La Matriz del Infierno (3 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Lo acabo de afeitar —susurró un enfermero mientras controlaba las gotas del suero fisiológico.

Impresionaba su deformación. Rolf retrocedió, con ganas de hallarse lejos de ese lugar. Pero en el minuto siguiente obtuvo una reparación. Así como en 1919, sobre el agitado muelle le habían dicho “éste es tu padre”, ahora, en ese crepúsculo de 1930 Raquel Eisenbach, acercándose con repugnancia a la oreja del paciente, susurró “éste es su hijo”. Era una presentación exactamente invertida. Rolf no iba a levantarlo por los aires, ni a rugir como un león, ni a estrecharlo sobre el pecho.

Raquel lo empujó maternalmente. Rolf se inclinó para que los ojos apenas entreabiertos, inflamados, lograsen reconocerlo. El paciente gruñó. Lo había reconocido.

En medio de una neta oposición de tendencias, la mano del hijo onduló hacia el velludo antebrazo del padre.

Raquel los dejó solos. En silencio pasaron los minutos. No eran amigos y no se tenían simpatía. Al cabo de un cuarto de hora o tal vez más, entre el ir y venir de miradas que se detenían fugazmente sobre la pared o el borde de la colcha, en el violento Ferdinand brotaron lágrimas. El diálogo, si lo hubo, fue entre los oscilantes brillos de las aguas saladas que se producen cuando la garganta se anuda de tal forma que impide la emisión de sonidos.

¿Cómo hacerle recorrer al estragado Ferdinand miles de kilómetros? Necesitaba un vehículo fantástico, algo que no existía. Mientras Rolf le contemplaba las bultuosidades de la cara y se mordía los dedos, decía “cómo nos has complicado la vida, viejo de mierda”.

El doctor Mazza se quitó los binoculares de marco dorado que abrochaba sobre su corta nariz y los depositó sobre el escritorio. Levantó las renegridas cejas. Dijo que el paciente no los podía escuchar desde su oficina y, por consiguiente, hablarían a calzón quitado. Había que evitar malos entendidos. El tratamiento puesto en marcha se proponía conseguir algo simple y complicado a la vez. Curarle las heridas era lo simple; hasta la fisura del pómulo evolucionaría sin secuelas. Complicado era eliminarle la adicción alcohólica. ¿Por qué? Porque demandaba tiempo, perseverancia y coraje, tres condiciones que no abundaban en una simple Sala de Primeros Auxilios. A pesar de ello, y mientras le atendía las heridas, había empezado a aplicarle la riesgosa desintoxicación.

—¿Riesgosa? —se asombró Rolf.

El médico explicó que la desintoxicación incluía abstinencia; pero en los pacientes adictos esto desencadenaba un efecto grave que, en los casos extremos, configuraba el
delirium tremens.
Cuando se instalaba era casi imposible contener al enfermo, atacado por alucinaciones horribles, en las que veía millares de insectos voraces.

Mazza intentó esquivar semejante cuadro, resignándose a una desintoxicación más lenta. Como no disponía de remedios ni de personal idóneo, le suministraba sedantes y también pequeñas dosis de vino. Se conformaba con un resultado menos espectacular y también menos accidentado. Una técnica eficiente sólo podía intentarse en Buenos Aires.

Calzó los binoculares, untó la lapicera y se puso a escribir.

—Ordeno la reducción inmediata de sedantes —explicó mientras llenaba un recetario—. En cuarenta y ocho horas tu padre estará en condiciones de partir.

Rolf pensó que, alterado, podría arrojarse del tren en marcha, lo cual sería una solución satisfactoria y definitiva. Raquel preguntó si necesitaba algún cuidado especial, o tomar medicamentos.

—Aquí tiene la receta —arrancó la hoja del talonario—. Mañana redactaré un informe para los colegas de Buenos Aires —hizo una pausa y miró con dureza a Rolf—: en Buenos Aires deberá ir al hospital y proseguir lo que empezamos aquí; ¿de acuerdo?

Al salir advirtieron que se acababa el día. Había refrescado. Nubes anchas bebían la última sangre del sol.

—Supongo que no tienes previsto dónde dormir —dijo ella envolviéndose con la gabardina.

Rolf movió la cabeza.

—¿Me recomendaría algún cuarto barato?

—Sí —sonrió—: mi casa.

—Pero... usted es muy generosa. No, no debo aceptar —calculó que se ahorraría un buen dinero.

—Las pensiones de Bariloche no te brindarán algo mejor. Salomón instalará un catre, frazadas sobran.

—Gracias. No esperaba tanto. Ya hicieron mucho por mi padre —expresaba un reconocimiento inexistente.

—Todavía no conoces a Salomón. ¡Ah! —se tocó la cabeza como si recién lo hubiera recordado—: también te presentaré a nuestra sobrina.

Rolf apartó violentamente una rama seca con la punta del zapato; cómo le encantaría partir al instante y evitar contraer deudas con estos judíos.

—Se llama Edith —siguió Raquel—. También vive en Buenos Aires. Es hija del hermano de Salomón, Alexander, y sus padres la trajeron aprovechando las vacaciones. Ellos tuvieron que regresar, pero Edith se quedará otro poco. Le encanta este lugar.

Ascendieron la empinada calle cuando cerraba la noche. La vivienda estaba iluminada por dentro.

A Rolf le pareció que el living lucía distinto con luz artificial. Descubrió muchas plantas, seguramente las mismas de antes, pero su turbada mente no las había registrado. Abundaban los arreglos con flores silvestres en recipientes variados, incluso en botellas.

Por entre el conjunto cálido y fragante se aproximó quien debía ser Salomón Eisenbach.

—¿Todo en orden?

—Sí —dijo Raquel—. Éste es Rolf, hijo de Ferdinand Keiper.

Era evidente que de alguna forma ella le había hecho saber sobre la llegada del muchacho.

—En dos días partirán a Buenos Aires —agregó—; así lo determinó el doctor Mazza.

—Bien, bien. En dos días —reflexionó el hombre mientras enrulaba los extremos de sus anchos bigotes entrecanos—. ¿Y estará Ferdinand Keiper en condiciones de hacer un viaje tan largo?

—Parece que sí.

—Bien, bien —sonrió con alivio.

—Rolf dormirá en casa. Supongo que estarás de acuerdo —guiñó.

—Oh, sí —devolvió el guiño—. Humm... ¿Dónde te parece?

—En el cuarto del fondo. Está casi vacío de mercaderías.

—Claro, claro. Me parece perfecto. ¿Te agrada permanecer con nosotros, Rolf?

—Estoy muy agradecido —respondió forzado.

—Entonces acompáñame —se arremangó la camisa—. Correremos los estantes y las vasijas para que tengas suficiente espacio; y me ayudarás a llevar el catre y las mantas.

—Lo haré yo solo, señor. No tiene por qué molestarse —protestó suponiendo que la mugre donde lo iba a instalar sería peor que la de su conventillo en Buenos Aires.

—Lo haremos juntos. Después tomarás el baño que te preparará Raquel, y disfrutaremos la cena. Por aquí.

Rolf se tensionó: lo mandaba a bañar porque creía que era un roñoso.

Edith se presentó bajo la forma de una desenvuelta adolescente. Sus ojos negros y grandes contrastaban con su tez clara; parecían reflectores. El anonadado Rolf, bajo su rocosa desconfianza, no pudo sostenerle la mirada. Tanto brillo no le dejó advertir las suaves pecas que se extendían por los pómulos. Apenas observó que sus cabellos eran lacios y rubios, atados a su nuca por un moño azul.

Menos mal que enseguida se sentaron a la mesa.

Raquel ingresó con una sopera coronada de vapor cuyo peso parecía vencerla. La depositó con triunfal sonrisa y hundió el cucharón en el espeso contenido; removió los trozos de verdura que se asomaban en la hirviente superficie, como si con ese gesto terminase de cocinarlos. Llenó los platos. Su marido levantó la panera y ofreció una rebanada a cada uno. Luego alzó su cubierto, dijo
“guten Appetit”
y empezó a comer. No hubo bendiciones y Rolf se sintió aliviado por no haber tenido que participar de una ceremonia extraña. Comieron en silencio.

La dueña de casa ofreció repetir. Rolf tenía hambre atrasada y aceptó con aparente resignación. Edith lo miró en el preciso instante en que sus recelosas pupilas se arriesgaron a caminar hasta las suyas. Le sonrió y el muchacho volvió a concentrarse en la cuchara.

El plato principal que Raquel trajo a continuación en una larga bandeja de porcelana consistía en rebanadas de carne roja con guarnición de papas, arvejas y zanahorias al horno. Cada uno tenía un alto vaso de cerveza que Salomón se encargaba de mantener lleno.

Apenas terminaron la comida Rolf quiso marcharse a dormir. Seguía dominado por el sinsabor; tanta riqueza y tanta sospechosa felicidad le retorcían los nervios.

Salomón lo levantó de un brazo y lo forzó a sentarse en el sofá del living mientras pedía a su sobrina que mostrase las pinturas que había realizado en Bariloche.

—No las he terminado aún —dijo mientras se dirigía a la cocina para ayudar a Raquel.

—¡Qué importa! Las veremos en borrador.

—No esta noche.

—Sabes que aprecio mucho tu trabajo y quiero asombrar a nuestro huésped —Salomón alzó la voz para ser escuchado a distancia.

Rolf alcanzó a ver que Edith se cubría la cara.

—No te pongas cargoso con Edith —reprochó Raquel mientras abría los grifos.

—Vamos, no te hagas rogar —insistió Salomón. Eligió una pipa y la llenó concentradamente. Tras furiosas chupadas para conseguir encenderla, se dirigió al desprevenido Rolf—: Dime: ¿no tienes curiosidad por las pinturas de Edith?

La pregunta lo sobresaltó; enderezó su espalda. ¿Qué podía decir? ¿Qué pretendía ahora de él? Contestó en forma automática que sí, por supuesto. Aunque lo único que deseaba era quedarse solo.

Salomón abrió los brazos:

—Ya ves, querida: tienes que ceder ante la demanda del público.

—Salomón...—protestó Raquel.

—Y para no ser menos —continuó el bienhumorado hombre mientras lanzaba hacia el cielo raso espirales de humo—, después Raquel tocará algunas piezas al piano —se dirigió a Rolf—: Es maravillosa, te aseguro que mi mujer es maravillosa. No lo sabías, ¿verdad?

—Tocaré el piano si dejas de presionar a Edith —chilló desde la cocina, entre el ruido de agua, platos y cubiertos.

—No la presiono. ¡Mira, mira! Aquí trae sus trabajos.

Edith reapareció cargando pinturas.

—Bien, bien —su tío fue a su encuentro con entusiasmo—. A ver, colócalos sobre el aparador. Da mejor la luz. Y podremos apreciarlas desde lejos. Contra este jarrón: es un auténtico Sèvres que le regalaron a mi madre en su casamiento; una reliquia, una verdadera reliquia familiar. Así. ¡Por favor! ¡Qué bien lucen junto a un Sèvres!

La ayudó a instalar tres cuadros, asegurándose de que el alto jarrón no corriera peligro.

Una pintura reproducía el lago Nahuel Huapi con las montañas verde-añil en un ángulo. A Rolf le asombró advertir que las montañas eran también caras disimuladas en la vegetación y la piedra, como monstruos escondidos.

Otro se inspiraba en el frente de la casa de sus tíos, visto desde la hondonada de la calle. Era fácil de reconocer por la calcárea verja y el jardín con la araucaria. Parecía un castillo fantástico sostenido por enormes nubes. Mirando mejor, se reconocía un rostro cuyas órbitas y nariz estaban formadas por las aberturas de la casa y su cabellera por las nubes.

El tercer cuadro mostraba el Centro Cívico de Bariloche en construcción. Se diferenciaba de las otras pinturas porque contenía gente de verdad.

—¿Qué me dices? —preguntó el orgulloso tío con los pulgares enganchados en la sisa del chaleco.

—Lindos. Y... extraños —tartamudeó, evitando mirar a Edith, que se había puesto cerca.

—¡Será una gran pintora! —sentenció abrazándola por los hombros.

—Todavía le falta —corrigió Raquel desde la cocina—. No te dejes infatuar por tu tío.

—Claro que no —asintió mientras recogía los cuadros.

—¿Por qué los sacas? —protestó Salomón—. Que nos acompañen durante el concierto. Raquel: deja los platos y alégranos los oídos.

Mientras la esperaban, Edith logró intercambiar algunas frases con Rolf y le contó que sus padres amaban la ópera y que su madre, llamada Cósima, cantaba muy bien. Raquel se sentó al piano. Levantó la bruñida tapa, enrolló la tela bordada que protegía el teclado y, mirando en torno, preguntó qué preferían.

—Algo de Beethoven —sentenció Salomón como si ordenase un menú—, un Rondó de Mozart y, de postre, te dejo elegir entre los Scherzos de Chopin.

—Todo un programa, ¿no? —miró pensativa el cielo raso y contraofertó—: Un Preludio de Bach y luego cantaremos
Du bist wie eine Blume.

Probó los sonidos con breves escalas y después permaneció quieta, concentrada en las teclas. Brotaron los sonidos del sereno Preludio como perlas de un collar. La pianista entrecerraba los párpados e inclinaba levemente su cabeza hacia el hombro derecho, como si necesitara la actitud de los santos ante la proximidad de lo sagrado. El perfecto dibujo avanzó sin tropiezos hasta que súbitamente marcó su fin con la lentificación del último compás.

Aplausos. Rolf aplaudió también; por un instante olvidó que estaba entre enemigos.

—Gracias —la pianista giró medio círculo—. Y ahora cantaremos
Du bist wie eine Blume.

El piano desgranó la introducción y luego Raquel, Salomón y Edith cantaron el
lied
de Schubert inspirado en el —aún Rolf no lo sabía— famoso poema de Heinrich Heine. Era la primera vez que lo escuchaba; letra y música tenían tanta lógica en su desarrollo que enseguida Rolf pudo acoplarse al pequeño y entusiasta coro, siempre en un tono más bajo, para disimular la desafinación. La magia de aquel momento se produjo cuando pudo mirar a Edith a los ojos y sostener por primera vez su mirada; y sonreírle con los ojos y quizás también con los labios.

Esa noche Rolf despertó varias veces en el improvisado dormitorio. Recordó fragmentos del largo viaje, lo irritó que apareciera su madre llorando, siempre llorando, vio a su calamitoso padre con la cara vendada, se preguntó qué eran los monstruos que pintaba Edith. El colchón era bueno y las sábanas limpias, fragantes. Nunca había dormido con sábanas tan agradables. Le daba rabia que lo atendiesen de esta forma. Evocó los muslos de Raquel Eisenbach y estalló su deseo. Mascullando maldiciones empezó a frotarse la entrepierna.

EDITH

Febrero de 1930 tuvo un sabor agridulce para Edith. Sus padres la llevaron al sur, a casa de los cariñosos tíos, como en años anteriores. Alexander y Cósima permanecieron sólo una semana, pero Edith un mes.

Durante una cena compartida por los cinco, Salomón comentó que había estado bebiendo cerveza con su amigo Landmann cuando se acercó un hombre alto y barbudo que dijo: “Ustedes hablan con el acento de la Selva Negra”. “También usted”, rió Landmann. Y empezaron un ping pong de nombres para adivinar la procedencia de cada uno. Mezclaron ciudades con pequeños pueblos hasta que Salomón pronunció Freudenstadt. Entonces el barbudo levantó los ojos, como si se dirigiese a Dios, y exclamó emocionado, sílaba por sílaba, “¡Freu-den-stadt!”... Landmann lo invitó a sentarse y compartir la cerveza. Hablaron de la República de Weimar, que el desconocido insultó, y del Kaiser, a quien elogió. Discutieron fuerte, pero luego se ocuparon de la buena gente que habita la Selva Negra y del sabor incomparable que tenía su dialecto. Hablaron del habla.

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