Authors: Máximo Gorki
Paul apareció al lado de Sizov y Makhotine, y se oyó su llamada:
—¡Camaradas!
La madre observó que el rostro de su hijo estaba pálido, y que sus labios temblaban. Involuntariamente se colocó delante, abriéndose paso entre la muchedumbre. Le decían ásperamente: «¿Dónde quieres ir?», pero esto no la detenía. Con los hombros y los codos, separaba a la gente, y lentamente se aproximó a su hijo, impulsada por el deseo de estar a su lado.
Cuando Paul hubo lanzado aquella palabra, en la que ponía un sentido tan profundo y grave, sintió en su garganta el espasmo de la alegría del combate; le invadía el deseo de arrojar a los suyos su corazón, ardido en su abrasador sueño de verdad y justicia.
—¡Camaradas! —repitió, poniendo en la palabra toda su energía y entusiasmo—. Somos nosotros quienes construimos las iglesias y las fábricas, quienes forjamos las cadenas y fundimos las monedas. Nosotros somos la fuerza vital que da a todos el pan y los placeres, desde la cuna hasta la tumba…
—¡Eso es! —gritó Rybine.
—Siempre, y en todas partes, somos los primeros en el trabajo y los últimos en la vida. ¿Quién se preocupa de nosotros? ¿Quién busca nuestro bien? ¿Quién nos mira como a seres humanos? ¡Nadie!
—¡Nadie! —dijo una voz como un eco.
Recuperando el dominio de sí mismo, Paul se puso a hablar con más sencillez y calma. Lentamente, la multitud se acercaba a él, se aglomeraba como un cuerpo oscuro de múltiples cabezas. Lo miraba con centenares de ojos atentos, sorbía sus palabras.
—No mejoraremos nuestra suerte mientras no nos sintamos camaradas, mientras no formemos una familia de amigos, estrechamente unidos en el mismo deseo: el de combatir por nuestros derechos.
—¡Al grano! —gritaron cerca de la madre unas voces groseras.
—¡Dejad hablar! —se oyó aquí y allá.
Los rostros, negros y ceñudos, parecían desconfiar: solamente algunas miradas graves y pensativas se fijaban en Paul.
—¡Es un socialista, pero no un imbécil! —dijo alguien.
—¡Bueno, no tiene miedo! —contestó un mocetón tuerto, empujando a la madre por los hombros.
—Es hora, camaradas, de comprender que nadie nos ayudará, excepto nosotros mismos. Uno para todos, todos para uno: ¡he aquí nuestra ley si queremos vencer al enemigo!
—¡Tiene razón, muchachos! —gritó Makhotine.
Y en amplio gesto, sacudió su puño en el aire.
—Hay que hacer venir al director —continuó Paul.
Hubiérase dicho que un huracán se abatía sobre la muchedumbre. Se puso a oscilar, y decenas de voces gritaron juntas:
—¡El director! ¡El director!
—Que se le envíen delegados.
Pelagia estaba en primera fila, y, desde abajo, miraba a su hijo, llena de orgullo. Paul estaba allí, entre los viejos obreros, los más estimados: todo el mundo le escuchaba y le aprobaba. La colmaba s de satisfacción ver que no perdía los estribos, que no juraba como los otros.
Como granizo en un tejado de zinc, llovían las exclamaciones entrecortadas, los juramentos, las invectivas. Desde su altura. Paul miraba a la multitud con los ojos muy abiertos, y parecía buscar algo.
—¡Delegados!
—¡Sizov!
—¡Vlassov!
—i Rybine! Es duro de pelar.
De pronto, se oyeron algunas exclamaciones menos sonoras:
—¡Ahí viene!
—¡El director…!
La masa se abría, dejando paso a un hombre de alta estatura, con una barbita puntiaguda en su cara alargada.
—Permitan —decía, separando de su camino a los obreros con un medio gesto de la mano, pero sin tocarlos. Guiñaba los ojos, y con la mirada escrutadora de quien está acostumbrado a manejar hombres, estudiaba las fisonomías de los obreros. Algunos se quitaban la gorra a su paso, se inclinaban, mientras él caminaba sin responder a estas muestras de respeto, sembrando en la multitud el silencio y la emoción, sintiéndose ya, bajo las sonrisas confusas y el tono sordo de las exclamaciones, un arrepentimiento de niños, conscientes de haber hecho tonterías.
Pasó ante la madre, dirigiéndole una mirada severa, y se detuvo ante el montón de chatarra. Alguien, desde arriba, le tendió una mano, pero no la tomó; con un impulso vigoroso y flexible, se encaramó y se colocó ante Paul y Sizov:
—¿Qué significa esta reunión? ¿Por qué habéis dejado el trabajo?
Durante algunos segundos reinó el silencio. Las cabezas ondulaban como espigas. Sizov hizo ademán de sacudir su gorro en el aire, alzó los hombros e inclinó la cabeza.
—Responded —dijo el director.
Paul se puso a su lado, y mostrando a Sizov y Rybine, dijo con voz fuerte:
—Nosotros tres hemos sido comisionados por nuestros camaradas para exigir que vuelva usted sobre su decisión de retener un kopek…
—¿Por qué? —preguntó el director, sin mirar al joven.
—Consideramos injusto el impuesto —dijo Paul con voz sonora.
—Así, en mi proyecto de desecar el pantano, ¿no veis más que el deseo de explotar a los obreros, y no el cuidado de mejorar su existencia? ¿No es eso?
—Sí —respondió Paul.
—¿Usted también? —preguntó el director a Rybine.
—Todos somos de la misma opinión —respondió éste.
—¿Y usted, amigo? —interrogó el director, volviéndose a Sizov.
—Yo también le ruego que nos deje nuestro kopek.
Y, bajando nuevamente la cabeza, Sizov sonrió confuso.
El director paseó lentamente la mirada sobre la multitud y alzó los hombros. Después miró a Paul, con mirada penetrante, y le dijo:
—Creo que es usted un hombre instruido. ¿No puede comprender la utilidad de tal medida?
—Si la fábrica hace desecar el pantano a sus expensas, la comprenderemos todos.
—La fábrica no se dedica a la filantropía —replicó secamente el director—. Os ordeno que volváis inmediatamente al trabajo.
Y comenzó a descender, tanteando con precaución la chatarra, con la puntera del zapato y sin mirar a nadie.
Un rumor de descontento recorrió la multitud.
—¿Qué? —dijo el director, deteniéndose.
Todos callaron; solamente resonó una voz lejos, entre los trabajadores:
—¡Trabaja tú!
—Si dentro de un cuarto de hora no está cada uno en su puesto, se impondrán multas —respondió el director, haciendo caer cada palabra como un martillazo.
Reanudó su camino en medio de la masa, pero tras él se elevó un sordo murmullo, y a medida que se alejaba, crecía el rumor de las voces.
—¡Id ahora a hablar con él!
—Así es como tratan nuestros derechos… ¡Ah, estamos bien!
Gritaban a Paul:
—Eh, abogado, ¿qué hay que hacer ahora?
—Hablar, has hablado muy bien, pero vino y no se arregló nada.
—Bien, Vlassov, ¿qué hacemos?
Las preguntas se hacían más apremiantes. Paul declaró:
—Propongo, camaradas, abandonar el trabajo hasta que renuncie a retener nuestro kopek.
La excitación recomenzó con más brío.
—¡Nos tomas por idiotas!
—¿La huelga?
—¿Por un kopek?
—¡Pues claro! Declaremos la huelga.
—Nos pondrán a todos en la calle.
—¿Y a quién emplearán?
—No faltará quien lo haga.
—¡Sí, los Judas…!
Paul bajó y se puso al lado de su madre. A su alrededor, el zumbido había vuelto a empezar, discutiendo unos con otros, agitados y gritando.
—No declararás la huelga —dijo Rybine a Paul, acercándosele—. El pueblo quiere ganar, pero es abúlico. No habría, quizá, ni trescientos que se pusiesen junto a ti. No es posible levantar semejante estercolero con una sola horquilla.
Paul callaba. Veía la multitud con su enorme rostro negro agitarse y mirarlo, esperando algo de él. Le parecía que sus palabras habíanse esfumado sin dejar huella en aquellos hombres, como gotas aisladas cayendo sobre una tierra extenuada por una larga sequía.
Volvió a casa, triste y fatigado. Su madre y Sizov le seguían; Rybine caminaba a su lado y su voz le zumbaba en el oído. —Hablas bien, pero no tocas el corazón, eso es. Y es en lo profundo de los corazones donde hay que lanzar la chispa. No conquistarás a la gente con la razón: es demasiado fina, demasiado estrecha para su pie.
Sizov decía a la madre:
—Es momento de que los viejos nos vayamos al cementerio. Es un nuevo pueblo el que se alza ahora. ¿Cómo vivíamos nosotros? Arrastrándonos sobre las rodillas y saludando hasta tocar la tierra. Pero hoy…, yo no sé si los jóvenes han recuperado la conciencia o si se engañan más aún que nosotros; pero no son los mismos, ya lo has visto. Hablan con el director como con un igual, sí… Hasta la vista, Paul. Está bien que tomes la defensa de los tuyos, muchacho. Si Dios te ayuda, puede que encuentres medio de salir de esto… ¡Dios lo quiera!
Se fue.
—¡Ea, lárgate a tu cementerio! —rezongó Rybine—. En estos tiempos, no sois ya ni hombres: sois masilla, buena para tapar grietas. ¿Has visto, Paul, los que gritaron para enviarte como delegado? Eran los que decían que eres un socialista, un enredador. ¡Esos mismos! «Lo expulsarán de la fábrica, dicen, y le estará bien.»
—Tienen razón, desde su punto de vista.
—Los lobos también tienen razón cuando se devoran entre ellos.
La cara de Rybine era sombría, y su voz temblaba de modo desusado.
—La gente no cree en las palabras desnudas. Hay que sufrir y empaparlas en sangre…
Durante todo el día, Paul estuvo triste, cansado, lleno de una extraña inquietud: sus ojos brillantes parecían buscar algo. Su madre lo observó e inquirió alarmada:
—¿Qué te pasa, Paul?
—Me duele la cabeza —dijo él pensativo.
—Debes acostarte; llamaré al doctor.
El la miró y se apresuró a responder: —No, no hace falta.
Y de pronto, en voz baja:
—Soy joven, me falta fuerza, eso es todo. No han confiado en mí, no me han seguido, y es porque no he sabido decirles la verdad. Es duro… y humillante para mí. '
La madre miró su rostro sombrío y le dijo dulcemente, para consolarlo:
—Espera. Hoy no te comprenden: mañana te comprenderán.
—¡Debían haberme comprendido hoy!
—Desde luego, ya ves…, hasta yo sé entender tu verdad.
Paul se acercó a ella.
—Pero tú, madre, eres una magnífica mujer.
Y se volvió. Ella se estremeció como si estas palabras fuesen una quemadura, se llevó la mano al corazón y se separó llevando consigo como algo precioso la caricia de su hijo.
Durante la noche, cuando ella dormía y él leía en la cama, volvieron los gendarmes y comenzaron de nuevo a registrar, rabiosamente, por todas partes, en el patio y en el desván. El oficial de tez amarillenta se comportó como la primera vez, hiriente, burlón, complaciéndose en su desconcierto y tratando de herirlos en el corazón. La madre callaba, sentada en un rincón, sin desviar los ojos de su hijo. Este trataba de contener su agitación, pero cuando el oficial reía, sus dedos se contraían de modo extraño, y ella comprendía que le costaba trabajo no contestar, que era duro para él soportar aquella mofa. Pelagia tenía menos miedo que en la primera investigación: más bien sentía odio hacia aquellos hombres, vestidos de gris con espuelas en los tacones, y este odio absorbía el temor.
Paul consiguió susurrarle:
—Van a llevarme…
Ella, bajando la cabeza, respondió muy bajo:
—Comprendo…
Comprendía, sí. Iban a llevarlo a la prisión porque aquel día había hablado a los obreros. Pero todos estaban de acuerdo con lo que había dicho, y tomarían su defensa…, lo soltarían pronto.
Hubiera querido estrecharlo entre sus brazos y llorar, pero el oficial, a su lado, la miraba entornando los ojos; los labios se estremecían y su bigote se agitaba. Pelagia sintió que aquel hombre esperaba lágrimas, lamentos, súplicas. Reuniendo toda su voluntad, esforzándose por no decir nada, mantuvo sujeta la mano de su hijo y, reteniendo el aliento, lentamente, muy bajo, murmuró:
—Hasta la vista, Paul… ¿Has cogido todo lo que necesitas?
—Sí, no te preocupes.
—Que Dios sea contigo.
Cuando se lo llevaron, se sentó en el banco y, cerrando los ojos, sollozó suavemente. Apoyando la espalda contra el muro, como en otro tiempo hacía su marido, contraída por la angustia y la conciencia humillante de su impotencia, la cabeza baja, sollozó largo tiempo, vertiendo en el gemido monocorde todo el dolor de su corazón herido. Veía ante ella, como una mancha inmóvil, el rostro amarillento de bigotes ralos, cuyos ojos entornados expresaban satisfacción. Como una bola negra, se apretaban en su pecho la exasperación y la cólera, contra aquellas gentes que arrancaban un hijo a su madre porque buscaba la verdad.
Hacía frío, la lluvia golpeaba los cristales. Parecía que, en la noche, alrededor de la casa, rondaban acechantes siluetas grises, de largos brazos, de anchas caras rojas sin ojos. Caminaban, y sus espuelas entrechocaban débilmente.
—Si al menos me hubiesen llevado a mí también… —pensaba. La sirena aulló imperiosamente llamando al trabajo. El sonido le pareció sordo, inseguro. La puerta se abrió ante Rybine. Enjugando con la mano las gotas de lluvia de su barba, preguntó:
—¿Se lo han llevado?
—¡Sí, malditos sean! —suspiró ella.
—Así es —dijo Rybine, con una muñeca—. En mi casa han registrado todo, buscado por todas partes, sí… Han salido trasquilados. Pero de todos modos, me han insultado. Así que se llevaron a Paul. Ya comprendo: el director hace un guiño y el gendarme una señal: comprendido, y ¡hale!, un hombre que desaparece. ¡Son compadres! Unos se ocupan de hacer callar al pueblo y otros lo sujetan por los cuernos.
—Tendríais que hacer algo por Paul —dijo la madre levantándose—. Lo que él ha hecho, fue por vosotros.
—¿Y quién tendría que hacer algo?
—Todos.
—¡Ah, eso crees tú! No cuentes con ello.
Y se fue con su pesada marcha. Sus palabras, duras y sin esperanza, aumentaron la congoja de la madre.
—Si le pegan, si lo torturan…
Imaginó el cuerpo de su hijo deshecho a golpes, desgarrado, ensangrentado, y el terror, como una arcilla helada, se posó sobre su pecho, aplastándolo. Los ojos le dolían. No encendió el horno, no se preparó comida, no tomó el té; solamente, a última hora de la tarde, comió un trozo de pan. Cuando se acostó, pensó que en toda su vida se había sentido tan sola, tan inerme. Los últimos años se había habituado a vivir en la espera constante de alguna cosa importante y feliz. A su alrededor, los jóvenes se agitaban, ruidosos, llenos de entusiasmo, y tenía siempre ante los ojos el rostro serio de su hijo, el creador de aquella vida, inquieta, pero hermosa. Y ahora, él no estaba y no quedaba nada.