—Um —consiguió responder Cazaril.
Umegat se arrellanó y lo estudió un momento. Cazaril no pensaba que el roknari estuviera fijándose en su cuerpo.
Vale, ahora dime, ¿qué hace un santo erudito divino renegado roknari del Templo del Bastardo disfrazado de mozo de cuadras en el zoológico del Zangre?
En voz alta, consiguió resumirlo en un lacónico:
—¿Qué haces aquí?
Umegat se encogió de hombros.
—Lo que quiere el dios. —Se apiadó de la exasperación de Cazaril, y añadió—: Lo que quiere, al parecer, es mantener con vida al roya Orico.
Cazaril se irguió en su silla, pugnando con los vapores del vino que se empeñaban en nublarle el sentido.
—¿Orico, enfermo?
—Sí. Es un secreto de estado, claro, aunque salta a la vista para cualquiera que tenga dos dedos de frente y se pare a mirar. En cualquier caso… —Se llevó un dedo a los labios rogando discreción.
—Sí, pero… yo creía que de curar se ocupaban la Madre y la Hija.
—Si la enfermedad del roya obedeciera a causas naturales, así sería.
—¿Causas antinaturales? —Cazaril entornó los ojos—. La capa negra… ¿tú también la ves?
—Sí.
—Pero Teidez también tiene esa capa, e Iselle… y aun la royina Sara está manchada. ¿Qué mal es ése, que no querías hablar de ello en la calle?
Umegat posó su copa, se atusó la coleta gris broncínea, y suspiró.
—Todo se remonta a los días de Fonsa el Sabihondo y el General Dorado. Lo que, supongo, para ti es historia y leyenda. Yo viví aquellos tiempos desesperados. —En tono informal, añadió—: Una vez vi al general, sabes. Yo era un espía infiltrado en su principado por aquel entonces. Detestaba todo lo que él simbolizaba, pero… una palabra suya, una sola, y creo que lo habría seguido arrastrándome de rodillas. No es que estuviera tocado por los dioses. Era el avatar encarnado, avanzaba hacia el fulcro del mundo en el momento idóneo. Casi. Se aproximaba su hora cuando Fonsa y el Bastardo lo abatieron.
La voz cultivada de Umegat, ligeramente nostálgica, había dado paso a un temor reverencial recordado. Tenía la mirada fija en algún punto intermedio de su memoria.
Sus ojos se alejaron del pasado lejano y volvieron a reparar en Cazaril. Acordándose de sonreír, tendió la mano, con el pulgar levantado, y la movió a uno y otro lado.
—El Bastardo, aunque sea el miembro más débil de Su familia, es el dios del equilibrio. La oposición que concede a la mano la capacidad de asir. Se dice que si llegara el momento en que un dios se impusiera a los demás, la verdad sería única, y simple, y perfecta, y el mundo tocaría a su fin en un estallido de luz. Algunos hombres de mentalidad lógica incluso encuentran atractiva esta idea. A mí, personalmente, me parece un horror, aunque admito que siempre he sido una persona de gustos sencillos. Mientras tanto, el Bastardo, desvinculado de toda estación, se preocupa de preservarnos a todos.
Umegat tamborileó con los dedos, Hija-Madre-Hijo-Padre, tocándose la yema del pulgar.
Continuó:
—El General Dorado era una ola del destino que se alzaba para aplastar el mundo. El alma de Fonsa era equiparable a su alma, pero no podía equilibrar su vasto destino. Cuando el demonio de la muerte se llevó sus almas del mundo, aquel destino se derramó sobre los herederos de Fonsa, un miasma de mala suerte y sutil amargura. La sombra negra que ves es el destino incompleto del General Dorado, encostrado en las vidas de sus enemigos. Una maldición desencadenada por su muerte, si lo prefieres.
Cazaril se preguntó si eso explicaba por qué todas las campañas militares de Ias y Orico habían acabado siempre igual de mal.
—¿Cómo… cómo se puede levantar la maldición?
Umegat exhaló un suspiro.
—Seis años, y no he recibido respuesta. Quizá termine con la muerte de todos los descendientes de la sangre de Fonsa.
Pero eso significa… el roya, Teidez… ¡Iselle!
—O quizá —continuó Umegat—, aun después, continuará supurando en el tiempo igual que un goteo de veneno. Hace años que debería haber acabado con Orico. El contacto con las criaturas sagradas purifica al roya de la corrosión de la maldición, pero sólo durante algún tiempo. La colección de fieras retrasa su destrucción, pero el dios no me ha dicho por qué. —Su voz se tornó taciturna—. Los dioses no escriben cartas ni instrucciones, sabes. Ni siquiera a sus santos. Lo he sugerido, en mis oraciones. Me he pasado horas enteras con la tinta secándose en mi pluma, enteramente a Su servicio. ¿Y qué me envía Él? Un cuervo sobreexcitado cuyo vocabulario se limita a una palabra.
Cazaril torció el gesto sintiéndose culpable, pensando en aquel pobre cuervo. Lo cierto era que lamentaba más la muerte del ave que la de Dondo.
—Así que eso es lo que hago aquí —concluyó Umegat. Miró intensamente a Cazaril—. Y ahora. ¿Qué haces
tú
aquí?
Cazaril abrió las manos, en señal de impotencia.
—Umegat, no lo sé. —Tentativamente, añadió—: ¿No lo sabes tú? Dijiste… que yo brillaba. ¿Me parezco a ti? ¿O a Iselle? ¿O a Orico, aunque sea?
—No te pareces a nada que haya visto desde que se me concedió el ojo interior. Si Iselle es una vela, tú eres una conflagración. Eres… la verdad, incómodo de contemplar.
—No me siento como una conflagración.
—¿Cómo te sientes?
—¿Ahora mismo? Como una pila de abono. Enfermo. Borracho. —Agitó el vino tinto en el fondo de su copa—. Tengo retortijones, que vienen y van. —Tenía el estómago en calma en esos momentos, aunque hinchado todavía—. Y cansado. No estaba tan cansado desde mi período de convalecencia en la casa de la Madre de Zagosur.
—Creo —dijo Umegat, despacio—, que es muy, muy importante que me cuentes la verdad.
Sus labios sonreían aún, pero sus ojos grises parecían dos ascuas. Se le ocurrió a Cazaril entonces que un buen inquisidor del Templo probablemente sabría
mostrarse
encantador, y arrancar confesiones a la gente en el transcurso de sus indagaciones. Tan sencillo como emborrachar al interrogado.
Renunciaste a tu vida. No es justo que ahora te lamentes por ello
.
—Anoche intenté lanzar la magia de la muerte sobre Dondo de Jironal.
Umegat no dio muestras de desconcierto ni sorpresa, se limitó a aumentar la intensidad de su mirada.
—Ya. ¿Dónde?
—En la Torre de Fonsa. Escalé las pizarras del tejado. Llevé una rata, pero el cuervo… vino a mí. No tenía miedo. Le había dado de comer, sabes.
—Continúa… —exhaló Umegat.
—Sacrifiqué la rata, y le rompí el cuello al pobre cuervo, y recé de rodillas. Y luego sentí dolor. No me lo esperaba. Y no podía respirar. Las velas se apagaron. Y dije,
Gracias
, porque sentí… —No podía describir lo que había sentido, aquel lugar extraño, como si se hubiera tumbado en un lugar donde podría descansar a salvo por siempre jamás—. Y luego me desmayé. Pensé que me moría.
—¿Y luego?
—Luego… nada. Me desperté rodeado por la niebla de la mañana, enfermo, aterido y sintiéndome como un auténtico inútil. No, espera… tuve una pesadilla en la que Dondo se asfixiaba hasta morir. Pero sabía que había fracasado. Así que me arrastré hasta la cama. Luego llegó de Jironal hecho una furia…
Umegat tamborileó con los dedos sobre la mesa, observándolo con los párpados entrecerrados. Luego lo miró con los ojos cerrados. Volvió a abrirlos.
—Mi lord, ¿te puedo tocar?
—De acuerdo… —Cuando el roknari se inclinó sobre él, Cazaril temió fugazmente que intentara cualquier inapropiada abertura íntima, pero el contacto de Umegat era tan profesional como el de cualquier médico; frente, cara, cuello, columna, corazón, estómago… Cazaril se tensó, pero la mano de Umegat no bajó más. Cuando hubo terminado, el rostro de Umegat se veía tenso. El roknari cogió otra jarra de vino de una cesta que había junto a la puerta antes de volver a ocupar su asiento.
Cazaril quiso apartar la jarra de su copa.
—Es suficiente. Saldré a gatas si bebo más.
—Mis mozos pueden acompañarte a tu habitación dentro de un rato. ¿No? —Umegat rellenó sólo su copa, y se sentó de nuevo. Pasó un dedo sobre el mantel siguiendo un pequeño patrón, gesto que repitió tres veces, Cazaril no supo si a modo de amuleto o para calmar los nervios, y dijo al fin—: Según el testimonio de los animales sagrados, el alma de Dondo de Jironal no ha sido aceptada por ningún dios. Generalmente, eso indica que hay un espíritu errante suelto por el mundo, y sus parientes y amigos, y enemigos, se apresuran a comprar ritos y oraciones al Templo. Algunos por el bien del difunto… y otros para protegerse.
—Estoy seguro —dijo Cazaril, con cierta amargura—, de que Dondo tendrá todas las plegarias que se puedan comprar con dinero.
—Eso espero.
—¿Por qué? ¿Qué…? —
¿Qué ves? ¿Qué sabes?
Umegat miró al techo, e inspiró.
—El espíritu de Dondo fue arrebatado por el demonio de la muerte, pero no ha sido entregado a los dioses. Eso es lo que sabemos. Mi teoría es que el demonio de la muerte no pudo regresar junto a su amo porque se le impidió apoderarse de la segunda alma necesaria para el equilibrio.
Cazaril se humedeció los labios, y preguntó, atemorizado:
—¿Cómo, se le impidió?
—En el instante de intentarlo, creo que el demonio fue capturado, constreñido, atado, si lo prefieres, por un segundo milagro simultáneo. A juzgar por los colores que emanan de ti, la mano interventora fue la de la santa y graciosa Dama de la Primavera. Si estoy en lo cierto, tanto da que los acólitos del Templo se vayan ahora a la cama, puesto que el espíritu de Dondo no anda suelto. Está ligado al demonio de la muerte, que está ligado a su vez al paradero de la segunda alma. Que sigue ligada a su cuerpo aún con vida. —El dedo de Umegat subió hasta apuntar directamente a Cazaril—. Ahí.
Cazaril se quedó boquiabierto. Se miró la tripa, dolorida y distendida, antes de volver a fijarse en el fascinado… santo. Por un instante, se acordó de los extasiados cuervos de Fonsa. Una violenta negativa le saltó a los labios, y se quedó allí prendida, obstaculizada por su visión interior de la prístina aura de Umegat.
—¡Yo no recé anoche a la Hija!
—Aparentemente, alguien lo hizo.
Iselle
.
—La rósea dijo que había estado rezando. ¿La viste como la he visto yo hoy…? —Cazaril ensayó unos movimientos inarticulados con las manos, sin saber qué palabras emplear para describir aquella arremolinada perturbación—. ¿Es eso lo que ves en mí? ¿Me ve Iselle como la veo yo a ella?
—¿Ha mencionado algo?
—No. Pero yo tampoco.
Umegat volvió a mirarlo de soslayo.
—¿Viste alguna vez, cuando estabas en el Archipiélago, esas noches en que el mar está tocado por la Madre? ¿La forma en que refulgía verde la estela que hiende las olas al paso de un barco?
—Sí…
—Esa estela es lo que has visto alrededor de Iselle. El paso de la Hija, igual que una fragancia que se demora en el aire. Lo que veo en ti no es un paso sino una Presencia. Una bendición. Es mucho más intenso. La corona pierde fuerza lentamente, quizá dentro de un par de días dejes de embelesar a los animales sagrados, pero en el centro anida un fuerte núcleo azul de zafiro, que me resulta imposible de sondear. Creo que es algo encapsulado.
Juntó las manos, curvándolas, como quien captura una lagartija viva.
Cazaril tragó saliva, y jadeó.
—¿Me estás diciendo que la diosa me ha convertido el estómago en una reproducción a escala del vestíbulo del infierno? ¿Que tengo dentro un demonio, y un alma perdida, encerrados juntos como dos serpientes en una botella? —Se llevó las manos crispadas al estómago, como si estuviera dispuesto a rasgarse las entrañas en el acto—. ¿A esto llamas
bendición
?
Los ojos de Umegat permanecieron serios, pero arqueó las cejas en un gesto de afinidad.
—Bueno, ¿qué es una bendición más que una maldición vista desde otro ángulo? Por si te sirve de consuelo, me imagino que a Dondo de Jironal todo esto le hace menos gracia que a ti. —Tras cavilar un momento, añadió—: Tampoco creo que el demonio se sienta a gusto.
Cazaril a punto estuvo de convulsionarse en la silla.
—¡Por los cinco dioses! ¿Cómo me libro de este… este… este horror?
Umegat levantó una mano, conciliador.
—Te… sugiero… que no tengas tanta prisa. Las consecuencias podrían ser un embrollo.
—¿Qué embrollo? ¿Qué otra cosa puede ser más embrollo que
esta
monstruosidad?
—Bueno —Umegat se retrepó y juntó las palmas de las manos—, la forma más obvia de acabar con la, ah, bendición, sería que murieras. Una vez libre tu espíritu de su enclave material, el demonio podría llevaros a los dos.
Un escalofrío recorrió a Cazaril, al acordarse de cómo lo habían traicionado los retortijones al saltar de tejado en tejado aquel amanecer. Se refugió de su etílico terror en una sequedad que rivalizaba con la de Umegat.
—Ah, estupendo. ¿No me puede sugerir otro remedio, doctor?
Umegat sonrió fugazmente, y celebró la puya ondeando brevemente los dedos.
—Del mismo modo, si cesara el milagro que albergas en estos momentos… si la Dama levantara la mano —Umegat imitó los gestos de alguien que abre las manos para soltar un ave—, creo que el demonio intentaría completar su destino de inmediato. Tampoco es que tenga otra elección… los demonios del Bastardo carecen de libre albedrío. No se puede discutir con ellos, ni se los puede persuadir. La verdad, no sirve de nada dirigirles la palabra.
—¡O sea, que me estás diciendo que podría morir en cualquier momento!
—Sí. ¿En qué se diferencia eso de la vida que llevabas ayer? —Umegat ladeó la cabeza, inquisitivo.
Cazaril soltó un bufido. Era un pobre consuelo… pero consuelo al fin y al cabo, por retorcido que fuera. Umegat era un santo sensato, al parecer. Que no era lo que habría esperado Cazaril… ¿acaso había conocido antes a otro santo?
¿Cómo voy a saberlo? Tenía a éste delante de las narices y ni me daba cuenta
.
La voz de Umegat adquirió un tinte de curiosidad intelectual.
—Lo cierto es que esto podría responder a una pregunta que me vengo formulando desde hace tiempo. ¿Dispone el Bastardo de una tropa de demonios a su servicio, o de uno solo? Si todos los milagros de la muerte cesaran en el mundo mientras el demonio se encuentre encerrado en tu interior, se corroboraría la singularidad de ese santo poder.