La madre (46 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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—Me dio lástima despertarla… quizá estaba soñando algo hermoso.

—No he soñado nada.

—Bueno, no importa. Pero me gusta su sonrisa…, tan serena, tan bondadosa…, tan grande…

Ludmila se echó a reír con una risa sorda, velada.

—He estado pensando en usted. ¿Es dura su vida?

La madre, levantando las cejas, callaba reflexionando.

—Seguramente que lo es —dijo Ludmila.

—Ya no lo sé —contestó la madre, vacilando—. A veces, me parece que sí. Hay tantas cosas, y todo es tan serio, tan asombroso, y todo se sucede tan rápido, tan rápido…

La oleada de emoción que tan bien conocía, subía a su corazón y lo llenaba de imágenes y pensamientos. Se sentó en la cama y se apresuró a dejar que estos pensamientos tomasen cuerpo.

—Todo va y viene, y el resultado es siempre el mismo. Sabe usted, hay tal cantidad de cosas terribles… La gente sufre, se la golpea, se la golpea cruelmente. Muchas alegrías le están prohibidas…, ¡es muy duro para ellos!

Ludmila alzó vivamente la cabeza y envolvió a la madre en una mirada profunda:

—No está hablando de usted.

La madre la miró, se levantó y empezó a vestirse.

—¿Cómo puedo quedarme al margen, cuando se ama a alguien, se quiere a otro y se sienten miedo y piedad por todos? Todo esto choca en el corazón. ¿Cómo permanecer al margen?

A medio vestir, se quedó pensativa un instante, en medio del cuarto. Le parecía no ser ya la misma, que tanto se había preocupado y alarmado por su hijo, que había vivido con el pensamiento de conservarlo sano y salvo. Aquella Pelagia no existía ya, se había ido muy lejos, no se sabía dónde, quizá se había consumido en el fuego de las emociones, y su alma estaba aliviada, purificada; una nueva fuerza regeneraba su corazón. Se escuchaba a sí misma, deseosa de descubrir lo que había ocurrido y temiendo despertar dentro de sí las viejas angustias.

—¿En qué piensa? —preguntó afectuosamente Ludmila, acercándose a ella.

—No lo sé…

Ambas callaron, mirándose sonrientes. Después, Ludmila salió diciendo:

—¿Qué le pasa a mi samovar?

La madre miró por la ventana. Fuera resplandecía un día frío y luminoso. En su corazón también había claridad, pero cálida. Tenía ganas de hablar de todo, extensamente, alegremente, con un vago sentimiento de gratitud hacia algo desconocido, por todo lo que había descendido a su alma iluminándola en la luz purpúrea que precede al ocaso. La agitaba un deseo de rezar que hacía mucho tiempo no sentía. Recordó un joven rostro, y en su memoria gritó una voz sonora: «¡Es la madre de Paul Vlassov!» Los ojos de Sandrina brillaron tiernos y alegres. Se alzó la negra silueta de Rybine, sonrió el firme y bronceado rostro de Paul, Nicolás guiñó los ojos con aire azorado. Y, de pronto, todas estas imágenes danzaron en un aliento profundo y ligero, se mezclaron y confundieron en una nube transparente y multicolor, que bañaba todos los pensamientos en una sensación de paz.

—Nicolás tenía razón —dijo Ludmila volviendo—. Lo han detenido. Yo había enviado al chiquillo, según usted me dijo. Dice que la policía estaba allí. Ha visto a uno que se ocultaba en el portal. Y rondaban los espías por los alrededores, el niño los conoce.

—Ah —dijo la madre, moviendo la cabeza—, el pobre… Suspiró, mas sin pena, lo que no dejó de extrañarle.

—En los últimos tiempos había tenido muchas reuniones con los obreros de la ciudad, y, además, era hora de que desapareciera —observó Ludmila, con aire sombrío y tranquilo—. Los camaradas le decían que se marchase, pero no les hizo caso. Yo creo que en tales casos hay que obligar, y no aconsejar…

Un chiquillo de mejillas rosadas y cabellos negros, con bellos ojos azules y nariz aquilina, apareció en el dintel.

—¿Traigo el samovar? —preguntó con voz sonora.

—Sí, haz el favor, Serge… Es mi protegido.

Aquella mañana, la madre encontraba a Ludmila diferente, más sencilla y menos distante. En los flexibles movimientos de su cuerpo armonioso, había una fuerza y una belleza que atenuaba un poco la severidad de su pálida fisonomía. Sus ojeras habían aumentado durante la noche. Se sentía en ella una tensión continua; su alma era como una cuerda tirante hasta el máximo.

El niño trajo el samovar.

—Serge, ésta es Pelagia Nilovna, la madre del obrero que fue condenado ayer.

El chico se inclinó sin decir palabra, estrechó la mano de la madre, salió, volvió con unos panecillos y se sentó a la mesa. Mientras servía el té, Ludmila persuadió a Pelagia de que no volviese a casa de Nicolás, hasta saber lo que la policía buscaba allí.

—Quizá es a usted. Seguramente querrán interrogarla.

—¡Que lo hagan! —repuso la madre—. Y aunque me detengan, la desgracia no es mucha; únicamente que hay que difundir antes el discurso de Paul.

—Ya está compuesto. Mañana habrá ejemplares suficientes para la ciudad y el arrabal. ¿Conoce usted a Natacha?

—¿Cómo no?

—Llévele esto.

El niño leía un periódico y parecía no oír nada, pero, de cuando en cuando, alzaba los ojos hasta la cara de la madre, que le sonreía, complaciéndose en encontrar aquella mirada vivaz. Lumidla volvió a hablar de Nicolás, sin compadecerse por su detención, tono que parecía a la madre perfectamente natural. El tiempo pasaba más aprisa que los otros días, y era ya casi mediodía cuando terminaron de desayunar.

—¡Diablos! —dijo Lumidla.

En este instante, llamaron vivamente a la puerta. El niño se levantó y miró interrogadoramente a la dueña del cuarto, frunciendo las cejas.

—Abre, Serge. ¿Quién podrá ser?

Con un gesto tranquilo, metió la mano en el bolsillo de su falda y dijo a la madre:

—Si son los gendarmes, colóquese en este rincón. Y tú, Serge…

—Ya sé —dijo él en voz baja, y desapareció. La madre sonreía. Aquellos preparativos no la emocionaban. No tenía presentimientos de desgracia.

Fue el pequeño doctor quien entró. Dijo precipitadamente:

—Ante todo, han detenido a Nicolás… Ah, ¿está usted aquí, Nilovna? ¿No estaba allí cuando lo prendieron?

—El me mandó aquí.

—¡Ah! No creo que esto le sirva a usted de mucho. Segundo: anoche, unos muchachos han hecho, en gelatina, quinientas copias del discurso. Las he visto y no están mal, son legibles… Quieren repartirlas esta noche en la ciudad. No estoy conforme; para la ciudad son preferibles las hojas impresas, las otras se mandarán a otro sitio.

—Bueno, yo se las llevaré a Natacha. Démelas —exclamó vivamente la madre.

Sentía un ansia terrible de difundir rápidamente el discurso de Paul, de inundar la tierra con las palabras de su hijo, y miraba al médico con ojos atentos, casi suplicantes.

—¡Diablos! No sé si es oportuno meterla a usted en esto ahora —dijo él indeciso, y miró su reloj—. Son las once cuarenta y tres, el tren sale a las dos y cinco y usted estará allí a las cinco y cuarto… Llegará de noche, pero no lo bastante tarde… No se trata de eso.

—No, no se trata de eso —repitió Ludmila, arrugando la frente.

—¿Pues de qué? —preguntó la madre, acercándose a ellos—. Se trata solamente de que se haga bien.

Ludmila la miró fijamente, y observó, secándose la frente:

—Es peligroso para usted.

¿Por qué? —preguntó la madre con ardiente insistencia.

—Verá por qué —dijo el doctor, con voz rápida y desigual—. Usted desapareció de la casa una hora antes del arresto de Nicolás. Va a ir a la fábrica donde se la conoce como la tía de la maestra. Después de su llegada, harán su aparición las hojas prohibidas. Todo esto se cerrará alrededor de su cuello como un nudo corredizo…

—No me verán —afirmó calurosamente la madre—. Y cuando vuelva, si me detienen y me preguntan dónde he estado…

Se interrumpió un segundo, y rió:

—¡Ya sé lo que diré! Desde allí me iré derecha al barrio, donde tengo un amigo, Sizov, y diré lo siguiente: que al terminar el juicio me fui a su casa, porque los dos estábamos muy tristes, ya que a su sobrino le condenaron con Paul. El dirá lo mismo. ¿Ven ustedes?

Sintiéndoles próximos a ceder, se esforzaba en convencerles definitivamente, y hablaba con creciente insistencia. Por fin, se rindieron.

—¡Qué vamos a hacerle, vaya! —asintió a disgusto el doctor. Ludmila callaba, yendo y viniendo pensativamente por el cuarto. Su rostro se había ensombrecido y sus mejillas estaban hundidas. Se veía la tensión de los músculos del cuello, como si su cabeza se hubiese vuelto repentinamente pesada y cayera involuntariamente sobre el pecho. La madre lo observó.

—Me cuidan mucho —dijo sonriendo—. No se guardan tanto a sí mismos…

—No es cierto —dijo el doctor—. Nos guardamos porque debemos hacerlo. Y reprendemos a los que gastan inútilmente sus fuerzas, sí, señora… Bueno, ahora…, el discurso se le entregará en la estación.

Le explicó lo que tenía que hacer, luego le miró a la cara y dijo:

—Bien, ¡buena suerte!

Y se marchó, no muy satisfecho de sí mismo. Cuando la puerta se cerró tras él, Ludmila se acercó a la madre con una risa silenciosa:

—La comprendo.

La cogió del brazo y dio unos pasos por la habitación.

—Yo también tengo un hijo, que tiene trece años, pero vive con su padre. Mi marido es adjunto de cátedra. Y el niño está con él. ¿Qué llegará a ser? Lo pienso con frecuencia.

Su voz tembló, pero continuó en tono bajo y pensativo:

—El que le educa es un enemigo consciente de los que yo considero como los mejores sobre la tierra. Mi hijo, cuando crezca, puede convertirse en mi enemigo. No puedo tenerlo conmigo, vivo bajo un nombre falso. Hace ocho años que no le he visto…, ¡y es tanto, ocho años!

Se detuvo junto a la ventana, y miró al cielo pálido y vacío:

—Si estuviese conmigo, me sentiría más fuerte, no tendría esta llaga en el corazón que tanto daño me hace. Incluso, si estuviera muerto, sufriría menos…

—¡Pobre, hija mía! —dijo la madre, rebosante de compasión.

—Usted es dichosa —prosiguió Ludmila, sonriendo—. Es maravilloso que una madre y un hijo caminen juntos…, y es raro.

—Sí, es bueno —exclamó Pelagia sorprendida de su propia excitación. Y bajando la voz, como para confiar un secreto—. Todos, usted, Nicolás, todos los que trabajan por la verdad, marchan igualmente uno al lado del otro. La gente se convierte, de golpe, en parientes próximos y queridos; yo lo comprendo todo, las palabras no, pero todo lo demás lo comprendo.

—Así es —dijo Ludmila—, así es…

La madre le puso una mano en el hombro, oprimiéndoselo suavemente, y continuó en un murmullo, como si prestase oído a sus propios pensamientos:

—Los hijos se han puesto en marcha por el mundo. Esto es lo que yo comprendo. Se han puesto en marcha por el mundo, en toda la tierra, en todas partes, hacia un único objetivo. Los mejores corazones, los espíritus honrados, avanzan resueltamente contra todo lo malo, aplastan la mentira bajo su sólido paso. Los jóvenes, la gente sana, aporta su fuerza irresistible a una sola cosa: la justicia. Caminan hacia la victoria sobre el dolor de los hombres, han tomado las armas para suprimir la desgracia del mundo, ¡luchan por triunfar de la villanía, y triunfarán! «Encenderemos un nuevo sol», me dijo uno de ellos, ¡y lo encenderán! «Reuniremos en uno solo todos los corazones desgarrados.» ¡Lo harán!

Palabras de olvidadas plegarias le volvían a la memoria, inflamando su nueva fe, brotando de su corazón como chispas:

—Los muchachos que van por los caminos de la justicia y de la razón dirigen su amor a todas las cosas, iluminan todo con un fuego que no puede apagarse, que nace del alma. Se crea una vida nueva en este ardiente amor de nuestros hijos hacia el mundo entero. ¿Y quién apagará este amor?, ¿quién? ¿Hay alguna fuerza más alta, capaz de vencerlo? La tierra los ha engendrado, y la vida quiere su victoria, ¡toda la vida!

Fatigada por la emoción, se separó de Ludmila y se sentó jadeando. Ludmila se sentó también, sin ruido, con precaución, como si temiese romper algo. Después, con su paso flexible, atravesó el cuarto y miró a lo lejos con la profunda mirada de sus ojos sin brillo. Parecía aún más alta, más erguida, más delgada. Su rostro enjuto y severo se concentraba, y apretaba nerviosamente los labios. El silencio reinante tranquilizó pronto a la madre, y observando la expresión de la joven, preguntó a media voz, en tono temeroso:

—¿Quizá he dicho algo equivocado?

Ludmila se volvió vivamente, la miró asustada y se apresuró a decir tendiéndole una mano que parecía intentar detener algo:

—No, es así, es así… Pero no hablemos más. Que todo siga siendo como usted lo describe… —Y continuó, más serena—: Tendrá que irse pronto, es lejos.

—Sí, ahora mismo… Qué contenta estoy, si usted supiera… Llevaré la palabra de mi hijo, la palabra de mi sangre, ¡es como llevar mi propia alma!

Su ancho rostro bondadoso temblaba, sus ojos relucían y las pestañas parecían dar alas al resplandor de las pupilas. Estaba embriagada por elevados pensamientos, en los cuales ponía todo lo que ardía en su corazón, todo lo que había vivido, condensándolo en palabras de luz, que nacían con vigor creciente y florecían cada vez con mayor brillo en su otoño vital, iluminado por la fecunda fuerza de un sol de primavera.

—¡Es como si hubiera nacido un nuevo Dios! ¡Todo para todos, todos para todo! Es así como yo os comprendo. Realmente, todos sois camaradas, todos parientes, todos hijos de una misma madre: la verdad.

Inundada de nuevo por una ola de emoción, se detuvo para tomar aliento, y dijo, tendiendo los brazos en un gesto que parecía acogerlo todo:

—Y cuando me digo esta palabra, «camaradas», mi corazón responde: ¡Están en marcha!

Había triunfado. El rostro de Ludmila ardía con una extraña llama, sus labios temblaban, de sus ojos corrían gruesas lágrimas claras.

La madre la estrechó entre sus brazos con una sonrisa silenciosa, lleno el corazón del dulce orgullo de su victoria.

Cuando se dejaron, Ludmila la miró en los ojos y dijo en voz baja:

—¿Sabe que es bueno estar con usted?

XXIX

En la calle, el aire seco y helado la envolvió, aferrándose a su garganta y picándole la nariz, y durante un segundo detuvo el aliento en el pecho. Se paró alrededor. No lejos, en la esquina, había un cochero tocado con un gorro de pelo; algo más allá, un hombre caminaba encorvado, la cabeza entre los hombros, y ante él un soldado corría saltando y frotándose las orejas.

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