La mecánica del corazón (14 page)

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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

BOOK: La mecánica del corazón
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En el instante siguiente, el interruptor de espuma sume de nuevo a Marbella en la oscuridad. Los espectadores huyen como liebres de corral. Es hora de que vuelva a empaquetar mis cacerolas de sueños.

13

Méliès tardará dos días en arrastrar lo que queda de mí, apenas unos despojos, de Marbella a Granada. Cuando llegamos por fin a las afueras de la ciudad, la Alhambra toma el aspecto de un cementerio de elefantes. Veo alzarse defensas luminosas dispuestas a cortarme en pedazos.

—¡Levántate! ¡Levántate! —me resopla Méliès—. ¡No te abandones, no te abandones!

La cosa se rompe ahí debajo. Bizqueo ante los muñones de mis agujas. Lo que veo me da miedo. Me recuerda mi nacimiento.

Todo lo que había cobrado tanto sentido para mí se desvanece. Las ganas de formar una familia y tratar con cuidado a mi reloj para resistir el mayor tiempo posible, mis sueños de adulto reciente se funden como copos de nieve en el fuego. ¡Qué estupidez color de rosa, el amor! Madeleine me previno, pero no quise escuchar más que a mi corazón.

Me arrastro cada vez más despacio. El gran incendio hace estragos en mi pecho, pero estoy como anestesiado. Si cayera sobre mí un avión y me aplastara la cabeza, me resultaría indiferente.

Me gustaría ver aparecer ante mis ojos la gran colina de Edimburgo. ¡Oh, Madeleine, me siento tan solo! Me gustaría poder estar en mi cama y que me cantaras una de tus nanas. Allí arriba, en nuestra casa en la colina, debe quedar algún que otro sueño infantil escondido debajo de la almohada. Si regresara a casa, procuraría no aplastar esos sueños con mi cabeza pesada poblada de tantas preocupaciones de adulto. Intentaría dormirme con el pensamiento de que no iba a despertarme jamás. Esta idea me resulta extrañamente reconfortante. A la mañana siguiente, emergería en un estado lamentable, perdido como un boxeador fracasado. Pero Madeleine y todas sus atenciones me devolverían a mi estado de antes.

De regreso al taller, Méliès me instala en su cama. La sangre se extiende sobre las sábanas blancas. Las rosas de nieve reaparecen, en torbellinos. ¡Mierda, he manchado todas las sábanas!, me digo en un sobresalto de conciencia. Mi cabeza pesa una tonelada, estoy agotado de tanto pensamiento negativo.

—¡Quiero cambiar de corazón! ¡Modifícame, no me soporto más!

Méliès me observa con aire inquieto.

—Ya estoy harto de este yunque de madera que se estropea todo el tiempo.

—¿Sabes? Tu problema me parece bastante más profundo que la madera de tu corazón.

—Es esta sensación de acacia gigante que crece entre mis pulmones. Esta noche he visto a Joe llevándola en sus brazos y eso me ha atravesado. Jamás habría creído que iba a ser tan duro. Y cuando ella se ha ido golpeando la puerta, ha sido aún más duro.

—¡Ya conoces los riesgos de darle la llave de tu corazón a una centella, hijo mío!

—Quisiera que me instalaras un corazón nuevo y ponerle el contador a cero. No quiero volver a enamorarme nunca en mi vida.

Percibiendo el resplandor de la locura suicida en mi mirada, Méliès juzga inútil cualquier discusión. Me estira sobre su mesa de trabajo, como Madeleine en sus tiempos, y me hace esperar.

—Espera, voy a buscarte una cosa.

No logro relajarme, mis engranajes rechinan espantosamente.

—Seguro que tengo algunas piezas de recambio… —añade.

—Estoy harto de tener que repararme, quisiera algo lo bastante sólido para soportar las emociones fuertes, como todo el mundo. ¿No tendrías un reloj de recambio?

—Eso no arreglaría nada, ya lo sabes. Es tu cuerpo de carne y hueso el que habría que reparar. Y para eso, no necesitas ni médico ni relojero. Te hace falta o bien amor, o bien tiempo… pero mucho tiempo.

—No tengo ganas de esperar y ya no tengo amor, cámbiame este reloj, ¡te lo suplico!

Méliès parte a la ciudad para buscarme un corazón nuevo.

—Procura descansar un poco mientras esperas a que yo vuelva. Nada de tonterías, sobre todo.

Decido darle cuerda a mi viejo corazón por última vez. Mi cabeza da vueltas. Un pensamiento culpable vuela hacia Madeleine que tanto se ha esforzado por qué me mantenga en pie y avance sin romperme. Me invade un sentido de vergüenza a todos los niveles.

En cuanto hundo la llave en la cerradura, un dolor vivo salta bajo mis pulmones. Unas pocas gotas de sangre brotan en la intersección de mis agujas. Intento sacar la llave, pero está atascada en la cerradura. Intento desbloquearla con mis agujas rotas. La fuerzo, con todas las escasas fuerzas vaporosas que me quedan. Cuando por fin lo consigo, la sangre mana abundante por la cerradura. Telón.

Méliès regresa. Le veo borroso, como si me hubieran cambiado los ojos por los de Miss Acacia.

—Te he encontrado un corazón nuevo a estrenar, sin cuco, y con un tic-tac mucho menos ruidoso.

—Gracias…

—¿Te gusta?

—Sí, gracias…

—¿Estás seguro de que ya no quieres el corazón con el que Madeleine te salvó la vida?

—Seguro.

—No volverás a ser como antes, ¿lo sabes?

—Eso es exactamente lo que quiero.

Después de eso, no recuerdo nada, salvo una sensación de sueños borroso, seguido de una resaca gigantesca.

14

Cuando finalmente abro los ojos, descubro mi viejo reloj sobre la mesita de noche. Produce un efecto curioso poder tomar uno su corazón entre los dedos. El cuco ya no funciona. Tiene polvo encima. Me siento como un fantasma, fumándose tranquilamente un pitillo apoyado en su lápida, salvo que yo estoy vivo. Llevo un extraño pijama a rayas y tengo dos tubos conectados a las venas: otra chapuza con la que cargar.

Observo mi nuevo corazón sin agujas. No hace ningún ruido. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? Me levanto con dificultad. Me duelen los huesos. Méliès ha desaparecido. Instalada en su despacho, hay una mujer vestida toda de blanco. Una nueva conquista de Méliès, supongo. Le hago señas con la mano. Se sobresalta como si acabara de ver pasar un muerto viviente. Sus manos tiemblan. Creo que al fin he conseguido asustar a alguien.

—¡Estoy contenta de verte de pie! Si supieras…

—¡Yo también! ¿Dónde está Méliès?

—Siéntate. Tengo que explicarte algunas cosas.

—Tengo la sensación de llevar acostado ciento cincuenta años. ¿Puedo quedarme de pie cinco minutos?

—Honestamente, es preferible que te quedes sentado… Tengo cosas importantes que revelarte. Cosas que nadie ha querido decirte jamás.

—¿Dónde está Méliès?

—Regresó a París hace algunos meses. Me pidió que me ocupara de ti. Te quiere mucho, ya lo sabes. Estaba muy intrigado por el impacto que el reloj pudiera tener en tu imaginación. Cuando tuviste el accidente, se reprochó terriblemente no haberte revelado tu verdadera naturaleza, aunque no estuviera seguro de que eso pudiera cambiar el curso de los acontecimientos. Pero ahora debes conocer la verdad.

—¿Qué accidente?

—¿No te acuerdas? —dice ella tristemente—. Intentaste arrancarte el reloj cosido a tu corazón, en Marbella.

—Ah, sí…

—Méliès te injertó un nuevo corazón para subirte la moral.

—¡Subirme la moral! ¡Estaba en peligro de muerte!

—Sí, todos tenemos la sensación de que vamos a morir cuando nos separamos de una persona amada. Pero yo hablo de corazón en el sentido mecánico del término. Escúchame bien, pues sé que lo que voy a decir te resultará difícil de creer…

Se sienta a mi lado, toma mi mano derecha entre las suyas. Noto que tiembla.

—Podrías haber vivido sin esos relojes, ya se tratara de un reloj viejo o nuevo. No tiene ninguna interacción directa con tu auténtico corazón. No se trata de verdaderas prótesis, tan solo de placebos que, en el plano médico, no sirven para nada.

—¡Pero es imposible! ¿Por qué iba Madeleine a inventarse todo eso?

—Tiene fines psicológicos, sin duda. Probablemente para protegerte de tus propios demonios, como hacen muchos padres de un modo o de otro.

—Ahora entiendo por qué siempre me recomendó que dejara mi corazón en manos de relojeros y no de médicos. Ustedes no comprenden el tipo de medicina que practica la doctora Madeleine, eso es todo.

—Sé que es un modo un poco brutal de despertarse, pero es hora de que te pongan los péndulos en hora, si me permite la expresión, si es que tienes intención de volver a empezar con la vida de verdad.

—No creo ni una sola palabra de lo que me está diciendo.

—Es normal, siempre has creído en esta historia del reloj-corazón.

—¿Qué sabe usted de mi vida?

—La he leído… Méliès escribió tu historia en este libro.

El hombre sin trucos
, se leía en la portada. Lo hojeo rápidamente, recorro nuestra epopeya a través de Europa. Granada, el reencuentro con Miss Acacia, el regreso de Joe…

—¡No leas el final todavía! —dice ella de repente.

—¿Por qué?

—Primero debes asimilar que tu vida no está ligada a su reloj. Es el único medio que tienes de cambiar el final de este libro.

—Jamás podría creerlo, y menos aún admitirlo.

—Has perdido a Miss Acacia prestándole una fe de hierro a tu corazón de madera.

—¡No quiero escuchar eso!

—Habrías podido darte cuenta, pero esta historia de corazón está tan profundamente arraigada en ti… Debes creerme. Lee la primera parte del libro si quieres pero es posible que te entristezca. Pero tienes que pasar a otra cosa.

—¿Por qué Méliès no me lo dijo jamás?

—Méliès decía que no estabas en condiciones de entenderlo, psicológicamente hablando. Pensó que sería peligroso revelarte la verdad la noche del «accidente», visto el estado de shock en el que llegaste al taller. Se reprochaba terriblemente no haberlo hecho antes… Creo que se dejó seducir por la idea. No le hace falta mucho a él tampoco para creer lo imposible. Le subía la moral verte andar por el mundo con esa creencia tan firme… Hasta esa trágica noche.

—No tengo ningunas ganas de sumergirme en esos recuerdos por ahora.

—Lo entiendo, pero debo hablarte de lo sucedido justo después… ¿Quieres beber algo?

—Sí, gracias; pero ahora nada de alcohol, me duele la cabeza.

Mientras la enfermera va a buscar con qué recuperarme de tantas emociones, observo mi viejo corazón, destrozado, sobre la mesita de noche, luego el reloj nuevo, bajo mi pijama arrugado. La esfera es metálica, las agujas quedan protegidas por un vidrio. Una especie de timbre de bicicleta impera sobre el número 12. Este reloj me pica, tengo la impresión de que me han injertado el corazón de otra persona. Me pregunto qué más intentará hacerme creer esa dama de blanco.

—Aquel día —dice—, mientras Méliès fue a la ciudad a buscarte un reloj para calmarte provisionalmente, intentaste darle cuerda a tu reloj roto. ¿Te acuerdas?

—Sí, vagamente.

—Según lo que me ha descrito Méliès, estabas en un estado cercano a la inconsciencia, sangrabas abundantemente.

—Sí, mi cabeza dabas vueltas, me sentía mareado…

—Padeciste una hemorragia interna. Cuando Méliès se dio cuenta, vino a buscarme a toda prisa. Tal vez Méliès se haya olvidado de mis besos, pero recordaba mis talentos como enfermera. Te paré la hemorragia en el ultimísimo momento, pero no recuperaste el conocimiento. Insistió en hacerte la operación que te había prometido. Decía que te despertarías en mejor estado psicológico con un corazón-reloj nuevo. Yo lo consideré un acto absurdo, pura superstición, pero Méliès temía por tu vida.

Le escucho contar mi historia como si me diera noticias de alguien a quien solo conociera vagamente. Me cuesta entender toda esta información y relacionarla con mi realidad.

—Mi amor por Méliès no era recíproco, pero intenté ganarle. Al principio me quedé a tu lado para mantener contacto con él. Luego te tomé afecto leyendo
El hombre sin trucos.
Y heme aquí, metida en la historia, tanto en sentido propio como figurado. Desde el día del accidente cuido de ti.

Estoy aturdido. Recibo señales de mi cerebro que parecen anunciarme algo. «Puede que sea cierto.» «Puede que sea cierto.»

—Según Méliès, cuando destruiste tu corazón ante los ojos de Miss Acacia, pretendías mostrarle cuánto sufrías, y, al mismo tiempo, cuánto la amabas. Un acto idiota y desesperado. Pero no era más que un adolescente… peor, un adolescente con sueños de niño, incapaz de no mezclar los sueños y la realidad para sobrevivir.

—Seguía siendo ese niño inocente hace apenas unos segundos…

—No, dejaste de serlo al decidir abandonar tu viejo corazón. Eso era lo que temía Madeleine: que te convirtieras en adulto.

Cuanto más me repito la palabra «imposible», más claro resuena la palabra «posible» en mi cabeza.

—Sencillamente estoy contándote lo que he leído sobre tu vida en el libro escrito por Méliès. Me lo dio justo antes de regresar a París.

—¿Cuándo va a volver?

—Creo que nunca volverá. Ahora es padre de dos hijos, y trabaja mucho con la idea de fotografía en movimiento.

—¿Padre?

—Al principio nos escribía todas las semanas. Ahora pueden pasar largos meses sin que tenga noticias suyas; creo que teme que le anuncie… que has muerto.

—¿Cómo que largos meses?

—Estamos a cuatro de agosto de mil ochocientos noventa y dos. Has estado en coma unos tres años. Sé que te resultará difícil creerlo. Mírate en el espejo. La longitud de tu cabello es la medida del tiempo transcurrido.

—No quiero mirar nada por ahora.

—Los tres primeros meses, abrías los ojos algunos segundos por día como mucho. Luego, un día, te despertaste y pronunciaste algunas palabras a propósito de Miss Acacia antes de regresar a los limbos.

Ante la sola mención de su nombre, toda la intensidad de mis sentimientos por ella se reactiva.

—Desde comienzos de año, tus tiempos de vigilia se han hecho más largos y regulares. Hasta hoy. A veces sucede que la gente se despierta de un coma tan largo como el tuyo, ¿sabes? Después de todo, no es más que una noche muy larga. ¡Qué extraña felicidad la de verte por fin de pie! Méliès se pondrá loco de contento… Dicho esto, es posible que sufras algunas secuelas.

—¿Cómo?

—Uno no regresa indemne de un viaje tan largo; es ya extraordinario que te hayas acordado de quién eres.

Me cruzo con mi reflejo en la puerta vidriada del taller. Tres años. El anuncio del tiempo transcurrido me perturba. Tres años. Soy un muerto viviente. ¿Qué has hecho tú durante estos tres años, Miss Acacia?

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