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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (68 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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La guardia real reaccionó con rapidez, por puro instinto. Al ver el centelleo de la hoja del asesino y escuchar su grito, dejaron caer las lanzas y saltaron sobre él para reducirlo, el capitán hizo saltar la espada de la mano de Hugh, desenvainó la suya y se dispuso a conceder al asesino la muerte rápida que éste había pedido cuando, de improviso, se le vino encima una forma peluda y enorme.

El perro había presenciado todos aquellos acontecimientos con interés, disfrutando de la excitación con las orejas tiesas y los ojos brillantes, pero aquellos últimos movimientos bruscos, los gritos y el revuelo, sobresaltaron al animal. Zarandeado, trató de salirse de en medio y, en aquel instante, vio al capitán a punto de hacer daño a un hombre a quien el perro tenía por amigo.

Sus mandíbulas se cerraron en torno al brazo del capitán. El animal arrastró al hombre al suelo y los dos rodaron juntos, el perro entre gruñidos y el capitán tratando de desembarazarse de su feroz ataque.

La guardia real retuvo inmovilizado a Hugh. El sargento, espada en mano, se dispuso a acabar con el asesino.

—¡Alto! —gritó Stephen. Recuperado del primer instante de sorpresa, había reconocido a Hugh.

El sargento obedeció y se volvió hacia su rey. El capitán rodó por el suelo mientras el perro lo acosaba como a una rata. Stephen, perplejo, atraído por la expresión que veía en el rostro del asesino, avanzó de nuevo hacia él.

—¿Qué...?

Nadie, salvo Hugh, prestaba atención a Bane.

El príncipe había recogido del suelo la espada de Hugh y avanzaba hacia el rey, acercándose a él por la espalda.

—¡Majestad...! —gritó Hugh e hizo un esfuerzo por desasirse.

El sargento le asestó un golpe en la cabeza con la espada plana. Hugh perdió el sentido y se derrumbó en brazos de sus captores. Pero su acción atrajo la atención de la reina. Ana se percató del peligro, pero estaba demasiado lejos y no podía hacer nada.

—¡Stephen! —gritó.

Bane asió la empuñadura del arma con ambas manitas.

—¡Seré rey! —gritó con rabia, y hundió la espada con todas sus fuerzas en la espalda de Stephen.

El rey soltó un grito de dolor y se tambaleó hacia adelante.

Se llevó la mano a la herida con incredulidad y notó que la sangre le empapaba los dedos. Bane extrajo el arma. Tras dar unos pasos vacilantes, Stephen cayó al suelo. Ana abandonó la entrada de la tienda y corrió hacia él.

El sargento, estupefacto, incapaz de asimilar lo que acababa de presenciar, contempló al chiquillo y vio sus manitas bañadas en sangre. Bane preparó otro golpe, una estocada mortal, pero la reina se arrojó sobre el cuerpo de su esposo herido.

Con la espada levantada, Bane se precipitó sobre ella.

De pronto, el cuerpo del chiquillo experimentó un espasmo y sus ojos se abrieron como platos. Dejando caer la espada, se llevó las manos al cuello entre jadeos, como si no pudiera respirar. Lentamente, con una mueca de espanto, volvió la cabeza.

—¿Madre? —Medio asfixiado, sólo logró articular esta palabra.

Iridal apareció entre las sombras. Sus pálidas facciones tenían una expresión firme y resuelta. Sus movimientos denotaban una calma amenazadora, una determinación terrible. Un extraño sonido susurrante, como si la noche exhalara un suspiro, envolvió a los presentes.

—¡Madre! —Bane jadeó, cayó de rodillas y extendió una mano suplicante—. ¡Madre, no...!

—Lo siento, hijo mío —dijo Iridal—. Perdóname. No puedo salvarte. Tú mismo te has condenado. Sólo hago lo que debo.

Iridal levantó la mano.

Bane la miró con furia e impotencia; después, puso los ojos en blanco y se derrumbó en el suelo. Su pequeño cuerpo se estremeció y ya no volvió a moverse.

Nadie dijo nada, nadie se movió. Las mentes trataron de asimilar lo sucedido, que incluso en aquel momento parecía inconcebible. El perro percibió que el peligro había pasado y abandonó su ataque. Se acercó a Iridal y tocó con su hocico la mano fría de la mujer.

—Cerré los ojos a lo que era su padre —dijo ella con voz serena, terrible de escuchar—. Y cerré los ojos a aquello en que se había convertido Bane. Lo siento. En ningún momento fue mi intención que nada de esto sucediera... ¿Está..., está muerto?

Un soldado próximo al cuerpo del muchacho se agachó y le puso la mano en el pecho. Después, alzó la vista a Iridal y asintió sin una palabra.

—Es lo justo. Así fue cómo murió tu hijo, Majestad —dijo Iridal con un suspiro. Su mirada estaba posada en Bane; sus palabras iban dirigidas a Ana—. El pequeño no podía respirar el aire tenue del Reino Superior. Hice lo que pude, pero el pobrecito murió sofocado.

La reina prorrumpió en un sollozo, volvió la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Stephen se incorporó de rodillas y pasó el brazo en torno a sus hombros. Horrorizado y conmocionado, contempló el cuerpecillo que yacía en el suelo.

—Soltad a ese hombre —dijo Iridal, volviendo hacia Hugh su mirada vacía—. No tenía ninguna intención de matar al rey.

La guardia real no pareció muy convencida y miró a Hugh con aire amenazador. El asesino tenía la cabeza caída hacia adelante y no la levantó. Su destino lo traía sin cuidado.

—Hugh hizo un intento de agresión deliberadamente torpe —explicó Iridal—. Un intento con el que quería poner al descubierto ante ti... y ante mí... la traición de mi hijo. Y lo ha conseguido —añadió en un susurro.

El capitán, sucio y desgreñado pero sin mayores males, ya estaba en pie y dirigió una mirada de interrogación al monarca.

—Haz lo que la mujer dice, capitán —ordenó Stephen mientras se incorporaba jadeando de dolor. Apenas podía respirar. La reina lo abrazó por la cintura para ayudarlo—. Soltadlo. En el momento en que ha levantado la espada he sabido que... —El rey intentó andar y estuvo a punto de caer.

—¡Ayudadme! —gritó la reina mientras lo sostenía—. ¡Que venga Triano! ¿Dónde está Triano? ¡El rey está malherido!

—No hay para tanto, querida —dijo Stephen, esbozando una sonrisa—. He sufrido... otras heridas más graves que ésta...

La cabeza le cayó a un costado y se derrumbó en los brazos de su esposa.

El capitán corrió en ayuda de su desmayado rey, pero se detuvo y volvió la cabeza alarmado al oír la voz de alerta de un centinela. Una sombra se movió contra la luz de las hogueras y se oyó el entrechocar del acero. La guardia real, nerviosa, se aprestó a la acción. Capitán y sargento blandieron las espadas y se plantaron delante de Sus Majestades. Stephen había caído al suelo, y Ana se agachó sobre él en un gesto protector.

—Tranquilizaos. Soy yo, Triano —dijo el joven hechicero, surgiendo de la oscuridad.

Una rápida mirada a Hugh, al chiquillo muerto y a la madre de éste le bastó para hacerse una idea de la situación.

Triano no perdió el tiempo en preguntas, y de inmediato tomó el mando.

—Deprisa. Llevad a Su Majestad a su tienda y cerrad la cortina. ¡Deprisa, antes de que os vea nadie!

El capitán, con una expresión de inmediato alivio, impartió sus órdenes. Varios hombres condujeron al rey a la tienda. El sargento bajó la cortina de la entrada y se plantó ante ella para montar guardia personalmente. El joven hechicero dedicó unos instantes a dirigir unas breves palabras de ánimo a la reina y la mandó a la tienda para que preparara agua caliente y unas vendas.

—Vosotros, soldados —dijo a continuación, volviéndose hacia la guardia real—, ni una palabra a nadie de lo sucedido, por vuestras vidas.

Los soldados asintieron y saludaron.

—¿Debemos doblar la guardia, mago? —preguntó el sargento de rostro ceniciento.

—Rotundamente, no —contestó Triano—. Todo debe parecer normal, ¿entendido? El lobo ataca cuando huele la sangre. —Dirigió una mirada a Iridal, inmóvil ante el cuerpo de su hijo—. Apagad esa hoguera y ocultad el cadáver. Nadie debe abandonar esta zona hasta que yo regrese. Con tacto, soldados —previno a éstos mientras lanzaba otra mirada a Iridal.

La reina Ana, nerviosa, se asomó por la cortina de la tienda reclamando su presencia.

—Triano... —empezó a decir.

—Ya voy, Majestad. Vuelve adentro. Todo irá bien. —El hechicero se dispuso a entrar en la tienda real—. Uno de vosotros, que venga conmigo. Y trae una capa.

El sargento y un soldado se pusieron en movimiento para obedecer las órdenes, pero Hugh levantó la cabeza.

—Yo me ocuparé de ello —dijo.

El sargento contempló el rostro del individuo, gris y demacrado, embadurnado de barro y manchado de la sangre que manaba de una cuchillada profunda que casi dejaba a la vista el hueco del pómulo. Sus ojos eran casi invisibles bajo las cejas fruncidas y sobresalientes; dos puntitos llameantes, reflejo de las hogueras de la guardia, ardían en lo más hondo de sus cuencas envueltas en sombras.

Hugh se movió para cortar el paso al sargento.

—Hazte a un lado —ordenó éste, irritado.

—He dicho que lo haré yo.

El sargento miró a la hechicera, pálida e inmóvil. Luego, miró el cuerpo menudo que yacía a los pies de la mujer. Por último, se volvió hacia Hugh, sombrío y ceñudo.

—Adelante, pues —dijo el sargento, tal vez aliviado. Cuanto menos tuviera que ver con aquellos desconocidos, mejor para él—. ¿Hay algo que...? ¿Necesitarás algo de nosotros?

Hugh dijo que no con la cabeza, se volvió y se acercó a Iridal. El perro yacía en silencio junto a ella. Al aproximarse Hugh, meneó el rabo suavemente.

Detrás de Hugh, los soldados arrojaron agua sobre la fogata. Con un siseo, una lluvia de chispas se alzó en el aire. La oscuridad los envolvió, y el sargento y sus hombres se situaron más cerca de la tienda real.

El leve resplandor perlado de la coralita iluminó el rostro de Bane. Con los ojos cerrados, apagada la luz de aquella ambición y aquel odio tan insólitos, parecía un chiquillo cualquiera, profundamente dormido, que soñara con un día de travesuras normales. Sólo las manos manchadas de sangre desmentían aquel espejismo.

Hugh se despojó de su capa raída y la extendió sobre Bane sin decir nada. Iridal no se movió. Los soldados ocuparon sus posiciones y cerraron el círculo de acero como si nada hubiera sucedido. A lo lejos se escuchaban retazos de canciones: las celebraciones continuaban.

Triano emergió de la tienda. Con las manos juntas, se acercó rápidamente al lugar donde se encontraban Hugh e Iridal, a solas con el cadáver.

—Su Majestad vivirá —anunció.

Hugh soltó un gruñido y se llevó el revés de la mano a la mejilla sangrante. Iridal se estremeció de pies a cabeza y dirigió la mirada al hechicero.

—La herida no es grave —continuó Triano—. El acero no ha tocado ningún órgano vital, sino que ha resbalado sobre las costillas. El rey ha perdido bastante sangre, pero está consciente y descansa tranquilo. Asistirá a la ceremonia de la firma, mañana. Una noche de fiesta y el vino elfo explicarán su palidez y su lentitud de movimientos. No es preciso que os diga que todo esto debe mantenerse en secreto.

El hechicero los miró fijamente y se humedeció los labios. Dirigió una brevísima ojeada al cuerpo que yacía en el suelo cubierto con la capa, apartó los ojos enseguida y evitó volver a dirigirlos hacia allí.

—Sus Majestades me piden que os exprese su gratitud... y su comprensión. No hay palabras que puedan expresar...

—Entonces, no digas nada —lo interrumpió Hugh.

Triano se sonrojó, pero guardó silencio.

—¿Puedo llevarme a mi hijo? —inquirió Iridal, pálida y fría.

—Sí, señora —respondió Triano con suavidad—. Sería muy conveniente. Si me permites que pregunte adonde...

—Al Reino Superior. Levantaré allí su pira funeraria. Nadie lo sabrá.

— Y tú, Hugh
la Mano
—Triano volvió la vista al asesino y lo estudió detenidamente—. ¿Irás con ella?

Hugh no parecía muy decidido a responder. De nuevo, se llevó la mano a la mejilla y la retiró empapada en sangre. Fijó la vista en sus dedos por unos instantes, sin apenas darse cuenta de lo que veía, y luego procedió a restregarlos lentamente contra su camisa.

—No —dijo por fin—. Tengo que cumplir otro contrato.

Iridal se estremeció y lo miró. Él evitó su mirada y la mujer exhaló un leve suspiro.

En los finos labios de Triano asomó una sonrisa.

—Otro contrato, por supuesto. Lo cual me recuerda que no has recibido tu paga por éste. Creo que Su Majestad estará de acuerdo en que te lo has ganado. ¿Adonde envío el dinero?

Hugh se agachó y alzó en brazos el cuerpo de Bane, cubierto con la capa. Una de sus manitas, manchada de sangre todavía, resbaló de debajo del tosco sudario. Iridal tomó la manita, la besó y la depositó otra vez sobre el pecho del pequeño.

—Dile a Stephen —murmuró Hugh— que le entregue ese dinero a su hija. Será mi regalo para su dote.

CAPÍTULO 42

WOMBE, DREVLIN

REINO INFERIOR

Limbeck se quitó las gafas por vigésima vez en casi otros tantos minutos y se frotó los ojos. Tras arrojar las gafas sobre la mesa que tenía delante, se dejó caer en una silla y las miró con irritación. Las había confeccionado con sus propias manos y estaba orgulloso de ellas. Con aquellas lentes, por primera vez en la vida, lo veía todo con claridad: todo resultaba nítido y enfocado, sin zonas borrosas y sin contornos difusos y vagos. Limbeck contempló los anteojos (lo que podía distinguir de ellos, sin llevarlos puestos) con admiración y, al mismo tiempo, con desagrado.

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