Authors: Anne Rice
¿Qué había visto al dejar la taza en la mesa? ¿Se había movido la momia a la luz del sol?
Imposible. Súbitamente un ardor insoportable en la garganta borró cualquier otra sensación.
Era como si su garganta se estuviera cerrando. No podía respirar ni hablar.
Intentó levantarse. Miró a Henry, y de repente le llegó el olor de la taza, que todavía sostenía con mano temblorosa: almendras amargas. Era el veneno. La taza resbaló de su mano; oyó lejanamente el golpe de la porcelana contra el suelo de piedra.
—¡Por el amor de Dios! ¡Canalla...! —Sintió que caía con las manos extendidas hacia su sobrino, pálido y sombrío, que lo miraba con indiferencia como si aquello no estuviera sucediendo, como si no estuviera muriéndose.
Su cuerpo se convulsionó y se retorció violentamente; lo último que vio mientras caía fue a la momia, iluminada por el sol; lo último que sintió fue el suelo arenoso bajo su rostro ardiendo.
Durante un momento que pareció interminable, Henry Stratford permaneció inmóvil. Miraba el cuerpo de su tío como si no comprendiera lo que veía. Aquello había sido obra de otra persona. Era otro el que había roto la gruesa membrana de frustración y había puesto en marcha aquel horrendo plan. No había sido él el que había introducido la cucharilla de plata en la redoma de veneno y lo había vertido en el café de Lawrence.
Nada se movía bajo la luz polvorienta del sol. Las minúsculas partículas parecían suspendidas en el aire caliente. Sólo se oía un ligero ruido en la cámara; algo como el latido de un corazón.
Imaginaciones. Tenía que acabar con lo que había desencadenado. Tenía que hacer que sus manos dejaran de temblar; tenía que impedir que sus labios dejaran escapar el grito. Pero estaba allí, un grito que, una vez liberado, no acabaría nunca.
«Lo he matado. Lo he envenenado.
»Y el tremendo e inamovible obstáculo que entorpecía mi plan ha desaparecido.»
Se inclinó y buscó el pulso en su muñeca. Sí, estaba muerto. Henry se incorporó mientras luchaba contra una náusea incontenible y sacó varios papeles del maletín. Mojó en tinta la pluma de su tío y escribió el nombre de Lawrence Stratford pulcra y rápidamente, como había hecho otras veces en documentos de poca importancia.
Le temblaba la mano con violencia, pero así era mejor, ya que su tío tenía un temblor parecido. Y sobre los documentos las firmas parecían auténticas.
Dejó la pluma sobre el escritorio y cerró los ojos un momento, intentando tranquilizarse, intentando no pensar. Lo hecho, hecho estaba.
De repente los pensamientos más disparatados cruzaron su mente. ¿Cómo podía volverse atrás? No había sido más que un impulso. Podía hacer volver atrás el tiempo, y su tío estaría vivo. ¡Aquello no podía haber sucedido! Veneno..., café..., Lawrence muerto...
Y entonces un recuerdo acudió a su mente, un recuerdo, puro, tranquilo y agradable del día en que había nacido su prima Julie, veintiún años atrás: su tío y él sentados en el salón; su tío Lawrence, a quien amaba más que a su padre.
—Quiero que sepas que siempre serás mi sobrino, mi amado sobrino...
Dios santo, ¿estaba perdiendo la cabeza? Durante un momento ni siquiera supo dónde estaba. Podría haber jurado que había alguien con él en la sala. ¿Quién podía ser?
Aquel ser que reposaba en el sarcófago. «No lo mires: es un testigo. Tienes que acabar lo que tienes entre manos.
»Los papeles están firmados; las acciones pueden venderse; y ahora hay una poderosa razón para que Julie se case con ese estúpido de Alex Savarell. Y para que mi padre tome en sus manos las riendas de Stratford Shipping.
»Sí. Sí. ¿Pero ahora qué hay que hacer?» Volvió a mirar la mesa: todo estaba allí. Y
aquellas seis relucientes monedas de oro con la efigie de Cleopatra. Sí, coger una. La deslizó en su bolsillo con rapidez, sonrojándose un tanto. Sí, aquella moneda debía de valer una fortuna. Y podría ocultarla en una pitillera; era fácil de ocultar. Muy bien.
Tenía que salir de allí de inmediato. No, no estaba pensando fríamente. Su corazón latía desbocado. Llamar a Samir, aquello era lo lógico. Algo horrible le ha sucedido a Lawrence. ¡Un colapso, un ataque al corazón, quién sabe! Y esta celda es como un horno. Hay que llamar a un médico.
—¡Samir! —gritó, mientras miraba hacia la puerta como un actor aficionado en una escena de horror. Su mirada volvió a caer sobre aquel objeto sombrío y macabro envuelto en vendas de lino. ¿Estaba mirándole? ¿Tenía los ojos abiertos bajo los vendajes? ¡Absurdo! Y sin embargo la idea provocó en él un agudo pánico que dio la justa entonación a su segundo grito de auxilio.
El empleado estaba leyendo a escondidas la última edición del
London Herald,
que tenía doblado y oculto tras la oscura mesa lacada. La oficina estaba tranquila a causa de la reunión del consejo, y el único sonido que rompía el silencio era el distante teclear de una máquina de escribir en la oficina de al lado.
MAGNATE DE STRATFORD SHIPPING VÍCTIMA DE LA MALDICIÓN DE LA MOMIA:
«RAMSÉS EL MALDITO» ACABA CON QUIEN INTERRUMPE SU SUEÑO
La tragedia había inflamado la imaginación del público. Era imposible dar un paso sin ver una portada que no estuviera dedicada a lo mismo. Y los periódicos populares se habían cebado en la historia, publicando apresuradas ilustraciones de pirámides y camellos, de la momia en su sarcófago y el pobre señor Stratford muerto a sus pies.
El pobre señor Stratford, que había sido siempre un hombre intachable, recordado ahora por una muerte macabra y
t
sensacionalista.
Pero justo cuando parecía que el tema se agotaba, había recibido una nueva inyección de vitalidad:
LA HEREDERA DESAFÍA
A LA MALDICIÓN DE LA MOMIA:
«RAMSÉS EL MALDITO» VISITARÁ LONDRES
El empleado volvió la página en silencio y dobló de nuevo el periódico en cuatro. Era difícil creer que la señorita Stratford hiciera llevar a Londres todo el tesoro para exhibirlo en su casa de Mayfair. Pero, al fin y al cabo, aquello era lo que siempre había hecho su padre.
El empleado deseó que lo hubieran invitado a la recepción, pero sabía que no tenía la menor oportunidad, a pesar de que ya hacía treinta años que trabajaba para Stratford Shipping.
Un busto de Cleopatra, el único retrato auténtico conocido. Y monedas recién acuñadas con su efigie y nombre. ¡Ah, cómo le habría gustado poder ver aquel os tesoros en la biblioteca del señor Stratford! Pero tendría que esperar a que el Museo Británico reclamara la colección y la expusiera para disfrute de lores y plebeyos.
Y también había cosas que habría querido contarle a la señorita Stratford de haber tenido la oportunidad, cosas que quizás el señor Stratford hubiera querido que supiera.
Por ejemplo, que Henry Stratford no había aparecido por su despacho desde hacía ya un año, y sin embargo seguía cobrando un importante sueldo y beneficios; y que el señor Randolph le extendía cheques con cargo a los fondos de la compañía y amañaba los libros.
Pero quizás a la señorita no le importara todo aquello. El testamento la había convertido en única heredera de la compañía de su padre. Por ello estaba en aquel mismo momento en la sala de juntas con su flamante novio, Alex Savarell, vizconde de Summerfield.
Randolph no podía soportar verla llorar así. Era monstruoso presionarla en aquel momento para que firmara más papeles. Julie parecía sumamente frágil vestida de luto; tenía el rostro húmedo y brillante, como si tuviera fiebre, y en sus ojos relucía la extraña luz que Randolph había visto cuando el a le había notificado la muerte de su padre.
Los demás miembros del consejo guardaban un sombrío silencio sin levantar la vista. Alex la sostenía por el brazo con gentileza. Parecía un tanto desconcertado, como si no comprendiera la muerte, pero en realidad era que no quería verla sufrir. Era un alma sencilla, y parecía fuera de lugar entre todos aquellos comerciantes y hombres de negocios: el aristócrata de porcelana con su heredera.
«¿Por qué tenemos que sorportar todo esto? ¿Por qué no nos dejan en paz con nuestro dolor?», se dijo Randolph.
Sin embargo, él estaba allí porque tenía que hacerlo, aunque nunca le había parecido todo tan carente de sentido como ahora. Jamás habían puesto a prueba de forma tan dolorosa el amor que sentía por su hijo.
—No puedo tomar decisiones todavía, tío Randolph —le dijo el a con calma.
—Por supuesto que no, querida —respondió él—. Nadie espera que lo hagas. Sólo te pido que firmes este permiso para la utilización de fondos de emergencia y dejes el resto en nuestras manos.
—Quiero ponerme al corriente de todo, participar en la marcha de la compañía —repuso ella—. Eso es sin duda lo que mi padre quería. Todo ese asunto de los almacenes en la India...
No comprendo cómo ha podido llegar a ser tan crítica la situación. —Hizo una pausa y se sintió ajena a todo aquello, quizás incapaz de comprenderlo. Las lágrimas afluyeron de nuevo a sus ojos.
—Déjalo en mis manos, Julie —dijo él cansadamente—. Llevo muchos años haciendo frente a las crisis de la India.
Randolph empujó los documentos hacia ella. «Firma, por favor, firma. No me pidas explicaciones ahora. No añadas humillación a este dolor.»
Lo sorprendente era que añorase tanto a su hermano. Con frecuencia desconocemos nuestros sentimientos hacia los que amamos hasta que desaparecen. Había pasado toda la noche despierto, recordando: los días de Oxford, sus primeros viajes a Egipto (Lawrence, Elliott Savarell y él), aquellas noches en El Cairo... Se había despertado muy pronto y había estado ojeando viejas fotos y papeles. ¡Qué recuerdos tan vividos!
Y de repente, sin ánimo ni voluntad, estaba intentando, engañar a la hija de Lawrence.
Estaba intentando una vez más tapar diez años de mentiras y engaños. Lawrence había hecho de Stratford Shipping lo que era porque realmente no le importaba el dinero. ¡Dios, qué riesgos financieros no habría corrido Lawrence! ¿Y qué había hecho él desde que se había hecho cargo de la empresa? Tirar de las riendas y robar.
Entonces vio con asombro cómo Julie tomaba la pluma y estampaba su nombre con rapidez sobre los diferentes papeles sin molestarse en leerlos. Bien, durante un tiempo seguiría a salvo de las inevitables preguntas que algún día le haría.
«Lo siento, Lawrence. —Fue como una oración silenciosa—. Quizá si supieras toda la historia...»
—Tío Randolph, dentro de unos días quiero que nos sentemos y me pongas al corriente de todo. Creo que es lo que papá quería. Pero estoy tan cansada... Es hora de que me retire a casa.
—Te acompañaré —ofreció Alex al instante, ayudándola a levantarse.
«¡El entrañable y buen Alex! ¿Por qué no tendrá mi hijo ni una partícula de su bondad? El mundo entero habría podido ser suyo.»
Randolph se apresuró a abrir las puertas de la sala. Para su asombro, vio esperando en la antesala a los hombres del Museo Británico. Otra contrariedad. Habría hecho salir a Julie por otra puerta de haberlo sabido. No le gustaba el untuoso Hancock, que se comportaba como si todo lo que había descubierto Lawrence perteneciera al museo y al mundo.
—Señorita Stratford —dijo el funcionario acercándose a Julie—, todo está arreglado. La primera exposición de la momia tendrá lugar en su casa, como su padre habría deseado. Por supuesto, catalogaremos todo y trasladaremos la colección al museo tan pronto como usted lo diga. Creí que querría tener mis garantías personales...
—Desde luego —respondió Julie con aire ausente. Era evidente que aquello no le interesaba más que una reunión del consejo de dirección—. Se lo agradezco, señor Hancock.
Sabe usted bien lo que este descubrimiento significaba para mi padre. —De nuevo hizo una pausa, como si fuera a echarse a llorar otra vez. ¿Y por qué no? Sólo deseaba haber estado con él en Egipto.
—Cariño, murió siendo completamente feliz —intervino Alex sin mucha convicción—. Y
entre los objetos que amaba.
Bonitas palabras, pero la verdad era que el destino había estafado a Lawrence al permitirle disfrutar de su gran descubrimiento apenas unas horas. Hasta Randolph lo comprendía.
Hancock tomó a Julie del brazo y la condujo hacia la puerta.
—Desde luego, es imposible autentificar los restos hasta que llevemos a cabo un examen a fondo. Las monedas, el busto, se tratan de descubrimientos sin precedentes...
—No vamos a lanzar las campanas al vuelo, señor Hancock. Sólo quiero dar una pequeña recepción a los viejos amigos de mi padre.
Julie le tendió la mano en un claro gesto de despedida. Realizaba siempre aquellas acciones con decisión, como su padre; y como el duque de Rutherford, pensándolo bien. Julie siempre había tenido un porte aristocrático. Si tan sólo fuera posible que se realizara ese matrimonio...
—Adiós, tío Randolph.
El se inclinó para besarle la mejilla.
—Te quiero, pequeña —susurró sin pensarlo. Lo sorprendió la sonrisa que afloró al rostro de su sobrina. ¿Habría comprendido lo que quería decir? «Lo siento, lo siento por todo, pequeña.»
Por fin estaba sola en la escalinata de mármol. Todos se habían ido, excepto Alex, y en el fondo de su corazón habría preferido que él también se fuera. Nada deseaba tanto en aquel momento como el silencioso interior de su Rol s-Royce con gruesos cristales que la aislaban por completo del mundo exterior.
—Sólo voy a decirte esto una vez, Julie —dijo Alex mientras la ayudaba a descender la escalinata—, pero te lo digo con todo mi corazón: no dejes que esta tragedia posponga nuestro matrimonio. Sé cómo te sientes, pero ahora estás sola en la casa. Y yo quiero estar contigo, cuidar de ti. Quiero que seamos marido y mujer.
—Alex, te mentiría si te dijera que puedo tomar una decisión en este momento —repuso ella—. Necesito tiempo para pensar. Más que nunca.
De repente se le hizo insoportable mirarle: parecía tan joven... ¿Había sido ella joven también? La pregunta habría hecho sonreír a su tío Randolph. Ella tenía veintiún años. Pero, a los veinticinco, Alex le parecía un niño. Y le dolía no amarle tanto como él merecía.
La luz del sol le hirió los ojos al salir a la calle, y se cubrió el rostro con el velo que llevaba prendido al sombrero. No había periodistas, gracias a Dios, y allí estaba esperándola el gran coche negro con la puerta abierta.
—No estaré sola, Alex —dijo el a con suavidad—. Tengo a Rita y a Osear. Y Henry va a instalarse en su antigua habitación, porque el tío Randolph insistió en ello. Voy a tener más compañía de la que quisiera.