—¿Sí?
— Sí, sí. Debí haberte comprado el sofá.
Ahora que estoy instalando la nueva casa me di cuenta. ¿Recuerdas el sofá, ese sofá con los brocados de punto? Fíjate que le iría muy bien al vestíbulo, porque compré unos gobelinos, unos gobelinos para— adornar el vestíbulo y creo que lo único que le va es tu sofá de bordados…
—Quién sabe .. Puede que sean demasiado bordados.
— No; no, no. Es que mis gobelinos son de tono oscuro y tu sofá de tono claro, de manera que hay un bonito contraste.
—Pero sabes que ese sofá lo instalé aquí, en el apartamento.
— Ay, no seas así. A ti te sobran muebles. ¿No me contaste que habías metido más de la mitad en una bodega? Sí, me lo contaste, ¿verdad?
—Sí. Pero es que he arreglado la sala de tal manera que…
— Entonces piénsalo. ¿Cuándo vienes a verla casa?
—Cuando gustes.
— No, no así, tan indefinido. Escoge una fecha y tomamos el té juntas y platicamos.
—¿El viernes?
— No, el viernes no puedo, pero el jueves sí.
—Entonces el jueves.
— Pero te digo que sin tu mueble se echa a perder el vestíbulo, casi preferiría no tener vestíbulo, ¿ves?, se echaría a perder. Un apartamento se arregla fácil. Ya verás.
—Entonces el jueves.
— y vi a tu marido pasar por la calle. Me saludó muy atento. Laura, es un pecado, un pecado que se vayan a divorciar. Lo encontré guapísimo. Se ve que le haces falta. ¿Por qué, Laura, por qué?
—Eso ya pasó.
— Entonces el jueves. Las dos solitas, para platicar a gusto.
—Sí, Catalina. Hasta el jueves.
— Adiós.
La invitó a bailar y atravesaron los salones de palmeras en maceta del Hotel Plaza y se dirigieron al salón y él la tomó en sus brazos y ella acarició los dedos largos del hombre, tocó el calor de la palma de la mano, reclinó la cabeza contra el hombro de su compañero, la apartó, lo miró fijamente, como él la miraba a ella: mirándose, mirándose, verdes los ojos, grises los de ella, mirándose, solos en el salón de baile con esa orquesta que tocaba un
blues
muy lento, mirándose, con los dedos, el talle abrazado, girando lentamente, esa falda de holanes, esa falda…
Ella colgó y lo miró a él y esperó. Caminó hacia el sofá de bordados y lo acarició y volvió a mirar al hombre.
—¿Quieres prender la luz? Ésa que está a tu lado. Gracias.
—Ella no sabe nada.
Laura se apartó del sofá y lo miró.
—No, es demasiada luz. Es que todavía no sé distribuirlas bien. No es lo mismo iluminar una casa grande que esto…
Se sintió cansada, se sentó sobre el sofá, tomó un pequeño libro, encuadernado en cuero, de la mesa lateral y lo hojeó. Hizo a un lado la melena rubia que le cubría la mitad del rostro, buscó la luz de la lámpara y murmuró en voz baja lo que leía, con las cejas altas y una tenue resignación en los labios. Leyó y cerró el libro y dijo: —Calderón de la Barca, y repitió de memoria, mirando al hombre: —¿No ha de haber placer un día? Dios, di, para qué crió flores, si no ha de gozar el olfato del blando olor de sus fragantes aromas…
Se alargó sobre el sofá, tapándose los ojos con las manos, repitiendo con una voz precisa, cansada, una voz que no quería escucharse o ser escuchada: —… ¿si el oído no ha de oírlas?… ¿si no han de verlo los ojos? .. y sintió la mano de él sobre su cuello, tocando las perlas vivas, en contacto con la piel del pecho.
—Yo no te obligué…
—No, tú no tienes nada que ver. Eso venía desde atrás.
—¿Por qué pasó?
—Oh, quizá porque tengo una idea demasiado presuntuosa de mí misma… porque creo tener derecho a otro trato… a no ser un objeto sino una persona…
—¿Y conmigo?
—No sé. No sé. Tengo treinta y cinco años. Cuesta empezar de nuevo, a menos que alguien nos dé la mano… Hablamos aquella noche, ¿recuerdas?
—En Nueva York.
—Sí. Dijimos que debíamos conocernos…
—… que era más peligroso cerrar las puertas que abrirlas… ¿No me conoces ya? —Nunca dices nada. Nunca me pides nada.
—Eso debía hacer, ¿verdad? ¿Por qué?
—No sé…
—No sabes. Sólo si te deletreo sabrías…
—Quizá.
—Yo te quiero. Tú me has dicho que me quieres. No, no quieres comprender… Dame un cigarrillo.
Sacó la cajetilla de la bolsa del saco. Escogió un fósforo, lo encendió mientras ella tomaba el cigarrillo y sentía el papel¡ entre los labios, lo humedecía, apartaba la costra arrancada, pegada al labio, con dos dedos y la hacía circular entre los dos dedos, la arrojaba livianamente y esperaba. y él la miraba.
—Ahora quizá reanude mis clases. A los quince años quería pintar. Después lo olvidé.
—¿No vamos a salir?
Ella se quitó los zapatos, acomodó la cabeza en un cojín, espiró hacia el techo las volutas de humo.
—No, ya no vamos a salir.
—¿Quieres otro escocés?
—Sí, dame otro.
Él tomó de la mesa el vaso vacío, miró la mancha de pintura labial en los bordes, escuchó la sonaja del cubo de hielo agitado contra el cristal, caminó hacia la mesa baja, volvió a medir el whisky, tomó otro cubo de hielo con las tenazas de plata…
—Sin agua, por favor.
Ella le preguntó si no le inquietaba saber hacia dónde miraba, a quién o qué cosa miraba la muchacha que está de pie sobre el columpio, vestida de blanco —de blanco y sombra con los moños azules a lo largo del vestido; le dijo que algo quedaba siempre fuera del cuadro, porque el mundo representado por el cuadro debía alargarse, extenderse más allá y estar lleno de otros colores, otras presencias, otras solicitudes, gracias a las cuales el cuadro se componía y era. Salieron al sol de septiembre. Caminaron, riendo, bajo las arcadas de la Rue de Rivoli y ella le dijo que debía conocer la Place des Vosges, que era quizá la más hermosa. Detuvieron un taxi. Él extendió sobre las rodillas el mapa del metropolitano y ella fue siguiendo con un dedo la línea roja, la línea verde, tomada de su brazo, con el aliento muy cerca del suyo, diciendo que esos nombres le encantaban, no se cansaba de repetirlos, Richard Lenoir, Ledru-Rollin, Filles du Calvaire…
Le entregó el vaso y volvió a hacer girar el globo de los cielos, a leer los nombres
lupus, crater, sagittarius, piscis, horologium, argo navis, libra, serpens.
Lo hizo girar, dejando que su dedo rozara la esfera, tocara las frías, lejanas estrellas.
—¿Qué haces?
—Miro el mundo este.
—¡Ah!
Se hincó y le besó el pelo suelto; ella asintió con la cabeza, sonrió.
—Tu mujer quiere este sofá.
—Ya oí.
—¿Qué me recomiendas? ¿Debo ser generosa?
—Como quieras.
—¿O indiferente? ¿Olvidar que me habló?
Prefiero ser indiferente. La generosidad es como un insulto feo y sin chiste a veces, ¿no crees?
—No te entiendo.
—Pon un poco de música.
—¿Cuál quieres ahora?
—El mismo. Pon el mismo, por favor. Leyó los números de las cuatro caras. Las ordenó, apretó el botón, dejó que cayera el disco, que cayera con su bofetada seca sobre el platillo de gamuza. Olió esa mezcla de cera y tubos calientes y madera pulida y volvió a escuchar las alas del clavicordio, la caída suave hacia la alegría, la renuncia del clavicordio, renuncia al aire, para tocar con los violines la tierra firme, el sostén, las espaldas del gigante.
—¿Así está bien de volumen?
—Un poco más alto. Artemio…
—¿Sí?
—Ya no puedo más, mi amor. Tienes que escoger.
—Ten paciencia, Laura. Date cuenta…
—¿De qué?
—No me obligues.
—¿De qué? ¿Me tienes miedo?
—¿No estamos bien así? ¿Hace falta algo?
—Quién sabe. Puede que no haga falta nada.
—Note oigo bien.
—No, no bajes el volumen. Escúchame a pesar de la música. Me estoy cansando.
—No te engañé. No te obligué.
—No te transformé, que es distinto. No estás dispuesto.
—Te quiero así, como hemos sido hasta ahora.
—Como el primer día.
—Sí, así.
—Ya no es el primer día. Ahora me conoces. Dime.
—Date cuenta, Laura, por favor. Esas cosas dañan. Hay que saber cuidar…
—¿Las apariencias? ¿O el miedo? Si no pasará nada, ten la seguridad de que no pasará nada.
—Debíamos salir.
—Ya no. No, ya no. Ponlo más alto.
Los violines chocaron contra los cristales: la alegría, la renuncia. La alegría de esa mueca forzada debajo de los ojos claros y brillantes. Él tomó el sombrero de una silla. Caminó hacia la puerta del apartamento. Se detuvo con la mano sobre la perilla. Miró hacia atrás. Laura acurrucada, con los cojines entre los brazos, de espaldas a él. Salió. Cerró la puerta con cuidado,
Yo despierto otra vez, pero esta vez con un grito: alguien me ha clavado un puñal largo y frío en el estómago; alguien desde fuera: yo no puedo atentar contra mi propia vida de esta manera: hay alguien, hay otro que me ha clavado un acero en las entrañas: alargo los brazos, hago un esfuerzo para levantarme y ya están allí las manos, los brazos ajenos sujetándome, pidiendo calma, diciendo que debo permanecer quieto y un dedo marca de prisa los números en el teléfono, se equivoca, vuelve a probar, vuelve a equivocarse, por fin logra la comunicación, llama al doctor, pronto, de prisa, porque quisiera levantarme y disfrazar el dolor con el movimiento y ellos no me dejan —¿quiénes serán? ¿quiénes serán?— y las contracciones ascienden, las imagino como los anillos de una serpiente, ascienden hacia el pecho, hacia la garganta, y me llenan la lengua, la boca, de ese pasto molido, amargo, de alguna vieja comida que ya olvidé y que ahora vomito, boca abajo, buscando en vano una porcelana y no ese tapete manchado por el líquido hediondo y grueso de mi estómago: no se detiene, me rasga el pecho, es tan amargo y me da risa en la garganta, me hace unas cosquillas espantosas: sigue, no se detiene, es una vieja digestión con sangre, vomitada sobre la alfombra de la recámara y no necesito verme para sentir la palidez del rostro, la lividez de los labios, el ritmo acelerado del corazón mientras el pulso desaparece de la muñeca: me han clavado un puñal en el ombligo, el mismo ombligo que me nutrió de vida una vez, una vez y no puedo creer lo que los dedos me dicen cuando toco ese vientre pegado a mi cuerpo pero que no es mi vientre: inflado, hinchado, abultado por esos gases que siento circular y que no puedo arrojar, por más que puje: esos pedos que suben hasta la garganta y vuelven a descender al vientre, a los intestinos, sin que pueda arrojarlos: pero sí puedo aspirar mi propio aliento fétido, ahora que logro recostarme y sentir que a mi lado limpian apresuradamente el tapete: huelo el agua enjabonada, el trapo mojado que trata de vencer ese olor de vómito: quiero levantarme; si camino por el cuarto el dolor se irá, yo sé que se irá:
—Abran la ventana.
—Si hasta lo que quiso lo destruyó, mamá, tú lo sabes.
—No hables. Por Dios, ya no hables.
—¿No mató a Lorenzo, no… ?
—¡Cállate, Teresa! Te prohíbo que sigas hablando. Me estás hiriendo.
¿Eh, Lorenzo? No importa. No me importa. Que digan todo. Sé desde hace mucho lo que dicen sin atreverse a decírmelo. Que lo digan ahora. Que se aprovechen. Yo me impuse. Ellos no entendieron. Ellos me miran como estatuas mientras el sacerdote me unta el óleo en los párpados, las orejas, los labios, los pies y las manos, entre las piernas, cerca del sexo. Enchufa la grabadora, Padilla.
—Cruzamos el río…
Y me detiene ella, Teresa, y esta vez sí veo el miedo en sus ojos, el pánico en la mueca despintada de los labios, y en los brazos de Catalina un peso insoportable de palabras jamás pronunciadas y que yo le impido pronunciar: logran recostarme: no puedo, no puedo, el dolor me dobla la cintura, tengo que tocarme las puntas de los pies con las puntas de las manos para saber que los pies están allí y no han desaparecido, helados, muertos ya, aaaaah-aaay, muertos ya y sólo ahora me doy cuenta de que siempre, toda la vida, había un movimiento imperceptible en los intestinos, todo el tiempo, un movimiento que sólo ahora reconozco porque de repente no lo siento: se ha detenido, era un movimiento de ondas que me acompañó toda la vida, y ahora no lo siento, no lo siento, pero miro mis uñas cuando alargo las manos para tocar los pies helados que ya no siento, miro mis nuevas uñas azules, negruzcas, estrenadas para morir, aaaah-aaay, no ya pasará, no quiero esa piel azul, esa piel pintada de sangre muerta, no, no no la quiero, azul otra cosa, azul el cielo, azul los recuerdos, azul los caballos que cruzan los ríos, azul los caballos lustrosos y verde el mar, azul las flores, azul yo no, no, no, no, aaaaa-aaaay, y tengo que caer de espaldas porque no sé a dónde dirigirme, cómo moverme, no sé a dónde dirigir los brazos y las piernas que no siento, no sé para dónde mirar, ya no quiero levantarme porque no sé hacia dónde ir, sólo tengo ese dolor en el ombligo, ese dolor en el vientre, ese dolor junto a las costillas, ese dolor del recto mientras pujo inútilmente, pujo rasgándome, pujo con las piernas abiertas y ya no huelo nada, pero escucho los llantos de Teresa y siento la mano de Catalina sobre mi espalda.
No sé, no entiendo por qué, sentada a mi lado, compartes al fin este recuerdo conmigo y esta vez sin reproche en tu mirada; Ah, si entendiera. Si entendiéramos. Quizá hay otra membrana detrás de los ojos abiertos y sólo ahora vamos a romperla, a ver. Puede salir del cuerpo tanto como el propio cuerpo puede recibir de la mirada, de la caricia ajenas. Me tocas. Me tocas la mano y siento la tuya sin sentir la mía. Me toca. Catalina me acaricia la mano. Será amor. Me pregunto. No entiendo. ¿Será amor? Estábamos tan acostumbrados. A que si yo ofrecía amor, ella devolviese reproche; a que si ella ofrecía amor, yo devolviese orgullo: quizá dos mitades y un solo sentimiento, quizá. Me toca. Quiere recordar conmigo eso, sólo eso; comprenderlo.
—¿Por qué?
—Cruzamos el río a caballo…
Yo sobreviví. Regina. ¿Cómo te llamabas?
No. Tú Regina. ¿Cómo te llamabas tú, soldado sin nombre? Sobreviví. Ustedes murieron. Yo sobreviví.
—Acércate, hijita… que te reconozca… dile tu nombre… .
Pero escucho los llantos de Teresa y siento la mano de Catalina sobre mi espalda y el paso rápido y rechinante de ese hombre que me palpa el estómago, me toma el pulso, me abre violentamente los párpados e inunda mis ojos de una luz falsa que se prende y apaga, se prende y apaga y vuelve a palparme el estómago, me introduce un dedo por el ano, me introduce el termómetro caliente y alcohólico en la boca y las demás voces se suspenden y el recién llegado dice algo a lo lejos, en el fondo de un túnel: