La mano izquierda de Dios (28 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Y si no estáis de vuelta y os desplegáis antes del alba, ellos llegarán al paso y quedarán fuera del alcance. Y aunque no fuera así: un ataque a la luz del día significa la muerte de la muchacha. Tenemos que detenerlos antes de que se pongan en marcha, o será demasiado tarde.

—Solo somos dos —señaló IdrisPukke.

—Sí —respondió Cale—. Pero uno de los dos soy yo.

—Es suicida.

—Si fuera suicida, yo no lo haría.

—Entonces, ¿por qué queréis hacerlo?

Cale se encogió de hombros.

—Si rescato a la muchacha, entonces Su Enormidad el Mariscal me estará eternamente agradecido. Lo bastante para darme dinero, un montón de dinero, y concederme un viaje seguro.

—¿Adonde?

—A cualquier sitio donde se esté caliente, la comida sea buena y esté tan lejos de los redentores como sea posible, sin caer por el confín de la Tierra.

—¿Y vuestros amigos?

—¿Amigos? Ah, ellos también podrían venirse. ¿Por qué no?

—El riesgo es demasiado grande. Sería mejor dejarla como rehén, y que Materazzi pueda canjearla por lo que pidan los redentores.

—¿Tan seguro estáis de que la quieren como rehén? —preguntó Cale con voz fría e irritable.

IdrisPukke lo miro.

—Veamos... tal vez ahora salga la verdad.

—La verdad es que vos pensáis que los redentores son como vos, solo que peores y más enloquecidos, pero creéis que lo que queréis vos y lo que quieren ellos... es lo mismo en el fondo. Pero no es así. —Lanzó un suspiro—. No es que yo los comprenda, porque no los comprendo. Creía que sí hasta lo que ocurrió antes de que yo matara a ese puerco de Picarbo, el redentor. Os dije que lo hice para evitar que la... ya me entendéis, que la volara.

—Violara.

Cale enrojeció. Odiaba que le corrigieran.

—Da igual cómo se diga; la verdad es que no es eso lo que hacía. La estaba cortando. —Y entonces le contó a IdrisPukke exactamente lo que sucedió aquella noche.

—¡Dios mío! —exclamó horrorizado IdrisPukke cuando Cale terminó de contarlo—. ¿Por qué?

—Ni idea. A eso me refería cuando dije que ya no estaba seguro de conocer lo que pasa por sus asquerosas mentes.

—¿Por qué motivo podrían hacerle algo así a Arbell Materazzi?

—Ya os dije que no lo sé. Tal vez quieran ver cómo es una mujer Materazzi. Ya sabéis... —se detuvo, violento por una vez—: cómo es por dentro. No lo sé. Pero no me creo que quieran dinero a cambio de ella. No es su estilo.

—Tal vez tenga más sentido que os quieran a vosotros.

Cale ahogó una exclamación que era casi una carcajada.

—Les gustaría dar un buen escarmiento conmigo: montar una buena hoguera con gran pompa. Y no niego que sean capaces de ir muy lejos por conseguirlo, pero ¿empezar una guerra con los Materazzi por un acólito? Ni en mil años. —Sonrió con tristeza—. Me imagino que la misma idea habrá pasado por la mente del Mariscal. Estoy dispuesto a apostar que no tarda nada en enviarnos a los cuatro al Santuario solo como gesto de buena voluntad. ¿No lo creéis vos?

IdrisPukke no respondió, porque eso era exactamente lo que él estaba pensando. Se quedaron los dos en silencio durante un par de minutos.

—Es arriesgado, pero lo podemos intentar —dijo Cale—. Ella no significa nada para mí —mintió—. No daría la vida por una de esas Materazzi, que son unas mocosas mimadas. Pero si los redentores se la llevan, tengo mucho que perder. Si la recuperamos, tengo mucho que ganar. Y vos también, lo mismo que yo. Todo lo que tenéis que hacer es cubrirme. Aunque saliera mal, vos tenéis muchas posibilidades de huir. Y nadie, afrontémoslo, nos va a dar las gracias si averiguan que llegamos hasta aquí y los dejamos escapar sin hacer nada.

IdrisPukke sonrió.

—Lo injusta que es la vida: siempre es el mejor argumento. Muy bien. Explicadme vuestro plan.

—Hay tres palabras que Bosco me repetía casi a diario: sorpresa, violencia, velocidad. Ahora lamentará haberlo hecho. —Cale trazó un círculo en las pinochas que cubrían el suelo del bosque—. Habrá cuatro vigías alrededor del círculo: al este, al oeste, al norte y al sur. Esta noche no hay luna, así que no podemos hacer nada hasta que raye el alba. Entonces vos tendréis que matar al vigía que está al oeste: lo haréis en cuanto podáis descubrirlo. Yo me encargaré del vigía del sur. Vos tenéis que mantener la posición del vigía del oeste porque es la única desde la que se puede disparar tras la roca junto a la cual se encuentra la chica. Ahí es donde la llevaré en cuanto pueda liberarla. ¿Conocéis algún canto de pájaro?

—Puedo imitar el búho —dijo IdrisPukke, dudando—. Pero no hay búhos en esta parte del mundo. —IdrisPukke hizo una demostración—. ¿Y si el vigía grita mientras intento matarlo?

—¿Mientras intentáis...? —preguntó Cale, consternado—. No podéis intentarlo. No quiero oíros decir que vais a hacer todo lo que podáis. Si fracasáis soy hombre muerto. ¿Lo entendéis?

IdrisPukke miró a Cale, ofendido.

—No os preocupéis por mí, muchacho.

—Bueno, sí que me preocupo. Así que en cuanto oiga vuestra señal, mataré al vigía del sur. Necesitaré un minuto para ponerme su hábito. Entonces entraré en el campamento con todo el sigilo que pueda. Cuando los demás vigías comprendan lo que sucede...

—¿Por qué no matamos primero a todos los vigías?

—No es posible andar por aquí mucho tiempo sin ser descubierto. Este es el procedimiento más seguro. Ellos se quedarán confundidos, y en el campamento yo tendré el mismo aspecto que los otros. Será aún casi de noche. Si hacéis vuestro trabajo correctamente, de un modo u otro, todo llevará muy poco tiempo.

—¿Qué es lo que tengo que hacer?

—No veréis dónde están los vigías del norte y el este hasta que empiecen a disparar. Si lo hacen, entonces vos debéis responder. Encargaos de que no puedan asomar la cabeza. Yo llevaré a la chica tras esa roca. No nos pueden disparar desde ningún punto, salvo de arriba. —Cale sonrió—. Ahí viene lo peliagudo. Vos tenéis que evitar que se coloquen encima y detrás de nosotros hasta que yo pueda escapar. Ella estará segura allí siempre y cuando podáis evitar que tomen vuestra posición. Cuando llegue arriba, seremos dos contra dos.

—Eso supone treinta y cinco metros al descubierto, los últimos doce subiendo por un terreno bastante abrupto. Con que sean un poco buenos, no me fío mucho de vuestras posibilidades.

—Pues buenos son.

—De cualquier manera, no sé por qué me preocupo por una carrera suicida. Al fin y al cabo, primero tendréis que matar a seis hombres armados sin ayuda de nadie. La idea entera es absurda. Deberíamos esperar a los Materazzi.

—La matarían antes de que los Materazzi se acercaran. La única posibilidad que tiene es esta. Depende de nosotros. Puedo hacerlo en menos tiempo de lo que tardo en contarlo. No esperarán un ataque tan cerca del alba, y no serán capaces de distinguirme de los suyos en la oscuridad. Cuando hayan comprendido que se trata de un ataque, esperarán que el lugar se llene de Materazzi, no esperarán nada parecido a esto.

—Desde luego, porque es un plan demasiado idiota para creerlo.

—Es mi vida la que está en juego, no la vuestra.

—Y la de la chica.

—La chica tendrá algún valor solo si somos nosotros quienes la salvamos. Si no lo hacemos, vos quedaréis convertido en una especie de nulidad, o algo peor. La elección es bastante sencilla, diría yo.

Seis horas después, IdrisPukke se encontraba en pie sobre el cadáver del vigía del punto sur. En el pasado IdrisPukke había tenido el mando en numerosas batallas en las que habían muerto miles de hombres. Pero hacía mucho tiempo que no mataba a un hombre cara a cara. Se quedó por un instante contemplando sus ojos vidriosos y su boca abierta, con los labios retraídos sobre los dientes, y sintió que todo su cuerpo empezaba a temblar.

Como resultado, en sus esfuerzos por imitar un búho se le atascó la garganta, y el alarido resultante podría haber alarmado a cualquiera que hubiera oído a un búho de verdad. Pero, al cabo de menos de un minuto, pudo distinguir la silueta de Cale bajando la pendiente con mucho cuidado de no hacer ruido ni movimientos apresurados, para no ser descubierto por los dos vigías que quedaban.

Un profundo terror comenzó a invadir a IdrisPukke al ver al que, al fin y al cabo, el que caminaba con soltura hacia los seis hombres dormidos y empezaba a actuar era poco más que un niño.

No estaba seguro de qué esperaba que ocurriera, pero no era lo que vio: Cale sacó su espada corta y con un movimiento muy sencillo apuñaló el primer dormido. El hombre ni se movió ni gritó. Con la misma calma, Cale se acercó al segundo hombre. Se repitió el potente golpe de arriba abajo, en completo silencio. Mientras se movía, el tercer redentor empezó a rebullir y levantó la cabeza. Otro golpe: si este gritó, IdrisPukke no pudo oírlo. Cale se dirigió entonces hacia el cuarto hombre, que casi dormido se había incorporado y observaba a Cale. Cayó profiriendo un grito ahogado pero potente.

El quinto y el sexto de los durmientes despertaron, como hombres experimentados que eran, curtidos en la batalla y en las emboscadas. El primero le gritó a Cale y se abalanzó contra él, dirigiéndole una lanza corta al rostro. Cale le lanzó un golpe al cuello, pero falló y le atravesó la oreja. El redentor gritó y se agachó, bramando de dolor. El último de los durmientes perdió su habitual entereza, como si los años de experiencia en la lucha no le sirvieran de nada, y contempló horrorizado a su amigo, que se aferraba a las hojas del suelo del bosque, cubiertas de sangre. Lo contempló en silencio, inmóvil como un tocón, mientras Cale, que parecía en trance, le atravesaba el esternón. Un simple grito ahogado y cayó, mientras el otro seguía bramando en el suelo.

Por primera vez, Cale empezó a correr. Se dirigía hacia la muchacha, que había despertado y contemplado las tres últimas muertes. Estaba atada de pies y manos, y él, con un solo movimiento, se la echó sobre el hombro y corrió a ponerse a cubierto tras la peña contra la cual ella había estado durmiendo. Una flecha le pasó volando junto al oído izquierdo y rebotó en la roca. En lo alto, IdrisPukke respondió con una flecha suya. Hubo una réplica inmediata del segundo vigía, que fue a clavarse en los árboles tras los cuales se ocultaba IdrisPukke.

Durante los minutos siguientes, las flechas volaron de un lado hacia el otro. IdrisPukke comprendió cómo llegaban: uno de los vigías iba avanzando hacia él mientras el otro le cubría. A cada segundo que pasaba había más luz, y, por tanto, se desvanecían las posibilidades de Cale de hacer una escapada exitosa. IdrisPukke debería moverse pronto o sería arrinconado. Cale le hizo un gesto a Arbell para que se quedara allí y en silencio, y entonces avanzó, salió corriendo de detrás de la peña, hacia la pendiente por la que se salía de la hondonada. Tan pronto como vio correr a Cale, IdrisPukke, con el arco tensado, esperó un disparo demasiado apresurado que revelara la posición del arquero. Pero el arquero tenía sangre fría, y estaba esperando a que Cale llegara a la pendiente, por la que tendría que avanzar más despacio, para dispararle entonces. Al muchacho solo le costó unos cuatro segundos llegar hasta allí, y entonces empezó a trepar, hundiendo pies y manos en la capa de pinochas sueltas y secas, y yendo cada vez más despacio. Entonces, cuando ya había subido tres cuartas partes de la pendiente, resbaló en una raíz de árbol cubierta de limo y tuvo que pararse, buscando dónde asentar los pies. Solo duró un segundo, pero eso frenó el impulso con el que ascendía, y le dio al arquero todo el tiempo que necesitaba. La flecha llegó, zumbando en el aire como una avispa, y se clavó en Cale justo cuando llegaba arriba.

El corazón le dio un vuelco a IdrisPukke: en la penumbra era difícil ver dónde había impactado la flecha, pero el sonido que había hecho era inconfundible, a la vez duro y suave.

Ahora también él tenía problemas. Los dos vigías ya solo tenían que preocuparse de él. Si se quedaba allí, sus posibilidades de sobrevivir eran escasas, pero si huía ellos podrían ocupar el puesto que él estaba protegiendo, desde donde les bastaría con inclinarse sobre el borde de la hondonada para acabar con la muchacha, algo que harían seguramente al haber quedado solo dos. Los arbustos que lo rodeaban eran densos y, aunque eso le protegía, también protegía a los vigías. Todo parecía haberse vuelto a favor de los redentores, nada a favor de él.

Durante los cinco minutos siguientes muchas cosas desagradables le pasaron por la mente, como la horrible experiencia de ver acercarse la muerte y la tentación de huir. Si moría allí, como ocurriría sin duda, según le aseguraba el lado malvado de su conciencia, eso no le haría ningún bien a la muchacha: morirían dos en vez de una. Pero después, claro estaba, tendría que llevar esa carga el resto de la vida. «Pero podrías soportarlo —le decía el lado malvado de la conciencia—. Más vale ser perro vivo que león muerto».

Y así IdrisPukke, con la espada clavada en tierra delante de él y el arco preparado, aguardaba, soportando los pensamientos que le venían a la cabeza. Y aguardó. Y aguardó.

El dolor no era nada nuevo para Cale, pero el que le producía la flecha que se le había clavado justo encima de la paletilla estaba muy por encima de cualquier otro que hubiera soportado antes. El sonido que dejaba escapar a través de los dientes apretados era un gemido, tan imposible de contener por el valor o por un acto de voluntad como la sangre caliente que notaba que le caía por la espalda. Su cuerpo empezó a temblar por el dolor, como si fuera a tener un ataque. Intentó respirar hondo, pero el dolor seguía golpeándolo y produjo un espasmo de gritos entrecortados. Tuvo que sentarse erguido para controlar el dolor. Empezó a arrastrarse, gimiendo, hasta que perdió el conocimiento. Despertó sin saber muy bien cuánto tiempo había permanecido inconsciente. ¿Segundos, minutos? Estaban yendo a por él, y tenía que ponerse en pie. Se arrastró hasta un pino y, apoyándose en él, comenzó a levantarse. Demasiado. Se detuvo, después siguió. Ponte en pie o muere. Pero todo lo que podía hacer era volverse y apoyar contra el tronco del árbol la parte indemne de la espalda. Vomitó y volvió a desvanecerse. Cuando despertó, lo hizo con un sobresalto y un gemido de dolor, pero esta vez fue a causa de una piedra del tamaño de un puño que le había arrojado un redentor desde unos diez metros de distancia.

—Imaginé que os estaríais haciendo el muerto —dijo el redentor—. ¿Dónde están los demás?

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