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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (50 page)

BOOK: La mejor venganza
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Él agarró la pipa y aspiró su humo con la misma fruición que el borracho al beber de su botella. Sin apenas notar el mordisco del humo, aspiró profundamente hasta que se llenó los pulmones con él, mientras ella no le soltaba, acunándole entre sus brazos de atrás adelante. La oscuridad se llenó de colores. Se cubría con unas manchas brillantes. El dolor había retrocedido, porque ya no lo sentía como una quemadura que se apretase contra él. Su respiración acababa de convertirse en un quejido, y el dolor que sentía en todo el cuerpo había desaparecido.

Le ayudó a levantarse, tirando de él para que se pusiera de pie, y la pipa se estrelló contra el suelo al caer de su blanda mano. La abierta ventana se desdibujó como si fuera una pintura de otro mundo. Quizá el infierno, por los sitios dominados por fuegos rojos y amarillos que daban como largos brochazos en medio de la noche. La cama fue a su encuentro y se lo tragó, metiéndoselo hasta bien dentro. La cara aún le latía, pero más despacio. Recordaba, recordaba a qué se debía todo aquello.

—Los muertos… —susurró, mientras las lágrimas le caían por la otra mejilla—. Mi ojo. Me quemaron el ojo.

—Shhhh —dijo ella también con un susurro, acariciando con suavidad el lado bueno de su rostro—. Tranquilo, Caul, tranquilo.

La oscuridad estaba llegando hasta él y le envolvía. Antes de que se lo llevase, agarró el pelo de Monza con sus dedos engarabitados y acercó su rostro al suyo, de suerte que casi podía besar sus vendajes.

—Debería haberte tocado a ti —dijo con un susurro—. Debería haberte tocado a ti.

Las cuentas de otros

—Ya hemos llegado —dijo el que tenía la úlcera en la mejilla— al lugar donde se encuentra Sajaam.

Una puerta sucia en medio de una pared sucia, cubierta con viejos pasquines agitados por el viento que describían a la Liga de los Ocho como un grupo de villanos, usurpadores y delincuentes comunes. Dos caricaturas se enfrentaban entre sí: un abotagado duque Salier y un burlón duque Rogont. Dos delincuentes comunes se encontraban delante de la puerta, apenas más que otras tantas caricaturas. Uno, moreno de piel; otro, con un tatuaje muy grande en un brazo, ambos vigilando la calle con mirada de matón.

—Gracias, chicos. Ahora, a comer —Shenkt depositó una escama en las mugrientas manos de quienes le habían acompañado, y doce pares de ojos se abrieron como platos en sus respectivos rostros al sentir tanto dinero en ellas. Sabía que en un plazo de pocos días, ni siquiera unos años, ese dinero no les haría ningún bien. Aquellos mendigos, ladrones y putas no tardarían en morir. Pero como Shenkt había causado mucho mal durante su vida, intentaba ser lo más amable que podía, siempre en la medida de lo posible. Aunque supiera que una moneda no podía arreglar nada, esperaba que quizá pudiese apartar a alguno de su destino final y que acabara salvándose. No estaría mal que al menos uno de ellos se salvase.

Canturreaba en voz baja para sí mientras cruzaba la calle y los dos tipos que estaban en la puerta le miraban con el ceño fruncido.

—He venido a hablar con Sajaam.

—¿Estás armado?

—Siempre lo estoy —él y el guardia de piel oscura se miraron en silencio durante unos instantes—. Mi ingenio siempre dispuesto puede golpearos en cualquier momento.

Ninguno de los guardias se rió, pero era algo con lo que ya había contado Shenkt.

—¿Qué tienes que decirle a Sajaam?

—¿Eres Sajaam? Lo que tenga que decirle será el gambito con el que abra el juego.

—¿Te burlas de nosotros, hombrecillo? —el guardia llevó una mano a la maza que pendía de su cinturón, sin duda alguna para intentar intimidarle.

—Eso es algo a lo que ni me atrevería. He venido para disfrutar y gastar dinero, nada más.

—A fin de cuentas, quizá hayas llegado al sitio correcto. Ven conmigo.

Y le condujo a una habitación tan calurosa como poco iluminada, llena de sombras y de humo pegajoso. Alumbrada por lámparas cubiertas con cristales de color azul, verde, naranja y rojo, la ocupaban varios fumadores de cáscaras tirados por el suelo, que enarbolaban sonrisas en sus pálidos rostros o permanecían quietos, desmadejados e inexpresivos. Shenkt se dio cuenta de que volvía a canturrear en voz baja y se calló.

Una cortina grasienta, corrida hacia un lado, permitía el acceso a una especie de trastienda bastante amplia que olía a falta de higiene personal, a humo y a enfermedad, a comida podrida y a gente podrida. Un hombre cubierto de tatuajes se sentaba con las piernas cruzadas encima de un cojín manchado de sudor, cerca del hacha apoyada en la pared más próxima a él. Otro hombre se sentaba en el extremo más alejado de la habitación, hurgando con un cuchillo en un trozo de carne de aspecto desagradable, con una ballesta cargada al lado de la placa metálica con que cubría su pecho. Por encima de su cabeza colgaba un viejo reloj cuya maquinaria salía por su parte inferior como los intestinos de un cadáver destripado, mientras su péndulo repetía con insistencia
tic, tac, tic, tac…

Encima de la mesa que había en medio se encontraba todo lo que anima el juego de los naipes: monedas y fichas, botellas y vasos, pipas y velas. Varios hombres se sentaban a su alrededor, seis en total. A la derecha de Shenkt tomaba asiento un gordinflón, y a su izquierda un tipo muy chupado que tartamudeaba al contarle algún chiste a su vecino:

—¡… La jo… jo… jodio!

Risas crueles, rostros crueles, vidas baratas de humo barato, bebida barata, violencia barata. El guía de Shenkt se dirigió a la cabecera de la mesa y se inclinó para hablar con un hombre de hombros muy anchos, piel oscura y cabellos blancos, cuya cara llena de arrugas enarbolaba la sonrisa inconfundible del propietario acomodado.

—¿Eres Sajaam? —preguntó Shenkt.

—¿Te conozco? —dijo él, asintiendo sin mostrarse preocupado.

—No.

—Entonces eres un extranjero. No vienen a visitarnos muchos extranjeros, ¿verdad, amigos míos? —dos parroquianos asintieron con una mueca poco cordial—. Conozco bastante bien a la mayoría de mis compradores. ¿Qué puede hacer Sajaam por ti, extranjero?

—¿Dónde está Monzcarro Murcatto?

La habitación se sumió repentinamente en el silencio súbito y aterrador que atenaza a quien camina por encima de una delgada capa de hielo. En la opresiva quietud que se siente antes de que los cielos se rompan. En la calma preñada por la sensación de lo que es inevitable.

—La Serpiente de Talins está muerta —dijo Sajaam con un murmullo mientras entornaba los ojos.

Shenkt sintió que los hombres que le rodeaban comenzaban a moverse lentamente. Sus sonrisas se deslizaron fuera de sus rostros, sus pies se deslizaron para encontrar el equilibrio que les permitiría lanzarse a matar, sus manos se deslizaron hacia sus armas.

—Está viva, y tú sabes dónde se encuentra. Sólo quiero hablar con ella.

—¿Qui… quién co… cojones se cree que es este bas… bastardo? —preguntó el jugador encanijado, y los demás rieron a carcajadas. Pero aquellas risas, tensas y exageradas, sólo servían para disimular sus nervios.

—Decidme solamente dónde está. Os lo ruego. Para que nadie tenga que llevar un peso en la conciencia por lo que sucedió el día de hoy. —A Shenkt no le importaba implorar. Había perdido el orgullo hacía muchísimo tiempo. Miró a los ojos de todos y cada uno de aquellos hombres, ofreciéndoles la posibilidad de que le dijeran lo que quería saber. A cada uno le dio una oportunidad. Porque quería que la mayor parte de ellos la aprovecharan.

Pero ellos se limitaron a sonreír, unos a otros y a él, y Sajaam era el que más sonreía cuando dijo:

—La verdad es que mi conciencia no pesa mucho que digamos.

—A algunos nos pasa lo mismo. Es un don —el antiguo maestro de Shenkt habría dicho lo mismo.

—Sólo te diré que lo echaremos a suertes —Sajaam levantó una moneda hacia la luz, para que brillase—. Cara, y te matamos. Cruz, y te digo dónde está Murcatto… —la sonrisa que relucía en su cara oscura era todo dientes que brillaban— y luego te matamos. —Y lanzó la moneda hacia arriba con un levísimo tintineo metálico.

Shenkt aspiró el aire por la nariz lentamente, lentamente.

El oro nadó en medio del aire, girando, girando.

El reloj sonó lento y profundo como los remos de un bote muy grande.
Bumm… bumm… bumm.

El puño de Shenkt se hundió casi hasta el codo en la enorme panza del gordinflón que tenía a la derecha. Ni siquiera pudo gritar, sólo exhalar la infinitésima parte de un suspiro mientras los ojos se le salían de las órbitas. Un instante después, el canto de la abierta mano de Shenkt se hundía en su cara pasmada y casi le cortaba la cabeza, arrugando sus huesos como si fuesen de papel. La sangre salpicó la mesa y la cubrió con unas manchas oscuras, mientras las caras de quienes se sentaban junto a ella pasaban de la ira al asombro.

Shenkt sacó de su silla al que estaba más cerca y lo mandó al techo. Apenas había comenzado a gritar cuando ya se estrellaba contra un par de vigas, sacaba un montón de astillas de la madera de que estaban hechas y caía desmadejado entre una lánguida ducha de polvo y trozos de yeso. Pero, mucho antes de que hubiera caído al suelo, Shenkt agarraba la cabeza del jugador que estaba a su lado y, como si fuese un ariete, golpeaba con ella la mesa, destrozándola y rompiendo luego el suelo. Cartas, vasos rotos, trozos de tablones, fragmentos de madera y de carne, revueltos en una densa nube. Mientras caía, Shenkt sacó de una de sus mangas la cuchilla de carnicero que asomaba a medias por ella y la envió a dar vueltas por la habitación, hasta alcanzar el pecho del individuo de los tatuajes, que intentó levantarse del cojín en el que se sentaba cuando la primera nota de un grito de guerra vibró en sus labios. Pero, aunque le hubiese acertado con el mango, poco importó, porque la cuchilla siguió dando vueltas y vueltas alrededor de él como la peonza de un niño, rajándolo por todas partes y haciendo que la sangre saliese a salpicones de su cuerpo en todas las direcciones.

La ballesta cantó con voz profunda y distorsionada, y su cuerda vibró mientras lanzaba el dardo hacia él, nadando tan despacio en aquel aire lleno de polvo, que era como si se moviese entre melaza, flexionando ligeramente su astil de atrás adelante. Shenkt lo agarró al vuelo y lo envió hacia el cráneo de uno de sus contendientes, parte de cuyo rostro se vació tras la explosión de carne que le salió por la herida. Shenkt lo agarró por debajo de la mandíbula y, con un simple movimiento de muñeca, mandó su cadáver a volar por la habitación. Cayó encima del ballestero y lo aplastó. Luego, hechos ambos un amasijo, chocaron con todos sus huesos rotos contra la pared, la rompieron y fueron a parar al callejón que había al otro lado, dejando un agujero lleno de melladuras en los tabiques situados entre las dos paredes.

El guardia de la puerta levantó la maza y abrió la boca para gritar. Shenkt saltó por entre los restos de la mesa y le golpeó en el pecho con el dorso de las manos, reventándole la caja torácica y haciéndole girar como si fuese un sacacorchos, mientras la maza salía volando de su mano sin vida. Shenkt dio luego un salto y recibió blandamente en la palma de su mano la moneda de Sajaam, que ya había comenzado a caer.

Expulsó el aire de sus pulmones, y el tiempo volvió a correr.

Los últimos dos cadáveres habían caído encima de la puerta. Cubiertos de yeso, ya no se movían. Con los postreros estertores de la muerte, la bota izquierda del hombre tatuado daba patadas en los tablones del suelo. Otro gimió, pero no por mucho tiempo. Las últimas gotas de sangre caían por el aire que los rodeaba a todos, formando una bruma con las partículas de cristal roto, las astillas, los cuerpos rotos. Uno de los cojines había estallado, y las plumas del relleno aún caían en una nube blanca.

El puño de Shenkt temblaba delante del desmadejado rostro de Sajaam. Salió vapor por él y luego unas gotas de oro fundido que escaparon de sus dedos y bajaron por su antebrazo en relucientes regueros. Abrió la mano y se la enseñó con la palma hacia arriba, manchada de sangre negra, pintarrajeada con el reluciente metal.

—Ni cara ni cruz.

—Jod… jod… jod… —el tartamudo seguía sentado en la silla que había estado ocupando junto al lado de la mesa que ya no estaba, agarrando sus cartas con una mano engarabitada, hasta la mínima parte de él salpicada, manchada, regada con sangre.

—Tú —dijo Shenkt—, tartamudo, podrás vivir.

—Jod… jod…

—Eres el único que se ha librado. Fuera, antes de que me lo piense mejor.

Antes de que se volviera, Sajaam volteaba su silla por encima de la cabeza. Reventó en uno de los hombros de Shenkt, y sus partes rotas rebotaron en el suelo y saltaron hacia afuera. Un gesto fútil que Shenkt apenas acusó. El canto de su mano cayó como una cuchilla en el poderoso brazo de aquel hombre tan grande, partiéndoselo como si fuese una rama muerta y mandándole a él al suelo, donde cayó rodando.

Shenkt se acercó a Sajaam, y sus desgastadas botas de faena apenas hicieron ruido en el suelo cuando se abrió paso por los restos del desastre. Sajaam tosió, se llevó las manos a la cabeza e intentó retroceder, reptando sobre su espalda, balbuciendo a través de sus dientes que rechinaban, apartando los restos con las manos. Los talones de sus babuchas recamadas, de estilo gurko, dejaron un rastro en zigzag en los detritos de sangre, polvo, plumas y astillas que, como las hojas en la otoñal mañana de cualquier bosque, alfombraban toda la habitación.

—El hombre duerme a lo largo de toda su vida, incluso cuando está despierto. Aunque te quede poco tiempo, aún lo malgastas en querer olvidar. Airado, frustrado, obsesionado por las cosas sin importancia. Ese cajón no parece del mismo color que la parte frontal de mi escritorio. Cuáles son las cartas de mi contrincante, y cuánto dinero podré ganarle. Me gustaría ser más alto. Qué tendré para cenar, porque no me gustan las chirivías —Shenkt apartó un cadáver desmadejado con la punta de una bota—. Necesitamos un momento como éste para librarnos de nuestros sentidos, para apartar nuestros ojos del fango y mirar a los cielos, para anclar nuestra atención en el presente. Ahora comprendes lo preciado que es cada momento. Éste es el regalo que te hago.

Sajaam llegó hasta la pared y se apoyó en ella, intentando levantarse poco a poco mientras el brazo roto le colgaba, inerte.

—Aborrezco la violencia. Es la última herramienta de las mentes necias —Shenkt dejó de avanzar hacia él—. Así que no cometamos más necedades. ¿Dónde está Monzcarro Murcatto?

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