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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (83 page)

BOOK: La mejor venganza
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Había que hacerlo en aquel preciso momento.

Pero el brazo, que se le había quedado rígido, era como si pesase cien toneladas. Miró el rostro ceniciento de Foscar. Miró sus ojos, grandes, muy abiertos, indefensos. Había algo en él que le recordaba a Benna. Cuando era joven. Antes de Caprile, antes de Dulces Pinos, antes de que ambos traicionasen a Cosca, incluso antes de que ingresaran en las Mil Espadas. Cuando ella sólo se preocupaba de que la cosecha siguiese adelante. Hacía mucho tiempo, cuando aquel chico jugaba entre el trigo.

La punta de la Calvez osciló, bajó y dio un golpecito en el suelo.

Foscar aspiró una larga bocanada de aire, estremeciéndose y cerrando los ojos para luego abrirlos. Los tenía húmedos.

—Gracias. Siempre supe que tenías corazón… aunque ellos dijeran lo contrario —se acercó a ella y tocó una de sus piernas—. Gracias…

El primer puñetazo de Escalofríos se aplastó en su cara y le tiró de espaldas, haciendo que la sangre le saliera por la nariz. Farfulló algo ininteligible cuando el norteño se puso encima de él, asfixiándole con ambas manos.

—¿Así que quieres vivir, cabronazo? —dijo Escalofríos entre dientes, la boca convertida en una mueca burlona. Foscar pataleó, forcejeó, retorció los hombros, el rostro se le puso de color rosa, luego rojo, luego morado. Escalofríos le levantó la cabeza con ambas manos, llevándola hacia sí, tan cerca como si fuese a besarla, y luego la bajó de golpe contra las losetas del suelo, donde se estrelló con un crujido que todos pudieron oír. Foscar pataleó, y la cadena que mantenía sus rodillas sujetas entre sí tintineó. Escalofríos echó su propia cabeza a uno y otro lado, mientras agarraba mejor a Foscar por el cuello y los tendones de su espalda llena de mugre se tensionaban por el esfuerzo. Lo levantó sin prisa y luego volvió a golpear el suelo con su cabeza, donde chocó con un ruido apagado. La lengua de Foscar asomó entre sus labios, sus párpados se movieron incontrolados y la negra sangre brotó de la raya de su pelo.

Escalofríos masculló algo en norteño, unas palabras que Monza no pudo entender; levantó la cabeza de Foscar y golpeó de nuevo el suelo con ella, con el mismo cuidado que emplea el cantero para ajustar las piedras. Y aquello lo repitió una y otra vez. Monza lo observó todo boquiabierta, agarrando la espada casi sin fuerza, sin decir nada. No muy segura de lo que debía, o podía, hacer. Detener a Escalofríos o ayudarle. Las viejas paredes y las losetas del suelo estaban manchadas con salpicaduras de sangre. Por encima de los crujidos y reventones de los huesos podía escuchar una voz. Durante un minuto pensó que era la de Benna, que aún le susurraba. Luego cayó en la cuenta de que era la de Amistoso, que contaba lentamente las veces que el cráneo de Foscar se aplastaba contra el suelo. La cuenta llegaba a once.

Escalofríos levantó la machacada cabeza del príncipe una vez más, la cabellera completamente cubierta de sangre que relucía, parpadeó y la dejó caer.

—Me parece que ya está —y se puso en pie muy despacio, apartando sus botas de los costados del cadáver de Foscar, porque los había estado pisando con ellas—. ¡Eh! —se miró las manos y buscó algo con lo que secárselas. Como no lo encontró, se las restregó una con otra, para luego quitarse los regueros de sangre seca que le llegaban hasta los codos—. Otro más para la cuenta —la miró de soslayo con su único ojo mientras una de las comisuras de su boca se curvaba en una sonrisa de cansancio—. Seis de siete, ¿eh, Monza?

—Seis y uno —comentó Amistoso con un gruñido, como hablando para sí.

—Todo está saliendo como esperabas.

Ella bajó la mirada hacia Foscar, cuya retorcida cabeza había quedado caída hacia un lado, mirando con ojos bizcos la pared, y cuya sangre brotaba de su cráneo destrozado para formar un charco negro que comenzaba a inundar el suelo. Su voz parecía llegar de algún sitio muy lejano cuando preguntó, casi sin fuerzas:

—¿Por qué lo has hecho…?

—¿Y por qué no lo iba a hacer? —respondió él con voz queda, acercándose a ella. Monza pudo ver su propio rostro lleno de suciedad, pálido y enflaquecido, al reflejarse en la muerta bola de metal que Escalofríos tenía por ojo—. ¿Acaso no hemos venido hasta aquí para hacerlo? ¿No fue para hacerlo por lo que luchamos durante todo el día, ahí abajo, metidos en el fango? Pensé que nunca te echarías atrás. Recuerda que me estuviste dando lecciones acerca de que la piedad y la cobardía eran lo mismo. Jefa, por los muertos —sonrió de manera siniestra, y las innumerables cicatrices de su cara se retorcieron, haciendo resaltar su mejilla buena, que sólo estaba salpicada de rojo—. Estoy por jurar que no eres ni la mitad de la zorra malvada que pretendes ser.

Arenas movedizas

Con el mayor de los cuidados, para no atraer una atención innecesaria, Morveer se insinuó al fondo de la gran sala de audiencias del duque Orso. Para ser tan grande e impresionante, apenas la ocupaban muy pocas personas, quizá debido a la difícil situación por la que estaba pasando aquel gran hombre. El hecho de perder de manera catastrófica la batalla más importante de la historia de Styria desanimaba a los visitantes. Pero Morveer siempre se había ofrecido a patrones que se encontraban en situaciones difíciles. Porque eran más proclives a pagar con mayor generosidad.

Nadie podía negar que el gran duque de Talins aún tenía una apariencia majestuosa. Se sentaba en una silla sobredorada, instalada encima de un estrado alto, todo vestido de sable orlado de oro, mientras, con el ceño fruncido y furia regia, miraba por encima de los relucientes yelmos de la media docena de sus no menos enfurecidos guardias. Lo flanqueaban dos hombres que no hubieran podido ser más diferentes. A la izquierda, un individuo muy mayor, rollizo y de rostro rubicundo, que, con mirada respetuosa aunque un tanto doliente, se pegaba a sus caderas, y cuya botonadura de oro, que llegaba hasta su rechoncho cuello, le apretaba tanto que debía resultarle de todo punto insoportable. Debido a algún malhadado consejo, había intentado ocultar su completa calvicie, por otro lado demasiado obvia, mediante el expediente de echarse hacia delante y hacia atrás las pocas y tristes hebras de pelo gris acerado que le quedaban, las cuales había dejado crecer hasta una longitud enorme para tal fin. Era el chambelán de Orso. A la derecha, un joven, vestido con ropas que aún no habían perdido el polvo del viaje, se apoyaba con insólito desahogo en lo que parecía ser un largo bastón. Tenía la mata de cabello castaño y rizado más grande que Morveer jamás hubiese visto. Por el momento, su relación con el duque parecía un completo misterio.

El otro ocupante de la sala, que le daba su bien vestida espalda a Morveer, doblaba una rodilla en el extremo de la alfombra carmesí mientras agarraba el sombrero con una mano. Incluso desde la entrada de aquella gran habitación, Morveer distinguía el brillo del sudor que corría por su calva.

—¿Qué refuerzos procedentes de la Unión va a enviarme mi yerno, el Alto Rey? —acababa de preguntar Orso con voz estentórea.

La voz del embajador, porque eso debía de ser, tenía ese tono de lamento propio del perro muy apaleado que aguarda un nuevo castigo:

—Vuestro yerno os envía sus más profundas condolencias…

—¿De veras? ¡Y ningún soldado! ¿Y qué quiere que haga? ¿Que les lance sus condolencias a mis enemigos?

—Todos sus ejércitos se hallan comprometidos en las desafortunadas guerras que mantenemos en el norte, y la revuelta acaecida en la ciudad de Rostov nos ha causado otras dificultades añadidas. Mientras tanto, los nobles se muestran incómodos. Los labriegos siguen sin calmarse. Los comerciantes…

—Los comerciantes esperan que les paguéis. Ya entiendo. Si las excusas pudieran convertirse en soldados, dispondría de un gran contingente…

—Está acosado por los problemas…

—¿Que está acosado? ¿Lo está? ¿Han asesinado a sus hijos? ¿Han masacrado a sus soldados? ¿Todas sus esperanzas se han visto arruinadas?

—¡Excelencia, se está quedando sin recursos! —el embajador se retorcía las manos—. Sus condolencias no tienen fin, pero…

—¡Pero su ayuda no tiene ni principio! ¡Su Augusta Majestad de la Unión! ¡Un buen conversador y una sonrisa bonachona mientras el sol caliente, pero que, cuando se nubla, corre a guarecerse en Adua, ¿no? La ayuda que le di fue decisiva, ¿o no? ¡Cuando las hordas de los gurkos llamaban estrepitosamente a sus puertas! Pero ahora que yo necesito la suya… perdóname, padre, pero es que me estoy quedando sin recursos ¡Fuera de mi vista, bastardo, antes de que las condolencias de su señor le cuesten la lengua! ¡Fuera de mi vista, y dígale al Lisiado que veo su mano en todo esto! ¡Dígale que voy a ponerle precio a su retorcido pellejo! —los gritos enfurecidos de Orso vencieron el ruido que hacían los apresurados pasos del embajador cuando éste retrocedió marcha atrás todo lo deprisa que podía, haciendo profundas reverencias y sudando muchísimo—. ¡Dígale que me vengaré!

El embajador salió haciendo genuflexiones, luego dejó atrás a Morveer y las puertas dobles se cerraron estruendosamente tras de él.

—¿Quién es ese que remolonea al fondo de la sala? —aunque la voz de Orso se hubiese calmado, no era, precisamente, tranquilizadora. Sino todo lo contrario.

Morveer tragó saliva al avanzar hacia el extremo listado de rojo de la alfombra. La avasalladora mirada de Orso era del más profundo desprecio. Todo aquello le recordó a Morveer su encuentro con el director del orfanato, cuando le llamaron para explicar el asunto de los pájaros muertos. Mientras iba a su encuentro, las orejas le ardían, por la vergüenza y el horror, más que las piernas, que eran las que habían sufrido el castigo. Hizo la reverencia más rastrera y aduladora que conocía y, desafortunadamente, al hacerla se lastimó los nudillos con el suelo, malogrando de tal suerte su efecto.

—Este individuo se llama Castor Morveer, Excelencia —dijo el chambelán con voz monocorde, mientras miraba por debajo de su nariz con forma de bulbo.

—Y el tal Castor Morveer, ¿a qué se dedica? —Orso acababa de inclinarse hacia él.

—Es envenenador.


Maestro
. envenenador —corrigió Morveer. Cuando era necesario, podía ser tan permisivo como cualquiera, pero nunca pasaba por alto su título. ¿Acaso no se lo merecía después de tantos sudores, peligros, profundas heridas en lo físico y en lo psíquico, muchos estudios, pocas satisfacciones y muchas, muchas, vicisitudes?

—Maestro, ¿verdad? —Orso se burlaba—. ¿Y quiénes son los personajes notables a los que envenenó para merecer el título?

Morveer se concedió una sonrisa y replicó:

—La gran duquesa Sefeline de Ospria, Excelencia. El conde Binardi de Etrea y sus dos hijos, aunque su barca se hundió después de morir ellos y nunca fueron encontrados. Gassan Maz, sátrapa de Kadir, y después, cuando surgieron más problemas, su sucesor Souvon-yin-Saul. El viejo señor Isher, de Midderland, que era uno de los míos. El príncipe Anrit, que debía haber heredado el trono de Muris…

—Bien sé que todos los que ha nombrado murieron por causas naturales.

—¿Qué muerte puede ser más natural para un hombre poderoso que una dosis de flor de leopardo administrada en la oreja con una hebra de hilo sujeta desde arriba? Y también el almirante Brant, que antaño mandó la flota de Muris, y su esposa. Y también el chico que le atendía; fue una pena que su vida se terminara tan pronto. Pero no me gustaría que Vuestra Excelencia perdiese el tiempo por mi culpa, porque la lista es muy larga y está formada por gente muy distinguida…
ya fallecida
. Con vuestro permiso, sólo añadiré el nombre que la concluye.

Orso asintió ligeramente con la cabeza y dejó de sonreír. Al verlo, Morveer se sintió complacido.

—Un tal Mauthis, director de la sucursal en Westport de la Banca de Valint y Balk.

El rostro del duque estaba tan blanco como una losa cuando preguntó:

—¿Quién le contrató para ese trabajo?

—Para mí siempre ha sido una cuestión de profesionalidad no revelar los nombres de quienes me contratan…, pero, como creo que la presente es una circunstancia
excepcional
, le diré que fue Monzcarro Murcatto, la Carnicera de Caprile —y puesto que ya había recobrado todo su aplomo, no pudo resistirse a un último florilegio—. Creo que ustedes se conocen.

—Algo… parecido —dijo Orso con un susurro. La media docena de guardias que cuidaban del duque se agitaron siniestramente, como si sintieran lo mismo que su señor. Y mientras Morveer sentía que se le aflojaba la vejiga, al punto de no tener más remedio que apretar juntas las dos piernas, fue consciente de haber llevado demasiado lejos su florilegio—. ¿Fue usted quien se infiltró en las oficinas que Valint y Balk tienen en Westport?

—El mismo —contestó Morveer con voz cascada.

Orso lanzó una mirada de soslayo al hombre de cabello rizado. Tenía los ojos de diferente color, como Morveer descubría en aquellos momentos, uno verde y otro azul. Entonces recordó que ya lo había visto en Westport, con Mauthis.

—Le felicito por la hazaña. Aunque supusiera una desazón bastante considerable para mí y mis socios. Le ruego que me explique por qué no debería matarle ahora mismo.

Morveer intentó librarse de la amenaza chasqueando la lengua, pero su intento se disipó en la helada vastedad de la sala.

—Por supuesto que… no tenía… ni idea de que eso pudiese causaros ninguna desazón. Realmente se debió a un defecto lamentable, o a un equívoco premeditado y deliberadamente deshonesto, incluso a una mentira, por parte de la maldita ayudante a la que contraté para aquel trabajo. Jamás hubiera debido confiar en aquella zorra avariciosa… —comprendió que no le hacía ningún bien hablar mal de los muertos. Los grandes hombres quieren que los responsables sigan vivos, para torturarlos, colgarlos, descabezarlos y cosas parecidas. Los cadáveres no suponen ninguna recompensa. Así que cambió rápidamente de táctica—. Yo sólo fui el instrumento, Excelencia. Simplemente, el arma. Un arma que ahora os ofrezco para que la empuñéis, si así os parece —volvió a hacer una reverencia que superó a la primera y que estuvo a punto de partirle los músculos del trasero, ya muy fatigados por haber subido a pie la condenada montaña que conducía a Fontezarmo, a causa del esfuerzo que hizo para no caerse de bruces.

—¿Está buscando un nuevo patrón?

—Murcatto demostró comportarse conmigo de la misma manera traicionera que se comportó con Vuestra Señoría. Esa mujer es una auténtica serpiente. Se retuerce, es venenosa y… tiene escamas —acabó de un modo servil—. Tuve la fortuna de salir con vida de su abrazo tóxico, y ahora intento resarcirme. ¡No negaré que estoy dispuesto a buscarla con todas mis fuerzas!

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