales y ello le abrió las puertas de esta casa.

—Fue siempre tan puro —dijo don Gamaliel Bernal, el padre—; siempre pensó que la acción contamina y nos obliga a traicionarnos, cuando no la preside el pensamiento claro. Creo que por eso se separó de la casa. Bueno, lo creo en parte, porque ese vendaval nos arrastró a todos, incluso a los que no nos movimos de nuestro sitio. No, lo que quiero explicar es que para mi hijo el deber consistió en acercarse para explicar, para ofrecer ideas coherentes, sí, creo que para impedir que como todas las causas, ésta no soportase la prueba de la acción. No sé, su pensamiento era muy complicado. Él predicaba la tolerancia. Me da gusto saber que murió con valentía. Me da gusto verlo a usted aquí.

No había llegado de buenas a primeras a visitar al viejo. Antes, recorrió ciertos lugares de Puebla, habló con ciertas gentes, averiguó lo que era preciso averiguar. Por eso, ahora escuchaba sin mover un músculo del rostro los desvaídos argumentos del viejo mientras éste recargaba el cráneo blanco contra el respaldo de cuero bruñido, dando el perfil a la luz amarillenta que granulaba el polvo espeso de esta biblioteca encerrada, donde los altos estantes requerían que una escalerilla corriese sobre ruedas, rayando el piso pintado de ocre, para alcanzar los anchos y largos volúmenes empastados, obras francesas e inglesas de geografía, bellas artes, ciencias naturales, cuya lectura, a menudo, exigía el uso de la lupa que don Gamaliel detenía, inmóvil, entre sus viejas manos sedosas, sin advertir que la luz oblicua atravesaba el cristal y se concentraba, encendida, en un doblez del pantalón a rayas, cuidadosamente planchado: él sí lo observó. Un silencio incómodo los separaba.

—Discúlpeme; ¿puedo ofrecerle algo?

Mejor: quédese a cenar con nosotros.

Abrió las manos en signo de invitación y placer y la lupa cayó sobre el regazo de ese hombre delgado, de carnes estiradas sobre los huesos endurecidos, de brillantes floraciones de cana amarilla en el cráneo, las quijadas, los labios.

—No me asustan los tiempos que corren

—había dicho antes, con la voz siempre exacta y cortés, modulada dentro de esos tonos, plana fuera de ellos—; ¿de qué serviría mi educación —hizo un gesto con la lupa hacia los estantes cargados de libros— si no me permitiera comprender la inevitabilidad de los cambios? Las cosas mudan de apariencia, querámoslo o no; ¿para qué empecinarnos en no verlas, en suspirar por el pasado? ¡Cuánto menos fatigoso es aceptar lo imprevisto! ¿O no lo llamaríamos así? Usted, señor… perdón, olvido su grado… sí, teniente coronel, teniente coronel… digo, desconozco sus orígenes, su vocación… le aprecio porque compartió las últimas horas de mi hijo… entonces: usted, que actuó, ¿pudo preverlo todo? Yo no actué y tampoco pude. Quizá tanto nuestra actividad como nuestra pasividad se identifiquen en eso en que ambas son bastante ciegas e impotentes. Aunque alguna diferencia debe haber… ¿no cree usted? En fin…

Él no perdía de vista los ojos ambarinos del anciano, demasiado resueltos a crear un ambiente de cordialidad, demasiado seguros detrás de la máscara de dulzura paternal. Quizá esos movimientos señoriales de las manos, esa nobleza fija del perfil y del mentón barbado, esa inclinación atenta de la cabeza, eran naturales. Él pensó que, no obstante, aun la naturalidad puede fingirse; a veces, la máscara disimula demasiado bien los gestos de un rostro que no existe fuera o debajo de ella. y la máscara de don Gamaliel se parecía tanto a su verdadero rostro, que inquietaba pensar en la línea divisoria, en la sombra impalpable que podría separarlos: lo pensó y también que algún día podría decírselo al viejo sin tapujos.

Sonaron a un tiempo todos los relojes de la casa y el viejo se incorporó a encender la lámpara de acetileno posada sobre el escritorio de cortina. Lentamente, levantó la cortina y manoseó algunos papeles. Tomó uno entre las manos y dio media vuelta hacia la butaca del recién llegado. Sonrió, frunció el ceño y volvió a sonreír mientras depositaba ese papel encima de los demás. Se llevó, con gracia, el dedo Índice a la oreja: un perro ladraba y arañaba con las patas al otro lado de la puerta.

Él aprovechó que el viejo le daba la espalda para descargar la interrogación oculta. Ni un sólo rasgo del señor Bernal rompía la armónica nobleza del conjunto: visto de espaldas, caminaba con elegancia y rectitud: el pelo blanco, un poco suelto, coronaba al anciano que se dirigía a la puerta. Era inquietante —se inquietó al pensarlo otra vez—; era demasiado perfecto. Posiblemente, su cortesía no era sino la compañera natural de su ingenuidad. El pensamiento le molestó: el viejo caminaba con pasos lentos hacia la puerta, el perro ladraba: la lucha sería demasiado fácil, carecería de sabor. ¿Pero si, en cambio, la amabilidad disfrazaba la astucia del viejo?

Cuando el vaivén erguido de la levita se detuvo y la mano blanca acarició la perrilla de cobre de la puerta, don Gamaliello miró sobre el hombro, con esos ojos ambarinos, y con la mano libre se acarició la barba. La mirada parecía comprender los pensamientos del desconocido y la sonrisa, ligeramente torcida, imitaba la de un prestidigitador a punto de descubrir la suerte inesperada. Si en el gesto del viejo el desconocido pudo entender y aceptar una invitación a la complicidad silenciosa, el movimiento de don Gamaliel fue tan elegante, tan solapado, que no le dio al cómplice la oportunidad de devolver la mirada y sellar el pacto tácito.

La noche había caído y la luz incierta de la lámpara destacaba, apenas, los lomos dorados de los libros y las grecas de plata en el papel tapiz que cubría los muros de la biblioteca. Al abrirse la puerta, él recordó el largo chorizo de salas que se sucedían desde el zaguán principal de la vieja casa poblana hasta la biblioteca, abriéndose, pieza tras pieza, sobre el patio de esmaltes y azulejos. El mastín saltó con alegría y lamió la mano del amo. Detrás del perro, apareció la muchacha vestida de blanco, un blanco que contrastaba con la luz nocturna que se prolongaba detrás de ella.

Se detuvo un instante en el umbral, mientras el perro saltaba hacia el desconocido y le olfateaba pies y manos. El señor Bernal, riendo, lo tomó del collar de cuero rojo y murmuró alguna excusa. Él no la entendió. De pie, abotonándose el saco con los movimientos preci
sos
de la vida militar, alisándolo como si aún vistiera túnica de campaña, permaneció inmóvil ante la belleza de esa joven que no traspasaba el marco de la puerta.

—Mi hija Catalina.

No se movió. El pelo liso y castaño que caía-sobre el cuello largo, caliente —desde lejos pudo ver el lustre de la nuca—, los ojos a un tiempo duros y líquidos, con una mirada temblorosa, una doble burbuja de vidrio: amarillos como los del padre, pero más francos, menos acostumbrados a fingir con naturalidad, reproducidos en las otras dualidades de ese cuerpo esbelto y lleno, en los labios húmedos y entreabiertos, en los pechos altos y apretados: ojos, labios, senos duros y suaves, de una consistencia alternada entre el desamparo y el rencor. Mantenía las manos unidas frente al muslo y la estrecha cintura, al caminar, puso en vuelo la gasa blanca del traje abotonado por detrás, amplio en torno a las caderas firmes, detenido cerca del tobillo delgado. Avanzó hacia él una carne de oro pálido, que ya en la frente y las mejillas revelaba el claroscuro desvanecido de todo el cuerpo, y le tendió la mano en cuyo contacto él buscó, sin encontrarla, la humedad, la emoción delatada.

—Estuvo con tu hermano durante sus últimas horas; te hablé de él.

—Usted tuvo suerte, señor.

—Me habló de ustedes, me pidió que viniera a verlos. Se portó como un valiente, hasta el fin.

—No era valiente. Amaba demasiado todo… esto.

Ella se tocó el pecho y en seguida separó la mano para fingir una parábola en el aire. —Idealista, sí, muy idealista —murmuró el viejo y suspiró—. El señor cenará con nosotros.

La muchacha tomó el brazo de su padre, y él, con el mastín al lado, los siguió a lo largo de los cuartos estrechos y húmedos, recargados con jarrones de porcelana y taburetes, relojes y vitrinas, muebles patinados y cuadros religiosos de escaso valor y amplias proporciones: las patas doradas de las sillas y de las mesitas reposaban sobre el mismo piso de madera pintada, sin tapetes, y las lámparas permanecían apagadas. Sólo en el comedor una gran araña de vidrio cortado iluminaba el pesado mobiliario de caoba y la tela cuarteada de un bodegón donde brillaban los barros y las frutas incendiadas del trópico. Don Gamaliel, con la servilleta, espantó los mosquitos que volaban alrededor del frutero real, menos abundante que el pintado. Con un gesto, lo invitó a tomar asiento.

Frente a ella, pudo, al fin, fijar la mirada en los ojos inmóviles de la muchacha. ¿Conocía el motivo de la vista? ¿Adivinaba en los ojos del hombre ese sentimiento de triunfo, colmado por la presencia física de la mujer? ¿Distinguía la leve sonrisa de la suerte y la seguridad? ¿Sentía la afirmación posesiva apenas disimulada? Los ojos de ella sólo le devolvían ese extraño mensaje de dura fatalidad, como si se mostrara dispuesta a aceptarlo todo y, sin embargo, a convertir su resignación en la oportunidad del propio triunfo sobre el hombre que de esa manera silenciosa y sonriente empezaba a hacerla suya.

Ella se extrañó de la fortaleza con que sucumbía, del poder de su debilidad. Levantó la mirada para observar, impúdicamente, los rasgos fuertes del desconocido. No pudo evitar el encuentro con los ojos verdes. Guapo no, hermoso no era. Pero esa piel oliva del rostro, desparramada por el cuerpo con la misma fuerza linear, sinuosa, de los labios gruesos y los nervios saltones de las sienes, prometía un tacto deseable por desconocido. Debajo de la mesa, él alargó el pie hasta tocar la punta de la zapatilla femenina. La muchacha bajó los párpados y miró de reojo al padre; retiró el pie. El anfitrión perfecto sonreía con la benevolencia de siempre; jugueteaba con una copa entre los dedos.

La entrada de la vieja criada indígena con la cazuela de arroz rompió el silencio y don Gamaliel hizo notar que la temporada de secas terminaba un poco tarde este año; por fortuna, las masas de nubes se apretaban ya en torno de las montañas y las cosechas serían buenas: no tanto como el año pasado, pero buenas. Era curioso —dijo— cómo esta vieja casa conservaba siempre la humedad, esa humedad que manchaba los rincones sombreados y daba vida al helecho y al colorín del patio. Era, acaso, un símbolo propicio para una familia que creció y prosperó gracias a los frutos de la tierra: arraigada en el Valle de Puebla —comía el arroz, lo recogía en el tenedor con precisión— desde principios del siglo XIX y más fuerte, sí, que todas las contingencias absurdas de un país incapaz de tranquilidad, enamorado de la convulsión.

—A veces, me parece que la falta de sangre y de muerte nos desespera. Es como si sólo nos sintiéramos vivos, rodeados de destrucción y fusilamientos —continuó con su voz cordial el viejo—. Pero nosotros seguiremos, seguiremos siempre, porque hemos aprendido a sobrevivir, siempre…

Tomó la copa del invitado y la llenó de vino espeso.

—Pero hay que pagar un precio para sobrevivir —dijo el huésped con sequedad. —Siempre se puede negociar el precio más conveniente…

Al llenar la copa de su hija, don Gamaliel le acarició la mano. —Todo consiste —prosiguió— en la finura con que se hace. No hay necesidad de alarmar a nadie, de herir susceptibilidades… El honor debe quedar intacto.

Él volvió a buscar el pie de la muchacha.

Esta vez, ella no lo retiró del contacto. Levantó la copa y miró al desconocido sin sonrojarse ..

—Hay que saber distinguir las cosas —murmuró el viejo al secarse los labios con la servilleta—. Los negocios, por ejemplo, son una cosa, y otra cosa es la religión.

—¿Lo ve tan piadoso, comulgando todos los días con su hijita? Pues ahí donde lo ve, todo lo que tiene se lo robó a los curas, allá cuando Juárez puso a remate los bienes del clero y cualquier comerciante con tantito ahorrado pudo hacerse de un terrenal inmenso…

Pasó seis días en Puebla antes de presentarse a la casa de don Gamaliel Bernal. La tropa fue dispersada por el presidente Carranza y entonces él recordó su conversación con Gonzalo Bernal en Perales y tomó el camino de Puebla: cuestión de puro instinto, pero también seguridad de que en el mundo destruido y confuso que dejaba la Revolución, saber esto —un apellido, una dirección, una ciudad— era saber mucho. La ironía de ser él quien regresaba a Puebla, y no el fusilado Bernal, le divertía. Era, en cierto modo, una mascarada, una sustitución, una broma que podía jugarse con la mayor seriedad; pero también era un certificado de vida, de la capacidad para sobrevivir y fortalecer el propio destino con los ajenos. Cuando entró a Puebla, cuando distinguió desde el camino de Cholula los hongos rojos y amarillos de las cúpulas derramadas sobre el valle, sintió que entraba duplicado, con la vida de Gonzalo Bernal añadida a la suya, con el destino del muerto sumado al suyo: como si Bernal, al morir, hubiese delegado las posibilidades de su vida incumplida en la de él. Quizá las muertes ajenas son las que alargan nuestra vida, pensó. Pero no venía a Puebla a pensar.

—Este año ni semillas ha podido comprar. Se le han ido acumulando las deudas, con eso de que el año pasado los campesinos se le pusieron revoltosos y se fueron a sembrar a las tierras ociosas. Le alegaron que si no les regalaba las tierras que no se trabajaban, ellos no volverían a sembrar en lo cultivado. y él, por puro orgullo, se negó y se quedó sin cosecha. Antes, los rurales hubieran metido al orden a los revoltosos, pero ahora… ya canta otro gallo.

—y no sólo eso. También los deudores se le alebrestaron; ya no quieren pagarle más. Dicen que con los intereses que ha cobrado ya está pagado de sobra. ¿Ve usted, mi coronel? Todos tienen tanta fe en que ahora las cosas cambiarán.

—Ah, pero el viejo ahí sigue igual de taimado, sin dar su brazo a torcer. Prefiere morirse a renunciar, lo que sea de cada quien.

Perdió en el último tiro del cubilete y se encogió de hombros. Hizo una seña al cantinero para que sirviera más copas y todos le agradecieron el gesto.

—¿Quién está endeudado con este don Gamaliel?

—Pues… ¿quién no está?, diría yo.

—¿Tiene algún amigo muy cercano, algún confidente?

—Pues cómo no, el padre Páez, aquí a la vuelta.

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