La madre (25 page)

Read La madre Online

Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
6.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Te ha gustado?

—Mucho —dijo él, estremeciéndose, como si despertara súbitamente—. Mucho…

En el pecho de la madre cantaba el eco de los recuerdos: cantaba y temblaba. Le vino un pensamiento:

«Estas son gentes que viven tranquilamente, en buena armonía. No juran, no beben aguardiente, no se pelean por una nadería…. como hace el pueblo bajo.»

Sofía fumaba un cigarrillo; fumaba mucho, casi continuamente.

—Era el fragmento preferido del pobre Kostia —dijo, aspirando vivamente el humo, y repitió un acorde ligero y triste—. Me gustaba tocarlo para él… Era fino, sensible, abierto a todo…

«Sin duda piensa en su marido», se dijo la madre. Y sonrió.

—Me dio tanta felicidad… —continuó Sofía, en voz baja, acompañando sus pensamientos de ligeras notas—. Sabía vivir…

—Sí —dijo Nicolás, mesándose la barba—. Su alma cantaba.

Sofía tiró el cigarrillo que había empezado y se volvió hacia la madre.

—¿Mi ruido no la molesta?

—No me lo pregunte, yo no entiendo nada —dijo Pelagia, con un leve despecho que no conseguía ocultar por completo—. Yo estoy aquí escuchando, rumiando pensamientos…

—Sí, seguramente que usted comprende —replicó Sofía—. Una mujer no puede dejar de comprender la música, sobre todo si sufre…

Hirió las teclas con fuerza, .y un sonoro grito clamó, el grito del que oye algo terrible para él, que alcanza su corazón y le arranca un gemido punzante. Jóvenes voces palpitaron asustadas y huyeron en una desbandada rápida. De nuevo se elevó una voz fuerte y áspera, cubriendo todo lo demás… Sin duda, había ocurrido una desgracia, pero que provocaba la cólera y no la queja. Después sobrevino otra voz, tierna, fuerte, que se puso a cantar una canción hermosa y sencilla, persuasiva y arrebatadora.

El corazón de la madre se inundó con el deseo de decir su afecto a ambos hermanos. Sonreía embriagada por la música, sintiéndose capaz de ser útil.

Buscó con los ojos qué podría hacer y se fue de puntillas a la cocina, a preparar el samovar.

Pero su ansia de ser útil no se extinguía. Mientras servía el té, hablaba con una sonrisa confusa, como si quisiese enjugar su corazón con palabras de cálida ternura, que se dirigía a sí misma, tanto como a sus compañeros.

—Nosotros, las gentes del pueblo, sentimos todo, pero nos cuesta trabajo expresarlo: tenemos vergüenza de comprender y no poder decirlo. Y muchas veces, a causa de esto, nos encolerizamos contra nuestras ideas. La vida nos golpea y nos desgarra por todas partes, querríamos reposar, pero los pensamientos no nos dejan.

Nicolás escuchaba, limpiando sus lentes. Sofía la miraba con los ojos muy abiertos, olvidando su cigarrillo, que se había apagado. Sentada ante el piano, a medias vuelta hacia el instrumento, rozaba de cuando en cuando el teclado con los finos dedos de su mano derecha. El acorde se mezclaba suavemente con las palabras de la madre, que se apresuraba a revestir sus sentimientos, de expresiones simples y sinceras.

—Y ahora empiezo a poder hablar, por poco que sea, de mí, de los otros…, porque he comenzado a comprender y puedo comparar. Antes no tenía nada para comparar. En nuestra condición todos viven del mismo modo. Pero ahora veo cómo viven los otros, recuerdo cómo he vivido yo, y es amargo, es duro.

Bajó la voz.

—Quizá digo cosas que no debiera, y no vale la pena, porque ustedes lo saben todo…

Las lágrimas temblaban en su voz. Los miró con una sonrisa de ternura en los ojos:

—Pero quisiera abrir mi corazón para que viesen cuánto les quiero.

—Lo vemos —dijo dulcemente Nicolás.

Pelagia no podía calmar su deseo, y les habló una vez más de lo que era nuevo para ella y le parecía de una importancia inapreciable. Les contó su vida de humillaciones y resignado sufrimiento. Contaba sin cólera, con una sonrisa de conmiseración en los labios, devanando la madeja gris de sus días tristes, enumerando los golpes recibidos de su marido, asombrada ella misma de la futilidad de los pretextos que los provocaban, extrañándose de su incapacidad de evitarlos…

Sofía y Nicolás la escuchaban en silencio, oprimidos por el sentido profundo de aquella historia de un ser humano que había sido considerado como una bestia y que durante tanto tiempo, y sin quejarse, se había sentido así ella misma. Parecía que por su boca hablaban millares de vidas; todo era banal y corriente en su existencia, pero esta sencillez y banalidad eran el fardo de una innumerable cantidad de seres sobre la tierra, y la historia de la madre adquiría el valor de un símbolo. Nicolás, acodado en la mesa, sostenía la cabeza entre las manos, y miraba a la madre a través de sus lentes, con ojos pestañeantes de atención. Sofía, echada hacia atrás sobre el respaldo de su silla, se estremecía de cuando en cuando y movía negativamente la cabeza. Su rostro parecía haberse vuelto más delgado y más pálido. No fumaba. Dijo en voz baja:

—En una ocasión me sentí desgraciada, me parecía que mi vida era como una fiebre. Fue en el destierro, en un miserable poblachón provinciano, donde yo no tenía nada que hacer, nada en qué pensar, excepto en mí misma. En la ociosidad, me puse a sumar todas mis desgracias y pasarles revista: me había enfadado con mi padre a quien tanto quería, me habían expulsado del Liceo, luego la cárcel, la traición de un camarada en quien confiaba, la prisión de mi marido, y de nuevo la prisión, la deportación, la muerte de mi esposo. Entonces me parecía que yo era la criatura más desdichada de la tierra. Pero todas mis desgracias, incluso multiplicadas por diez, no llegan a un mes de su vida, Pelagia. Esta tortura diaria durante años… ¿De dónde saca la gente esa fuerza para sufrir?

—¡Se acostumbran! —dijo la madre, suspirando.

—Yo creía conocer la vida —dijo pensativo Nicolás—. Pero, cuando no la encuentro en un libro o en mis impresiones difusas, cuando es ella misma…, ¡entonces es terrible! Y lo peor son los detalles, las naderías, los minutos que forman los años…

La conversación tomaba vuelo, se animaba, descubriendo todos los aspectos de aquella ingrata existencia. La madre, hundida en sus recuerdos, sacaba de las tinieblas de su pasado los cotidianos ultrajes que componían el sombrío cuadro del mudo horror en que su juventud había naufragado. Por fin dijo:

—¡Oh! Ya los he aturdido bastante con mi charla, y es hora de descansar. No se puede contar todo…

El hermano y la hermana se levantaron sin decir palabra. Pelagia tuvo la impresión de que Nicolás se inclinaba ante ella más profundamente que de costumbre, y le estrechaba la mano con mayor fuerza. Sofía la acompañó hasta su dormitorio, y en el umbral le dijo dulcemente:

—Descanse bien… ¡Buenas noches!

Su voz era cálida. Su mirada gris acariciaba el rostro de la madre. Esta tomó la mano de Sofía, y oprimiéndola entre las suyas, contestó:

—¡Gracias…!

IV

Unos días después, Nicolás vio aparecer ante sí a la madre y a Sofía pobremente vestidas con trajes de indiana usados, una mochila al hombro y el bastón en la mano. Aquel atuendo hacía parecer más pequeña a Sofía, y hacía su rostro pálido aún más severo.

Al decir adiós a su hermana, Nicolás le estrechó calurosamente la mano, y la madre observó una vez más qué poco aparatoso era su afecto. No se prodigaban los besos ni las palabras cariñosas, y, sin embargo, eran sinceros y llenos de ternura el uno hacia el otro. Donde ella había vivido, las gentes se abrazaban mucho y se decían frecuentemente cosas afectuosas, lo que no les impedía morderse entre sí como perros rabiosos.

Las dos mujeres atravesaron la ciudad en silencio, llegaron al campo y tomaron una ancha carretera de tierra apisonada, entre dos filas de viejos abedules.

—¿No se cansará? —preguntó la madre a Sofía.

—¿Cree que no tengo costumbre de andar? Ya sé lo que es. Alegremente, como si relatase travesuras de su infancia, Sofía se puso a contarle a la madre sus actividades revolucionarias. Tenía que vivir bajo un nombre falso, utilizando una carta de identidad falsificada, disfrazarse para escapar a los espías, transportar decenas de kilos de libros prohibidos a distintas ciudades, organizar la evasión de camaradas deportados, hacerles cruzar la frontera. Tuvo instalada en su casa una imprenta secreta, y cuando los gendarmes, que lo supieron, se presentaron a registrar, apenas tuvo tiempo de disfrazarse de criada unos segundos antes de su llegada. Había salido cruzándose con los visitantes en la puerta del edificio, con el abrigo, el pañuelo a la cabeza y un bidón de petróleo en la mano, y en aquel riguroso frío de invierno había atravesado la ciudad de un extremo a otro. Otra vez había llegado a un lugar desconocido, para ir a casa de unos amigos; subía ya la escalera, cuando se dio cuenta de la presencia de un funcionario de la policía. Era demasiado tarde para volverse atrás; entonces, llamó audazmente a la puerta del piso de abajo y, entrando con su maleta en la vivienda de unos desconocidos, les explicó francamente su situación.

—Pueden entregarme si quieren, pero creo que no lo harán —dijo con firmeza.

Aterrada, aquella gente no durmió en toda la noche, esperando a cada momento que llamasen a su puerta, pero no se decidieron a entregarla a los gendarmes, de lo que rieron todos juntos cuando llegó el día. Otra vez, vestida de monja, había viajado en el mismo vagón y en el mismo banco que un inspector que trataba de encontrarla y que se alababa de su habilidad, al explicar cómo iba a dar con ella. Estaba seguro de que iba en aquel tren, en segunda clase. A cada parada salía, diciendo al volver:

—No la veo…, debe ir durmiendo. ¡También ellos se cansan, llevan una vida dura, del estilo de la nuestra!

La madre reía escuchando estos relatos, y la miraba con ojos de afecto. Alta, delgada, Sofía caminaba con el paso firme y ligero de sus esbeltas piernas. En su modo de andar, en sus palabras, en el tono mismo de su voz, levemente opaca pero resuelta, en toda su silueta elegante, había una bella salud moral, una alegre osadía. Posaba sobre todas las cosas su mirada nueva y joven, y en cualquier parte encontraba detalles que excitaban su juvenil alegría.

—¡Mire qué abeto más bonito! —exclamó, mostrando a la madre un árbol que ésta se detuvo a mirar. No era ni más alto ni más recio que los otros.

—¡Una alondra!

Los ojos grises de Sofía tuvieron un resplandor de ternura y su cuerpo pareció querer lanzarse delante del claro cantar de la alondra invisible, en el cielo luminoso. A veces, con un ágil movimiento, se bajaba a coger una flor silvestre cuyos pétalos temblorosos acariciaba amorosamente, con el ligero roce de sus delgados y nerviosos dedos. Y canturreaba alguna hermosa música.

Todo ello acercaba a la madre a aquella mujer de ojos claros, se apretaba involuntariamente contra ella, esforzándose en ir a su mismo paso. Pero, a veces, en las frases de Sofía, había algo de demasiado vivo, que parecía superfluo y que suscitaba en Pelagia un pensamiento inquieto.

—No va a gustarle a Michel.

Un instante más tarde, Sofía hablaba de nuevo, sencillamente, cordialmente, y la madre, sonriendo, la miraba con ternura.

—¡Qué joven es usted aún! —suspiró.

—¡Oh, tengo ya treinta y dos años! —dijo Sofía.

Pelagia sonrió:

—No es eso lo que quiero decir…; por su aspecto se puede pensar que tiene más. Pero cuando se la mira a los ojos, cuando se la escucha…, es asombroso, parece una muchachita. Ha llevado una vida agitada y difícil, peligrosa, y, sin embargo, su corazón sonríe siempre.

—No creo que mi vida sea difícil, y no puedo imaginar ninguna mejor ni más interesante… Voy a llamarla por su patronímico, Nilovna. Pelagia no le va.

—Como quiera. Si eso le gusta… —dijo la madre pensativa. La miro a usted, la escucho, y reflexiono. Me gusta ver cómo conoce el camino que lleva al corazón de las gentes. Se abren ante usted sin vacilación, sin temor: el alma se descubre por sí sola y va a su encuentro. Yo pienso en todos ustedes, y me digo: vencerán al mal, es seguro que lo vencerán.

—Tendremos la victoria porque estamos con los trabajadores —dijo Sofía con fuerza y seguridad—. El pueblo decide; con él todo es realizable. Solamente hay que despertar su conciencia, que no tiene libertad para desarrollarse…

Sus palabras despertaron en la madre un sentimiento complejo. Sofía le daba pena, sin saber por qué; era una piedad amistosa que no hería, y le habría gustado oírle decir otras palabras, más sencillas.

—¿Quién os recompensará de vuestros trabajos? —preguntó dulce y tristemente.

—Ya estamos recompensados —respondió Sofía, en un tono que pareció a la madre lleno de orgullo—. Hemos encontrado una vida que nos satisface, y donde podemos desplegar todas las fuerzas de nuestra alma, ¿hay algo mejor?

La madre le lanzó una ojeada y bajó la cabeza, pero pensó de nuevo:

«No gustará a Michel.»

Aspirando a pleno pulmón el aire tibio, no caminaban muy aprisa, sino con paso sostenido, y la madre tenía la sensación de efectuar un peregrinaje. Recordaba su niñez, y la alegría que la animaba cuando, en alguna fiesta, dejaba su aldea para ir a algún monasterio lejano, a visitar algún milagroso icono.

Algunas veces, Sofía cantaba con voz no muy potente, pero muy bella, canciones nuevas que hablaban de cielos o de amor, o se ponía a declamar versos celebrando los campos, el Volga, y la madre sonreía, escuchaba balanceando involuntariamente la cabeza al ritmo de la poesía, cuya música le encantaba.

Su corazón se bañaba en la tibieza, la paz y el ensueño como en un viejo jardín una tarde de estío.

V

Al tercer día llegaron a una aldea. La madre preguntó a un campesino qué trabajaba en el campo, dónde se encontraban los alquitraneros. Luego, descendieron por un caminito escarpado, en el bosque, donde las raíces de los árboles formaban escalones, y llegaron a un claro como una plazoleta, llena de carbón de madera y virutas, con charcos de alquitrán.

—Hemos llegado —dijo la madre, examinando el lugar con inquietud.

Junto a una cabaña formada por tablas y ramas, alrededor de una mesa hecha con tres planchas de madera sin desbastar, colocadas sobre pies hincados en el suelo, estaban sentados, comiendo, Rybine, todo negro, con la camisa abierta sobre el pecho, Efime y otros dos muchachos jóvenes. Rybine fue el primero que vio a las dos mujeres, y, con la mano en visera, esperó en silencio.

—¡Buenos días, amigo Michel! —gritó la madre desde lejos.

Other books

Theft on Thursday by Ann Purser
Who Killed Scott Guy? by Mike White
Chasing the Moon by A. Lee Martinez
Surprise Mating by Jana Leigh
Darwin's Island by Steve Jones
The Evolution of Alice by David Alexander Robertson
Watch Me Disappear by Mulligan, Diane Vanaskie
She's the Boss by Lisa Lim