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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (97 page)

BOOK: La mejor venganza
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—¿Dónde está el puto oro? ¿Dónde está el puto oro? ¿Dónde está el puto oro?…

Una ventana emplomada reventó con una lluvia de plomo retorcido y vidrios rotos cuando un aparador antiguo salió por ella para caer en el empedrado y quedar reventado. Un mercenario que gritaba como un loco salió detrás de él, llevando en brazos algo que brillaba. Posiblemente, unas cortinas. Monza escuchó un grito, se volvió rápidamente y vio que alguien, desde una ventana situada más arriba, caía a plomo con la cabeza por delante para estrellarse en el empedrado y hacer un ruido sordo. Escuchó un chillido proveniente de algún lugar. Aunque pareciera de mujer, no pudo asegurar que fuese de desesperación. Por todas partes chillaban, gritaban y reían. Se tragó su malestar, intentando no pensar en que todo aquello era por su culpa. Que todo aquello era el resultado de su venganza. Lo único que podía hacer era mirar adelante para encontrar a Orso antes que nadie.

Encuéntralo y haz que pague.

Aunque las puertas del palacio, que estaban tachonadas de hierro, aún siguieran cerradas, los mercenarios forzaron uno de los grandes ventanales que estaban bajo el arco de una de sus fachadas, y entraron en él. Alguien debía de haberse herido por las prisas para entrar y hacerse rico… porque el alféizar estaba manchado de sangre. Monza los siguió, haciendo ruido con las botas al pisar los trozos de vidrio, y fue a parar al comedor, que era considerablemente espacioso. Entonces cayó en la cuenta de que ya había estado allí, comiendo al lado de Benna, que reía, y al de Fiel. Junto con Foscar, Orso, Ario, Ganmark y un nutrido grupo de oficiales. Pero todos los invitados de aquella noche estaban muertos. Y la estancia no había corrido mucha mejor suerte.

Era como una plantación tras la llegada de la langosta. Se habían llevado la mitad de las pinturas y rajado las demás por pura barbarie. Y como los dos enormes vasos situados junto a la chimenea eran demasiado grandes para poder llevárselos, los habían roto para hacerse con sus asas de oro. Habían hecho jirones todas las colgaduras y se habían llevado todos los platos que estaban intactos, porque los restos de los rotos cubrían el pulimentado suelo. Le resultaba extraño que, en aquel tipo de situaciones, la gente mostrase el mismo entusiasmo en romper cosas que en llevárselas. Los saqueadores aún seguían dentro, rompiendo los cajones de los aparadores, arrancando con escoplos los candelabros embutidos en las paredes, llevándose todo lo que tuviese algún valor. Uno de aquellos necios se balanceaba encima de la silla que acababa de colocar sobre una mesa, haciendo todo lo posible para llegar a un candelabro. Otro se entretenía quitando con un cuchillo todos los pomos de vidrio de las puertas.

Un mercenario con el rostro picado de viruelas sonrió a Monza de manera siniestra, mientras cogía con las manos toda la cubertería de oro que había podido afanar.

—¡He cogido unas cuantas cucharas! —exclamó.

Monza le apartó de su camino. Él tropezó y dejó caer su tesoro, hacia el que se precipitaron otros mercenarios con la misma avidez que el pato ante las migajas. Atravesó una puerta abierta y llegó a una sala de mármol, siempre con Escalofríos a los talones. El ruido de la lucha resonaba en su interior. Por todas partes se escuchaban gemidos y alaridos, roce de metal y ruido de maderas que se rompen. Miró a uno y otro lado para ver si podía orientarse entre tanta penumbra, y sintió que el sudor se le pegaba al cuero cabelludo.

—Por aquí. —Atravesaron una amplia sala de estar, ocupada por mercenarios que se entretenían en acuchillar la tapicería de unas sillas antiguas, creyendo que en ellas pudiera esconderse el tesoro de Orso. Una muchedumbre frenética intentaba echar abajo una puerta. Cuando consiguieron abrirla, uno de los asaltantes recibió una flecha en el cuello y cayó al suelo, siendo pisoteado por los demás, que entraron en tromba por ella. Al otro lado se oyó un ruido de armas. Monza siguió mirando al frente, sin dejar de pensar en Orso. Subió el primer tramo de escaleras, apretando los dientes y casi sin sentir todo lo que las piernas le dolían.

Acababa de llegar a una oscura galería situada en el extremo de una habitación abovedada y bastante alta, cuyo techo estaba adornado con hojas de oro. Toda la pared era un órgano de grandes dimensiones, a juzgar por la fila de tubos metálicos que sobresalían de la madera tallada que la revestía y por la banqueta situada delante del teclado. Más abajo, al otro lado de la barandilla delicadamente trabajada en madera, podía ver una habitación dedicada al disfrute de la música. Los mercenarios lanzaban risotadas y alaridos, componiendo una sinfonía demente a medida que iban destrozando los instrumentos que encontraban.

—Ya estamos cerca —dijo Monza en voz baja, casi sin volver la cabeza.

—Bien. Creo que ya es hora de terminar esto.

Ella pensaba lo mismo. Por eso avanzó lentamente hacia la puerta situada en la pared de enfrente y dijo:

—Los aposentos de Orso están más arriba.

—No, no —Monza frunció el ceño. Aunque Escalofríos hubiese dejado de caminar, aún seguía con la mueca de antes. Su ojo de metal relucía en la penumbra—. Eso no.

—Entonces, ¿qué? —sintió que una extraña sensación de frío le subía por la espalda.

—Ya lo sabes —cuando su mueca se convirtió en una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, las cicatrices de su mejilla se retorcieron. Luego movió el cuello a uno y otro lado.

Monza se agachó para adoptar una postura defensiva. Y lo hizo muy a tiempo, porque Escalofríos se acercó a ella y le tiró un tajo con el hacha. Monza chocó con la banqueta y la volcó, estando a punto de caer mientras intentaba comprender lo sucedido. El hacha se hundió en los tubos del órgano, suscitando una nota enloquecida de resonancias metálicas. Escalofríos liberó su hoja, dejando una enorme herida en ellos. Cuando volvió a atacar, la sorpresa había desaparecido, dando paso a la más helada de las iras.

—¡Chupapollas tuerto! —aunque no fuese un insulto muy elegante, le salió del corazón. Monza le tiró una estocada que él paró con el escudo, lanzándole un tajo con el hacha que ella apenas pudo desviar, de suerte que la pesada hoja fue a clavarse en la estructura del órgano para desprender una lluvia de astillas. Monza se echó hacia atrás, preparada y manteniendo la distancia. Detener aquella hoja de acero tan pesada ofrecía la misma probabilidad que tocar alguna música agradable en aquel órgano.

—¿Por qué? —le preguntó de sopetón, sin dejar de mover la punta de la Calvez en pequeños círculos. Pero el motivo le importaba un bledo. Sólo intentaba ganar tiempo antes de que él abriese un hueco en su guardia.

—Porque me cansé de tu desprecio —dio un codazo con el escudo embrazado y ella retrocedió—. O quizá porque Eider me ofreció más que tú.

—¿Eider? —se le rió en la cara—. ¡Menudo problema tienes! ¡Eres un jodido idiota! —y le tiró una estocada mientras pronunciaba la última palabra por si le pillaba con la guardia baja, pero él no se dejó engañar y la paró con el escudo.

—¿Yo soy el idiota? ¿Yo, que te he salvado tantas veces? ¡Te di mi ojo! ¿Y para qué? ¡Para que te burlases de mí, junto con ese bastardo hueco de Rogont! Y ahora, tú, que siempre me tratas como si fuera un jodido idiota y que aún esperas mi fidelidad, ¿dices que el idiota soy yo?

No podía discutir con él, sobre todo después de lo que acababa de restregarle por las narices. Debía haber hecho caso a Rogont, haberle despedido, pero se habría sentido culpable. Aunque la piedad pueda suponer un acto de valentía, como había dicho Cosca, jamás lo es de inteligencia. Escalofríos arrastró los pies hacia ella, que retrocedió como antes.

—Deberías haberlo visto venir —dijo él, casi susurrando, y ella reconoció que tenía razón. Lo había visto venir cuando se tiró a Rogont. Cuando le volvió la espalda a Escalofríos. Cuando él perdió el ojo en las mazmorras del palacio de Salier. Quizá lo viera venir cuando se habían conocido. Incluso antes. Siempre lo había visto venir.

Algunas cosas son inevitables.

El tio vivo sigue moviéndose…

El hacha de Escalofríos golpeó nuevamente los tubos. No sabía qué diablos pintaban allí, sólo que hacían mucho ruido. Monza ya había hecho una finta, sopesaba su espada y le miraba a los ojos con los suyos entornados. Lo más seguro era que acabase clavándole el hacha en la base del cráneo y poniendo fin a la pelea. Pero quería saber quién le había incitado a hacerlo, y por qué. Necesitaba saberlo.

—No tienes que seguir con esto —dijo ella, hablando entre dientes—. Aún puedes dejarlo e irte.

—Siempre he pensado que los muertos son los únicos que pueden ser magnánimos —replicó él, moviéndose en círculo para dejarle menos espacio.

—Te estoy ofreciendo una salida, Escalofríos. Vuelve al Norte, donde nadie te perseguirá.

—Aunque los mangoneos no puedan llegar hasta allí, quiero quedarme un poco más en esta tierra. La gente tiene que sentir apego por algo, ¿verdad? Además, aún me queda el orgullo.

—¡A la mierda tu orgullo! ¡Si no hubiese sido por mí, habrías acabado vendiendo el culo por los callejones de Talins! —lo cual parecía bastante cierto—. Sabías a qué te arriesgabas. Y decidiste aceptar mi dinero —también era cierto—. ¡Y como nada te prometí, no he podido romper ninguna promesa! —completamente cierto—. ¡Esa zorra de Eider no te dará ni una escama!

Aunque fuera difícil argumentar algo en contra de todo lo expuesto, ya era demasiado tarde para echarse atrás, por no hablar de que un hacha clavada en la cabeza suele poner punto y final a cualquier discusión.

—Ya lo veremos —Escalofríos aflojó la presión que efectuaba sobre ella y adelantó el escudo—. Pero no se trata de dinero. Sino de… venganza. Pensé que lo comprenderías.

—¡A la mierda tu venganza! —decidida a jugar sucio, agarró la banqueta y se la tiró. Él levantó el escudo y la envió a dar vueltas por encima del balcón, momento que ella aprovechó para atacarle. Escalofríos intentó atrapar la espada con el asta de su hacha, para que su hoja resbalase hasta quedar encima del mango. Ella se acercó y le presionó, riendo de manera burlona cuando la punta de su espada llegó peligrosamente cerca de su ojo sano.

Le escupió en la cara, haciéndole retroceder, y lanzó un codazo que le acertó debajo de la mandíbula y que le echó la cabeza hacia un lado. Luego llevó la espada hacia atrás para tirarle una estocada, pero él se adelantó. Ella se apartó y el hacha mordió la barandilla, cortando un buen trozo de madera. Escalofríos se retorció, sabiendo que la espada no tardaría en llegar; pero no pudo evitar el acero que taladró su camisa y el doloroso corte que le hizo en la piel que tenía encima del estómago. Monza salió disparada hacia él, porque acababa de perder el equilibrio. Él aprovechó su mayor peso y gruñó al mover su escudo en redondo con toda la fuerza que podía y toda la rabia que le dominaba. La golpeó justo en la cara, echándole la cabeza a un lado y enviándola hacia los tubos del órgano, donde dejó una considerable abolladura al golpearlos, precisamente, con la cabeza. Monza rebotó y cayó boca abajo en el suelo de madera, soltando la espada, que chocó con el suelo con un tintineo de metal.

Escalofríos se la quedó mirando durante un instante, la sangre latiéndole en el cráneo, el sudor goteando de la cicatriz que era parte de su rostro. Podía ver uno de los músculos que sobresalían del cuello de Monza. Tenía el cuello muy estrecho. Hubiera podido acercarse más a ella para cortarle la cabeza. Le habría resultado tan fácil como cortar un madero. Mientras lo pensaba, sus dedos agarraron con fuerza la empuñadura del hacha. Ella escupió sangre, tosió y meneó la cabeza. Comenzó a rodar hacia un lado, los ojos vítreos, intentando levantarse con brazos y piernas. Alargó una mano para intentar coger a ciegas la empuñadura de su espada.

—No, no —Escalofríos se acercó más a ella y apartó la espada de un puntapié.

Monza retrocedió acobardada, volvió la cabeza y comenzó a arrastrarse lentamente hacia la espada, sin resuello, manchando el suelo de madera con las gotas de sangre que le caían de la nariz. Él la persiguió, caminando por encima de ella, decidido a hablar. Qué extraño. Siempre había intentado seguir el consejo que Nueve el Sanguinario le diera en cierta ocasión: que, cuando quisiese matar a alguien, lo matase y se dejara de chácharas. Pero, aunque hubiera podido matarla con la misma facilidad con que se aplasta a una cucaracha, no lo hizo. Y aunque no estuviese seguro de si quería hablar para retrasar el momento de matarla o para poner más énfasis en él, lo cierto es que tenía ganas de hablar. Y habló.

—¡No quieras hacerte la víctima de todo este asunto! ¡Has acabado con media Styria, y sólo para poder seguir adelante! Eres un coño andante que urde, miente, envenena, asesina, traiciona y se folla hasta a su hermano. ¡O no! Estoy haciendo lo correcto. Por eso estás ahí. No soy un monstruo. Aunque mis motivos no sean muy nobles. Pero todos siempre encontramos alguna excusa para hacer lo que hacemos. ¡El mundo será mejor sin ti! —No le gustó que se le quebrase la voz—. ¡Estoy haciendo lo debido! —de hecho, quería que ella lo admitiese. Al menos, se lo debía—. ¡Será mejor sin ti! —se inclinó sobre ella y echó los labios hacia atrás. Entonces escuchó unas fuertes pisadas que se acercaban a él, se volvió…

Amistoso se le echó encima a toda máquina, embistiéndole como un ariete que le hizo despegar los pies del suelo. Escalofríos gruñó y le pasó alrededor de la espalda el brazo con el que cogía el escudo, consiguiendo únicamente arrastrar consigo al presidiario. Con un chasquido seco de maderas rotas, ambos chocaron con la barandilla y el vacío los envolvió.

Nicomo Cosca acababa de entrar en el campo visual de Morveer, de suerte que éste podía ver cómo se quitaba el sombrero y, con un gesto teatral, lo enviaba a volar por la habitación, fallando su posible blanco, la percha, porque acabó en el suelo, no muy lejos de la puerta de la letrina donde él se escondía. Sumido en aquella tiniebla maloliente pudo ver la petaca que el viejo mercenario tenía en la mano. La misma que él le había tirado en Sipani para vejarle. Aquel viejo despojo debía de haberla cogido, sin duda para lamer hasta la última gota de grog que pudiese quedar en ella. Qué vana había sido su promesa de no volver a beber en adelante. Aquel hombre no podría cambiar nunca. Y como era evidente que Morveer se había esperado algo más del mayor experto mundial en bravatas, el lamentable estado de degradación de Cosca no dejó de sorprenderle.

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